Del gazpacho y su jerarquía
José Joaquín Rodríguez Lara
https://elpostigodelara.blogspot.com/
Del gazpacho y su jerarquía
José Joaquín Rodríguez Lara
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Nuevo libro publicado
Ya está en Amazon mi nuevo libro.
Se titula
'FRASES, DICHOS Y DISLATES'
Recoge una amplia relación de aforismos
sobre temas muy diversos.
Esta nueva publicación en Amazon,
donde también puede adquirirla,
se une a mi libro de relatos
'ESE GATO AMARILLO,
¿DE QUIÉN ES?
publicado muy recientemente en la misma plataforma internacional de venta a través de Internet,
en la que igualmente puede adquirirse.
Paella valenciana de ranas
José Joaquín Rodríguez Lara
También podríamos llamar a este plato arroz extremeño con ranas, pero para no ofender al integrismo paelleril mejor será que lo llame paella valenciana de ranas.
Eso sí, antes de empezar a cocinar el plato, procedo a explicar el origen de su nombre.
Lo llamo paella porque lo cocino en una sartén ancha, de muy poco fondo, con dos asas agarradas con remaches. Es decir, en lo que en Valencia se llama sartén. O, más a menudo, paella. Cuando se habla en lengua valenciana. Nunca paellera.
Lo apellido valenciana porque de allí, de Valencia, concretamente de la misma ciudad de Valencia, procede mi paella. Mi sartén, dicho sea en castellano.
Y lo denomino de ranas debido a que las ranas son el principal de sus ingredientes opcionales. Lo único que no es opcional en las recetas de arroz, en cualquiera de los muchísimos tipos de paellas existentes, es el arroz. A la paella le quitas el arroz y se te queda en una sopa. De pollo, de conejo, de gambas, de mejillones, de judías verdes... De lo que sea. Todo lo más, se queda reducida a una fideuá.
Llegados a este punto, sin más preámbulos, me pongo el hábito de cocinar, empuño la espumadera, que es el cetro de quien se siente rey de su cocina, y procedo.
Empiezo por encender el fuego. Con ramitas y leña menuda. Que den muchas llamas y hagan pocas brasas. Algunas personas que defienden a capa y espada el sagrado dogma de la paella, del plato, no de la sartén, valenciana aseguran sin el más mínimo remordimiento que la leña debe ser de naranjo. De naranjos valencianos, se entiende. Craso error. En verdad en verdad os digo que no es necesario. He visto a prestigiosos cocineros valencianos, que hasta se ganan la vida enseñando a hacer paellas, cocinar el arroz con gas. ¡Con gas africano! Importado del Mageb y de sus pedanías y conducido hasta su cocina por cañerías subterráneas. Como bien se ve, ¡hay gente pa to!
Una vez que el fuego empieza a tomar cuerpo se coloca sobre las trébedes, o sobre el soporte que utilicemos, la paella. No es imprescindible que sea valenciana. Pueden haberla fabricado en Don Benito. O en Albacete, sin ir más lejos. Conviene, eso sí, tener a mano, al lado de la lumbre, un montoncino de ramitas para echarlas al fuego si necesitamos avivarlo.
Con la sartén valenciana sobre las llamas se le echa un poco de aceite de oliva virgen extra. Puede ser aceite de Sierra de Gata, de Hurdes, de la Sierra del Suroeste, en la provincia de Badajoz, de La Serena... Su origen no es lo importante. Lo esencial es que sea pura, de calidad. Aproximadamente se debe poner, salvo mejor opinión, un chato de vino y un dedo más de aceite por cada cuatro raciones.
Cuando el aceite ya esté bien caliente se le añaden las ancas de rana. Si son del Alcarrache, afluente del Guadiana, mejor. Las ancas estarán despojadas de su piel y perfectamente limpias y escurridas. De tres a cinco ranas, dependiendo de su tamaño, por comensal. Se sofríen las ancas, se sacan de la paella y se reservan.
Antes de que el aceite esté muy muy caliente se le añaden los ajos, picados lo más finamente posible. Para cuatro raciones, con dos dientes bastará. Se le dan dos o tres vueltas con la espumadera, repartiéndolos por el fondo de la sartén, para que no se quemen, e inmediatamente se le añade media cebolla mediana picada en trocitos pequeños. Una vez más, se remueve todo con la espumadera.
Cuando la cebolla empieza a estar pochada se le añade una cucharada sopera de pimentón de La Vera. Ni dulce ni picante. Aunque para gustos..., las especias.
Ha llegado el momento de poner en la paella unas vainas troceadas de garrapatos, como se les llama en mi pueblo (Barcarrota, Unión Europea) a las judías verdes. Antes de trocearlos, los garrapatos se despuntan por ambos extremos y se les quita la hebra que recorre sus lomos. También es el momento de sazonar el guiso con un poco de sal. No mucha. La mejor sal para cocinar es la gorda. La de matanza. Es más pura. Se puede moler en el mortero o pasar por una picadora para desmenuzar los granos gruesos. Si molestan.
Después de sazonar se añade el tomate. No antes. El caldo del tomate contribuirá a deshacer la sal. Si el tomate se pone antes que la sal, gran parte de su jugo se evaporará y no podrá deshacer los granos más gruesos.
Tan pronto como el tomate ya esté sofrito se pondrá en la sartén el arroz. Hay muchos tipos de arroz. El que mejor toma los sabores es el de grano grueso. Abombado. Y si es de origen nacional, mejor que mejor. Hay marcas muy famosas, que basan gran parte de su prestigio en la publicidad, que venden en España arroz importado de Asía. El nuestro es mejor. Es mucho más sano, tanto para el medio ambiente como para quienes lo comen, cocinar con arroz de cercanía. En las vegas del Guadiana se cultiva un arroz excelente. Guadiala, Guadiarroz... Dos chatos de vino llenos de arroz extremeño por comensal es una buena dosis. Se le da un par de vueltas con la espumadera, pera que se mezcle y se reparta por el fondo de la sartén, y pasados un par de minutos se añade el caldo. Debe llegar hasta los remaches que sostienen las asas de la paella. El mejor caldo para esta paella es el de ranas. Se hace con los restos de las ranas despojadas de sus ancas. Deben estar, lógicamente, bien limpias y libres de todas sus vísceras. Antes de que empiece a cocer se le añaden al agua varias hojas de laurel, las hojitas despalilladas, sin la madera que las sostenían, de un par de ramas de romero y cuatro o seis hebras enteras de perejil fresco. El caldo se lleva a plena ebullición y se pone en la paella muy caliente, haciéndolo pasar por un colador o cualquier otro cedazo que elimine hasta la más mínima de sus impurezas.
Llegados a este punto, se aviva el fuego con las ramitas reservadas, a las que se le añaden las del romero. Para que aromaticen el ambiente. Una vez que el arroz lleva diez minutos, no más, cociéndose a fuego fuerte, se reduce la intensidad de las llamas, con unos chorritos de agua o retirando ramas, y se distribuyen sobre el arroz las ancas de ranas que se habían reservado. La sartén debe permanecer en el fuego, ya suave, durante siete, ocho o nueve minutos más. Hasta que el caldo se consuma.
Es precisamente en ese instante cuando llega el momento de retirar la paella de la lumbre y cubrirla con uno o varios paños -según el tamaño- de cocina, limpios. Preferiblemente de color blanco.
Y eso es todo. Buen provecho.
P. D. No es imprescindible usar azafrán en esta paella. El tomate de las Vegas del Guadiana y el pimentón de La Vera ya le dan al guiso suficiente color. Tampoco se necesitan ñoras. Las ancas aportan sabor y el pimentón, aroma ahumado. Pero, en cualquier caso, lo dicho: ¡para gustos, las especias!
Nuevo libro
Acabo de publicar en Amazon un nuevo libro de relatos. Se titula
'ESE GATO AMARILLO,
¿DE QUIÉN ES?'
Es un conjunto de historias, independientes unas de otras, muy variadas tanto en el tema como en el tratamiento y en el tamaño, que tienen como nexo de unión a Extremadura. Formalmente se parece a mi libro, también de relatos, 'La burra con GPS y otros avíos de comer', publicado por la Editora Regional de Extremadura. Aunque creo que este, el
'GATO AMARILLO',
es mejor. Más redondo. Si le interesa leerlo, puede adquirirlo en Amazon. Si no tiene interés en conocerlo pero no le importa compartirlo en la redes sociales, agradezco que lo haga.
Gracias, en cualquier caso.
Mérida, paraíso del tripeo
José Joaquín Rodríguez Lara
Hubo un tiempo en el que Mérida era el mejor lugar del mundo para tripear. Permítame que lo diga así. Aquella ciudad era el paraíso del tripeo. Tripear no es tapear. Es algo mucho más excitante, por delicado, y por supuesto, muchísimo más suculento.
Una tapa es un pincho de diseño. Muy bien presentado. Con un nombre excesivamente artístico para tan poco arte como suelen tener. Es un bocado estoqueado, la mayoría de las veces, por un mondadientes u otra clase de palillos también de diseño. La tapa suele tener más fachada que interior.
El tripeo es otra cosa. El tripeo no es hijo del diseño arquitectónico es retataranieto de la sabiduría hecha tradición. El tripeo no necesita un palillo para sostenerse. A lo sumo, se come con palillos. Aunque donde se pongan un tenedor o una cuchara, que se quite el palo de las banderillas. Por más que sea de bambú. El tripeo no se sirve en un cacho de pizarra desdentada. Se presenta en una cazuela. Si es de barro de Salvatierra de los Barros, mejor. Y nadando en su salsa, no pintarrajeado con ella.
Las tapas cambian de escenario. El tripeo no. El tripeo tiene su sitio y no necesita cambiar. Para tapear hay muchos establecimientos. Y desde que se inventó 'la ruta de la tapa' cada día se anuncian más. Son intermitentes. Pero los hay. Un fin de semana aquí y al siguiente, allá. El tripeo, por el contrario, es un manjar fijo. De toda la vida. El tripeo lleva a la clientela a los bares. Sabes a los que vas y el porqué vas precisamente a ese templo de la gastronomía de barra y mantel de papel, si lo hay, y no a otro. El tapeo no. Con el tapeo vas al bar, le echas un vistazo a la carta, generalmente en el teléfono móvil, y preguntas al de la pajarita, que te mira muy en su papel, qué cosa es esa, de nombre tan infrecuente, que anuncia el código de la carta o la carta del código o como sea que deba ser.
En Mérida hay, y siempre ha habido, tapas. Pero la ciudad era famosa por sus raciones de morros de ternera, de callos, de ancas de ranas, de revueltos de criadillas, o de espárragos, por sus riñones en salsa, por sus cocidos de garbanzos cocinados como la madre de Dios manda, por sus caldos de carne y sus refrescos de limón natural, por sus caracoles... Y por tantas cosas más que seducían a los mejores paladares.
Eran verdaderos prodigios de las cocinas emeritenses. Y mire usted que yo nunca he sido aficionado a los caracoles. Ni siquiera a los de Gaspar. Pero, ¡cómo iba uno a rechazar la sincera e insistente invitación de un buen amigo y no probarlos! Las malas compañías tienen estas cosas. El cocido de garbanzos de Benito o del quiosco, en cambio... Con sus tocinos, fresco y añejo, con sus huesos, fresco y salado, con su cuarto de gallina, con su magro de cerdo, con su trozo de vacuno, con su chorizo, su morcilla de sangre, su papa entera o muy poco troceada, su porción de repollo, su vino tinto, su pan blanco, su cebolleta blanquísima marinada en agua, sal, aceite y vinagre y su poquino de clandestina intimidad... Cucharada de garbanzos va y mordisco a la cebolla que viene. ¿Hay quien pueda meter más sabor en menos espacio?
Hubo un tiempo durante el que llegaban a Mérida expertos foráneos para deleitarse con aquellas obras de arte que honraban los templos emeritenses del buen comer. Siempre me ha asombrado que haya títulos, reconocimientos y premios para quienes cocinan y, sistemáticamente, se les nieguen a quienes comen. Que no sólo engrandecen a la gente del cocineo, sino que la mantiene viva. Una mesa sin comensal es mucho menos que un jardín sin flores. A Camilo José de Cela se le puso una placa en un restaurante británico por haber comido en él turmas, vulgo testículos, de morueco. También se le puede llamar carnero, al bicho, pero el morueco tiene mucho más sabor literario.
Aquellos santuarios emeritenses del tripeo eran más que jardines. Eran paraísos terrenales. Pero, poco a poco, a golpe de esquela y de traspasos, fueron desapareciendo o cambiando de manos El Antillano, más conocido como Nicolás, el Briz, casa Gaspar, el Benito, el quiosco de la plaza, abajo a la derecha según se mira, la venta de los conejos, en el badén de Valverde, el Barroso, el chiringuito de La Charca en el que se podían comer unas sardinas asadas para acompañar el trago largo de la madrugada mientras el elenco del Festival de Teatro ahogaba sus calores en las aguas de Proserpina... El Rufino... Sin embargo, tantos lugares, tantos sabores y tanta sapiencia no lograron evitar que la carta tradicional de Mérida se diluyese.
La ciudad empezó a abrirse al mundo y, mientras lo hacía, se fue olvidando de sí misma. Más de una vez he recorrido sus calles solo, con el mapa de la memoria en las manos, buscando aquellos lugares, aquellos sabores, aquellas emociones gustativas y he tenido que claudicar, derrotado por la ferocidad del apetito, hincando la rodilla en una hamburguesa o en un plato combinado. Huevo a la plancha, chuleta planchada, croquetas descongeladas mientras se fríen, y kétchup y mostaza y tomate edulcorado y mahonesa pasteurizada. Aditivos y más aditivos envasados en bolsitas individuales de plástico que, si se utilizan, terminan en la basura general y si no se utilizan, también.
Pero mire usted por donde el jueves, 8 de mayo del año 2025, ha cambiado mi suerte. Como tantas veces había hecho anteriormente, he aprovechado que estaba en Mérida para preguntar dónde podía tomarme una ración de morros de ternera.
- En el bar Carlos -me han dicho. Subiendo por la calle Suárez Somontes, nada más pasar el colegio, la primera a la derecha. No tiene pérdida. A unos 60 metro de la esquina está.
Casi se me han saltado las lágrimas. Gloria bendita. Se lo aseguro. Gloria bendita. De repente me he quitado 50 años de encima. Me he reencontrado con mi juventud y me he visto en El Antillano, en el Briz, en casa Benito... Mi única pena ha sido que no estuviera conmigo en ese momento mi compañero y amigo, mi hermano, Raúl Rubio, con quien tantas veces cené de tripeo. A la vuelta de la esquina.
En el bar Carlos no se necesita tirar del móvil y escanear códigos para saber qué es lo que hay y cuanto cuesta. Todo está escrito, con tiza, como debe ser, en unas pizarras a las que la Unesco debería de haber declarado ya Patrimonio Inmarchitable de la Humanidad. Porque el currículum de Mérida no solamente está escrito en sus mármoles. Hay sabores y hay personas que además de hacer la historia de esta ciudad, se esfuerzan en sostenerla.
Si no lo digo significa me lo callo
Sí significa Sí.
Sí pero No significa ni mijita.
No pero Sí significa hazlo ya mismo.
No, No significa ni te atrevas.
Sí, Si significa tal vez.
No - Sí - No significa sirena.
Sí - No - Sí significa veleta.
Sí - No - Sí - No - Sí - No significa veleta dentro de una sirena.
No porque se la haya comido. Es que la veleta va conduciendo la ambulancia y lleva puesta la sirena.
José Joaquín Rodríguez Lara
Camelo en Burguillos del Cerro
José Joaquín Rodríguez Lara
Burguillos del Cerro (Unión Europea), al sur de la provincia de Badajoz, es uno de los pueblos más bonitos de Extremadura. Tiene un hermoso castillo y otros monumentos bien cuidados. Su arquitectura popular es auténtica. Está situado en un paraje espectacular, enclavado en la comarca Sierra del Suroeste, en el que los cerros, los riscos graníticos, las encinas y otras plantas de porte menor como jaras, retamas, zarzas, galaperos... conforman un paisaje precioso. Sobre todo al comienzo de la primavera.
Una de las producciones más características de este terreno es el espárrago. El espárrago silvestre. El espárrago triguero. Incluida la variedad blanca. En Burguillos del Cerro hay muchos espárragos. Crecen con auténtico frenesí. Junto a las paredes. Entre los riscos... Tantos hay que en el pueblo se organiza una Feria del Espárrago. Precisamente se celebra ahora, los días 4, 5 y 6, viernes sábado y domingo, de este mes de abril del año 2025. El viernes la inauguró don Guillermo Santamaría, consejero de Economía, Empleo y Transformación Digital en el Gobierno regional.
Si no ha podido ir a verla, no se preocupe. No se ha perdido usted nada. Si acaso se habrá librado de una decepción. Y si pretende ir a verla, en el caso de que lea estas líneas antes de que la Feria termine, prepárese para no ver nada. Aunque la voz desangelada de una joven le invite machaconamente a "disfrutar" de la Feria del Espárrago puedo asegurarle y le aseguro que no hay disfrute posible. Salvo que se conforme usted con adquirir productos ajenos al espárrago o con tomarse uno vinos.
La Feria del Espárrago de Burguillos del Cerro es un fraude. Un engaño. Un auténtico camelo. Fui a recorrerla el día 5, sábado. El sábado es el gran día de cualquier feria. La jornada destinada a recibir más público. Craso error. En Burguillos del Cerro no es así. Sólo pude ver media docena de botas de espárragos, de las que caben en una mano, que un señor exponía y vendía junto a la carretera, a la puerta del recinto en el que se celebra la Feria. No había más. Ni exposición de espárragos ni actividades y demostraciones relacionadas con su recogida y preparación culinaria. Ni tortillas de espárragos, ni revueltos, ni sopa de espárragos... Nada de nada. Ni siquiera en efigie. Al menos que todo ello se guardase para otro día u otro tipo de público.
En el recinto había alguna carpa y establecimientos ambulantes con funciones de bar y de restaurante ocasional. También se vendían otros productos. Pero no espárragos. Los bares de los alrededores estaban preparados para la ocasión. Con más mesas de las que suelen tener habitualmente. Pero espárragos no se veían. Tal vez esta haya sido una feria de espárragos espías y los valiosos espárragos estuviesen camuflados. Al resguardo de miradas indiscretas.
Tampoco sobresalía la profesionalidad y la experiencia del personal que atendía al público en estos locales de hostelería. Entré en tres establecimientos. En el primero pedí la cuenta y entendieron que pedía otra ronda. La persona que, por fin, me atendió, no estaba pendiente de la clientela. Seguramente porque en ese momento pasaba por la calle una procesión de motos de gran cilindrada -si la feria hubiese sido de motos habría sido un éxito- y los ronquidos atronadores de los motores que llenaban de ruido la calle le interesaban más que el público que estaba en su local. En el segundo de los establecimientos, muy cercano al anterior, el personal que debía atender el servicio de la barra y de las mesas estaba en la puerta de la calle, viendo pasar las motos. Entré en el local. Me coloqué junto a la barra y allí estuve unos cinco minutos sin que nadie me preguntase qué deseaba. Así que me fui. Pasé al lado de los camareros que seguían en la puerta, pero nadie me dijo ni siquiera adiós. En el tercer local, situado junto a la carretera de Zafra pero dentro del recinto ferial, pude por fin tomar unas bebidas, una ración de bacalao frito y otra de lomo asado. Había un buen grupo de personas junto a la parrilla, en la barra y entre las mesas. Lo mejor que se puede decir de la mayoría de ellas es que ponían voluntad en el trabajo. Pero no podían ocultar su bisoñez. Su falta de experiencia. Nunca he visto tanta ausencia de profesionalidad en la hotelería extremeña como la que he sufrido en la Feria del Espárrago de Burguillos del Cerro.
Pasadas las dos de la tarde, decepcionado por todo ello, cruce el recinto ferial camino del coche, para volver a casa, y mientras lo hacía me encontré con personas a las que conozco, integrantes de una familia burguillano - salvaterreña. Le expuse mi malestar por el hecho de que no hubiese espárragos en una Feria del Espárrago. Y me dijeron que ni los había ni los iba a haber. Sólo la media docena escasa de manojos expuestos en la puerta, junto a la carretera.
Mientras intentaba reponerme de la sorpresa y de la decepción, la misma voz desangelada, carente de cualquier entusiasmo, seguía invitando a "disfrutar" de la Feria. De lo que no hay. Y no sólo lo hacía en castellano. También formulaba su invitación en inglés. El acabose.
Calamares de bar
José Joaquín Rodríguez Lara
Los cefalópodos son algunos de los animales más extraños que hay en la mar. Hay quien dice que ni siquiera son de este mundo. Que el pulpo, por ejemplo, con su simetría radial, su cuerpo sin huesos, su enorme inteligencia y todo lo demás es un extraterrestre.
La vuelta al chozo
El chozo era redondo, así que no podía ser muy grande. Tampoco era
tan pequeño como los chozos de bayón, ligeros y portátiles, que los pastores
cargan en sus burros para llevarlos de agostadero en agostadero.
Se levantaba directamente sobre el suelo pues carecía de ese anillo protector,
construido con piedra seca, sobre el que se levantan otros chozos. En La Cocosa
no había piedras para hacer paredes. Si acaso todavía habrá alguna clavada en las lindes,
alzándose contra el cielo como dedos que proclaman el sacrosanto misterio de la
propiedad.
Los chozos se construyen
siempre con los materiales que aporta el terreno. El nuestro fue construido con
leños de encina. Mi padre hincó en el suelo los pontones, terminados en
horcajas, y colocó sobre ellas un círculo de palos horizontales, como si cada
pontón le echase los brazos por los hombros a los compañeros que le
flanqueaban. De la cumbre de cada pontón salía otro palo, a modo de costilla de paragua.
Todos ellos confluían en la cima, en la vertical del centro del chozo.
Contemplada en su desnudez, esa estructura de palos tenía cierta apariencia de
torre humana en plena función circense.
Una vez que los pontones, los
brazos y las costillas del chozo habían sido atados con firmeza entre sí, se
empezaba a forrar la estructura. Si hacía falta se rodeaban los pontones y las
costillas con cañas, mimbres u otro tipo de varas dispuestas horizontalmente y
unidas a los pontones y a las costillas para que los huecos entre los palos no
fuesen excesivamente grandes y el forro de fusca se sujetase mejor.
Con el armazón de palos
firmemente dispuesto sobre el terreno se cubría todo con una capa de ramaje. Mi
padre utilizó ramas de encina y las aseguró atándolas a la estructura de palos.
Llegó entonces el momento de cubrir el chozo con una capa impermeable. Para
ello se recurría al bayón, al que también se llama enea, anea y hasta espadañas, a los juncos, al
bálago de centeno, a la retama o a la juncia. El bayón, los juncos y la juncia
crecen en los arroyos. El centeno y la retama son de secano. De todos estos
materiales, el mejor para forrar chozos es el bayón. Pero escasea. Ahora, me
paree que incluso está prohibido cortarlo. Lo mismo ocurre con el centeno. Que
prácticamente no se siembra. El junco abunda, pero dista mucho de ser un buen
material. La retama también es abundante y tiene ventajas. Pero no carece de
inconvenientes. La juncia, verde, olorosa, áspera y afilada como cuchillas de
afeitar fue lo que eligió mi padre para que forrásemos nuestro chozo. La juncia
abunda y tiene muchas más ventajas que inconvenientes. Se van colocando grandes
manojos de juncia en la parte exterior de las paredes del chozo. De abajo hacia
arriba, de modo que el agua de la lluvia escurra siempre sobre una capa de
juncia, de bayón o de lo que se utilice como techumbre. Exactamente igual a
como se hace con las tejas al distribuirlas obre las tablas el tejado.
Para que la cubierta del techo
no resbale y caiga al suelo, dejando sin protección al chozo, es necesario
coserla a la estructura y, al mismo tiempo, sostenerla con cañas o varas no muy
gruesas dispuestas de forma horizontal. Como hilo de costura se utiliza cuerda
o alambre. En nuestro chozo usamos alambre de alpaca, que así llamamos a las pacas
de paja. Esta operación deben realizarla dos personas. Una estará dentro de la
choza que se va a coser y la otra fuera. Conviene que la más experta –mi padre–
esté dentro. Yo, que tendría 6 o 7 años, estaba fuera. Para pasar el hilo, ya sea
de cuerda o de alambre, a través de la cubierta se usa una aguja larga. Suele
ser de hierro. Con su pico y su ojal. Vale una de coser serones de esparto si es
lo suficientemente larga. Se enhebra con el hilo y se comienza a pasar de
dentro hacia fuera. Dentro del chozo se ata el filamento a un elemento fijo de
la estructura. Un pontón, una rama o algo así. Una vez que la aguja está fuera,
se rodea con el hilo un manojo de la juncia, de los juncos, del bayón etcétera,
y se vuelve a clavar la aguja, volviendo a atar el hilo, que debe de quedar muy
apretado. Cuando ya se ha forrado una extensión suficientemente amplia del
chozo, se sujeta esa parte de la cobertura con cañas o varas. Para ello se atan
con el hilo a la parte interna del chozo pasando la aguja cuantas veces se
considere necesario. Si se desea, esta operación puede dejarse para el final. Cuando
y está colocada toda la techumbre.
No toda la fusca de la
cobertura tiene la misma tendencia a permanecer en el sitio en el que se coloca
y tal y como se dispone. A pesar de la cañas de sujeción. El junco es el
material que más se desliza. El bálago de centeno también se escurre bastante.
El material que ofrece más resistencia a caer y, por lo tanto, es menos
propenso a abrir goteras en la techumbre del chozo es la retama. Aunque al secarse se contrae y pierde eficacia. La escoba es
muy parecida a ella. Las ramas de estas plantas se enganchan unas con otras y
se sostienen casi sin la ayuda de las cañas. No obstante, por seguridad y como
garantía de que no habrá goteras o serán las menos posibles, conviene coserlas
bien con el hilo y la aguja y sujetarlas con cañas o varas igualmente cosidas a
la parte interior del chozo.
Este tipo de viviendas no suelen
tener ventanas ni necesitan chimeneas. Aunque cortan el paso de la lluvia, las
paredes del chozo dejan que pase el aire, que ventila el recinto, y el humo de
la lumbre. En algunos casos se le coloca en lo más alto de la estructura uno o
varios conos de metal, con la apertura más ancha hacia dentro, para facilitar
la salida del humo. Pero no es necesario, ni tampoco conveniente, abrir esos
agujeros en la techumbre, pues por ellos puede entrar la lluvia.
Aunque no tenga chimenea,
dentro de un chozo se puede hacer fuego, sin problemas, y cocinar. Sólo hay que
tener la precaución de que las llamas no se acerquen a las paredes del recinto.
Para conseguirlo se hace la lumbre en el centro del círculo. Y se procura que
las candelas no sean muy grandes. Con el tiempo, toda la materia vegetal del
interior de la choza se va cubriendo con una película negra. Es el hollín. Esta
pátina de humo solidificado impide que se incendie la cubierta con las
chispas que emergen del fuego. La lumbre es la parte más peligrosa de cualquier
chozo y hay que tener mucho cuidado con ella. Conviene rodearla con piedras
para que las brasas no rueden al golpearlas involuntariamente. Tampoco está demás colocar la candela sobre una
plataforma. En vez de hacerlo directamente sobre la tierra. Puede ser una
plataforma de piedra, por ejemplo una lancha, de ladrillo o de metal. Una chapa
clavada en el suelo. De esta forma, el fuego quedará circunscrito a un lugar
seguro, será más fácil retirar las cenizas y el calor y los trabajos de
limpieza no irán abriendo un agujero cada vez más profundo en el suelo.
El piso de todos los chozo
suele ser de tierra, aunque nada impide enlosarlo o pavimentarlo de cualquier
otro modo. Si la tierra está al descubierto, conviene tener cuidado a la hora
de barrer, para no ir rebajándola cada vez más y convertir la vivienda en un
foso.
Las puertas de los chozos
suelen ser pequeñas. Hay que tener cuidado al entrar y salir para no golpearse
la cabeza. Son de dimensiones reducidas por economía de materiales. Para evitar
que entre mucho frío. Con el fin de impedir que el viento arremoline las llamas
de la lumbre. Y también, para no debilitar la fortaleza de la estructura. En
ocasiones, las puertas están partidas horizontalmente, de modo que se puede
cortar el acceso, cerrando la parte inferior, y permitir el paso de la luz dejando
abierta la parte superior de la hoja. Se consigue lo mismo usando una puerta,
completa, y una sobrepuerta o contrapuerta, más corta que la anterior, que deje
al descubierto la parte superior del vano de acceso a la choza. La sobrepuerta puede ser de quita y pon. Así era la nuestra.
Uno de los puntos débiles de
un chozo es su perímetro inferior. La parte que toca el suelo. Si carece de un
muro de piedra, es necesario proteger esa zona. Hay que defenderla del agua de
lluvia que corre por el suelo y de los animales y otros intrusos. Que siempre
los hubo. Conviene reforzar la cubierta colocando una o varias capas de fusca
más gruesa en ese anillo. Igualmente es conveniente cubrir la parte inferior de
la techumbre, la que toca el suelo, con tierra extraída de allí mismo, como más
adelante se explicará, o traída de otro lugar.
Para defender el chozo se
rodea su base con un bardo. Un anillo de taramas y vegetación espinosa. Ese
bardo corona todo el perímetro de la choza,
salvo el lugar en el que está la puerta. Impide que el ganado se restriegue por
la cubierta del habitáculo y la dañe. También sirve como elemento disuasorio
para que las alimañas –zorras, ginetas, garduñas…– no usen la cubierta como
cubil o refugio ocasional. Impide que los cerdos y las gallinas domésticas hocen
y escarben en esa zona tan sensible. Dificulta los robos. En fin, un buen bardo
es muy útil y alarga la vida del chozo.
Aunque siempre se ha llamado
bardos a los poetas y juglares celtas, el diccionario de la Real Academia de la
Lengua también define al bardo como ‘un vallado de leña, cañas o espino’.
Igualmente reconoce el verbo bardar, al que le admite el significado de ‘poner
bardas a un vallado o a una tapia’.
Por fuera del bardo y
rodeándolo en toda su extensión, incluso delante de la puerta, se abre una
zanja, como de cuarenta centímetros de anchura y veinte de profundidad para
recoger y canalizar el agua de lluvia que escurra de la cubierta, así como la
que corra por el suelo. El objetivo es impedir que entre dentro del chozo y
alejarla lo más posible de él.
A medida que se extrae la
tierra de la zanja se puede depositar sobre la base de la cubierta, para
taparla. Sólo hay que tener la precaución de dejar el espacio suficiente entre
la zanja y la fusca para construir más tarde el bardo.
En un chozo, aunque sea
pequeño y portátil, como el que utilizan los pastores, se puede dormir. No
caben muchas camas y no conviene que sean grandes, pero un chozo puede usarse
como dormitorio, cocina, despensa y salón de estar. Todo al mismo tiempo. Desde luego, nunca será tan
amplio y cómodo como una casa. Pero generaciones enteras de extremeños han
nacido y se han criado en este tipo de viviendas campestres. Hemos vivido, en
definitiva, en chozos sin que ello nos haya impedido disfrutar de una cierta
felicidad. Hay hasta quien ha podido prosperar.
Los chozos actuales se
construyen para usarlos como diversión. Para verlos, más que para vivirlos. Y,
en realidad, la inmensa mayoría de ellos ni siquiera son chozos. Son casas
redondas. Y más que casas, son cosas. Están construidos con paredes de ladrillo y mortero. Tienen cuarto de
baño con aseo y ducha. En vez de lumbre están dotados de calefacción y cocina.
Es decir, se les llama chozos para no llamarles casas. Pero ni son chozos ni se
les parecen.
Los premios literarios y su selva
José Joaquín Rodríguez Lara