miércoles, 23 de septiembre de 2009
Una buena persona
José Joaquín Rodríguez Lara
CON el fallecimiento de Manuel Bermejo, Extremadura pierde una persona de referencia en su historia política reciente. No fue un político al uso de los actuales, ni tampoco como aquellos otros entre los que se enmarca su nombre. Vivió la transición de España hacia la democracia; hizo la transición de Extremadura entre el centralismo y los atisbos de autogobierno y fue un hombre de transición entre dos torbellinos de la política: Luis Ramallo, primer presidente preautonómico, al que sucedió, y Juan Carlos Rodríguez Ibarra, primer presidente autonómico al que precedió al frente del ejecutivo regional. En nada, salvo en la defensa de Extremadura, se pareció a ellos. Bermejo fue un político moderado y hasta elegante en sus expresiones, a pesar de que le tocó vivir una etapa convulsa de su partido, tanto en Extremadura, como en el resto de España. Lo peor de perder el poder es que deja de sonar el teléfono, hay un vacío enorme, me dijo en una entrevista, cuando su nombre y su gestión empezaban ya a diluirse en el olvido. Se va una buena persona.
Sol y médicos
José Joaquín Rodríguez Lara
JUAN Carlos Rodríguez Ibarra lleva decenios mostrando interés por la salud del sistema sanitario. Hace 30 años, cuando era consejero de Sanidad en la Junta Preautonómica, le pedía cita a los médicos de los hospitales extremeños para tomarle el pulso a su situación. Los de la residencia sanitaria Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, de Badajoz, le recibieron de pie, en el pasillo, entre intrigados y desabridos. El consejero Ibarra se presentó y les explicó que había ido a verles para conocer de primera mano sus necesidades. El más veterano de los facultativos le agradeció el detalle, le preguntó qué medios tenía para atenderles y todo quedó en nada al saber que nada había.
Ni presupuesto, ni competencias, ni Estatuto de Autonomía. Sólo ilusión y buena voluntad. Ibarra, como diputado socialista-consejero preautonómico de Sanidad, visitaba los hospitales que gobernaba la UCD, y Luis Ramallo, como presidente preautonómico de UCD enviaba telegramas de enérgica protesta a los ministros de su propio partido. No había para más.
La situación política ha cambiado mucho y la sanitaria, ni le cuento. La sanidad tiene muchísimos más medios y mucha más cobertura, hasta el punto de que, junto a la educación -mala pero accesible a todos- y la prestación por desempleo, se ha convertido en una de las tres patas -seguramente la más robusta- que sostienen el taburete del bienestar. A Ibarra le preocupa que a pesar de su robustez la pata sanitaria -de las otras no habla, pero podría hacerlo- se quiebre por exceso de carga y pide a vuelamicrófono que el Gobierno reserve la sanidad pública española para los españoles. Su afirmación es una traca que tiene irisaciones revolucionarias -'la tierra para quien la trabaja'-, derechoides -'la sanidad para quien la paga'- y hasta guerristas -«Lo primero yo, endispué de mí naide y endispué de naide, Fuentes», que dijo Antonio Guerra, 'Guerrita'-, pero sufre carencias que deben atribuirse a la improvisación de unas declaraciones en directo. A veces conviene leer, como hace Obama. A la traca de Ibarra le faltan datos, cifras que tracen los perfiles exactos de la realidad. ¿Cuántos extranjeros nos visitan por turismo sanitario? ¿Cuánto nos cuestan? ¿Nos engañan o les vendemos salud en un paquete que incluye sol, paella y sangría? ¿Vara es tan manirroto como pinta a Zapatero?
La ministra de Sanidad, tampoco ha sido precisa en sus contradeclaraciones. Y debería serlo. Cuando estamos en crisis y se habla de subir impuestos, es peligroso dejar en el aire la sensación de que el derroche sanitario llega hasta el extranjero. Sobre todo si no es cierto y se puede demostrar.
miércoles, 16 de septiembre de 2009
Zapatero no hace política
José Joaquín Rodríguez Lara
SUBE con facilidad, pero José Luis Rodríguez Zapatero es un mal alpinista. Llegó a la cumbre de un tirón con la ayuda de muchos amigos y adversarios y está bajando de ella a trompicones y dejando a destacados compañeros de aventura por el camino. En dos semanas se han soltado de la cordada presidencial los ex ministros Jordi Sevilla (de Administración Pública) César Antonio Molina (de Cultura) y Pedro Solbes (vicepresidente y de Economía). Antes se habían ido otros prominentes 'sherpas' de las finanzas y ya se especula con los próximos abandonos de más porteadores, lo que resulta una clara falta de respeto y consideración hacia los futuros huidos. ¿Cómo se van a ir ahora Bernat Soria (de Sanidad) y Mariano Fernández Bermejo (de Justicia y Caza) si ya están grabadas hasta las tertulias en las que se santificará su heroico abandono? Es vergonzoso que desde los medios de comunicación se les esté presionando para que se queden.
Pero basta de especulaciones; atengámonos a los hechos. ¿Solbes, Sevilla y Molina lo dejan por aburrimiento, porque el cansancio no les permite seguir los pasos del presidente del Gobierno o, simplemente, porque no quieren seguirle? Ni a Zapatero ni a sus pasos. ¿Y qué más da? Aunque no sea exactamente lo mismo, el motivo de cada una de las renuncias no altera lo ocurrido: se fueron, se van, se han ido. Se desentienden de un líder, de una expedición y de una montaña a la que dedicaron gran parte de sus energías. Y no abandonan al abrigo de un cambio de legislatura, camino del campo base, ni en la menguada repisa de un vivac, sino en mitad de la cuesta abajo y sin frenos por la que se precipita la realidad española. Son mártires de poca fe. Renuncian en una etapa en la que al Gobierno, a cada paso que da, se le abren grietas en el hielo de la gestión, del Parlamento, del partido, de El País y hasta de Público. Es un espectáculo nunca, o muy pocas veces, visto y no presagia nada bueno para nadie. Alguno, hasta tendrá que pensar en ponerse a trabajar.
¿Y qué puede hacer el presidente Rodríguez Zapatero? Hacer, lo que se dice hacer, Zapatero debería hacer política, pero ¿cómo va a hacerla sin casi no logra ya ni remendarla? Como siga así, hará bueno hasta a Rajoy, Mariano, el de la expedición sin líder de cordada.
domingo, 13 de septiembre de 2009
Píldoras
José Joaquín Rodríguez Lara
UNA de las supersticiones del ser humano es creer que la virginidad es una virtud». La frase no es de Bibiana Aído, ni tampoco de Trinidad Jiménez, ministras postcoitales ambas, sino de un tal François-Marie Arouet, que allá por el siglo XVIII se hizo célebre y considerablemente rico firmando sus escritos como Voltaire.
El filósofo francés fue un niño insufrible, un joven rebelde y un adulto con clara vocación de dinamitero que -lo mismo que Butragueño- creía en un Ser Superior -«Si Dios no existiera, sería necesario inventarlo», dijo-, lo que seguramente le animó a fustigar a la jerarquía eclesiástica. Voltaire fue también un adelantado a su tiempo que escribió sobre las lunas de Marte incluso antes de que fuesen descubiertas. Sin embargo, a la pastilla postcoital no llegó, se le adelantó Zapatero, aunque su obra está llena de píldoras filosóficas para antes del acto, para después del acto e incluso para el acto en sí mismo, convencido como estaba de que «una colección de pensamientos debe ser una farmacia donde se encuentra remedio a todos los males».
El presidente del Gobierno y las ministras Aído y Jiménez han optado por la píldora postcoital como remedio al mal de los embarazos indeseables. Cuando se tiene sobre la mesa el talonario de recetas del Boletín Oficial del Estado se puede hacer esto y mucho más. Y sobre todo, se puede hacer mucho mejor. Dicho sea con todos los respetos pues, ya lo dijo Voltaire: «Es peligroso tener razón cuando el Gobierno está equivocado».
Hay padres y madres que trinan contra la Trini, pero tampoco faltan quienes aceptan que la píldora postcoital se dispense en las farmacias. Ahora se despacha en los centros de salud. Lo que les 'duele', y no hay píldora para tal aflicción, es que se la vendan a su hija adolescente sin que sus progenitores, especialmente el padre, lo autoricen o lo sepan al menos. Ese padre que saltaría de la cama en plena madrugada para llevar corriendo a un centro de salud a la niña que ha 'tenido un desliz' y necesita una pastilla, ya no pegará ojo cavilando si la niña estará con las amigas o con el boticario.
En 'Jarrapellejos', la gran novela de Felipe Trigo, una mujer reprende a su hija soltera por haberse quedado embarazada, se encabrita cuando la joven le dice que no es de su novio, sino del pastor y, por último, estalla de ira al enterarse de que la niña aún no se acostó con su pretendiente oficial para 'cargarle el mochuelo'.
«Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una», escribió un tal François -Marie Arouet en otra píldora.
miércoles, 9 de septiembre de 2009
Prostitución
José Joaquín Rodríguez Lara
ADEMÁS de un tópico, llamarlo 'el oficio más antiguo del mundo' es una expresión machista e irrespetuosa. En todo caso será la más antigua forma de esclavitud y uno de los más abominables modos de degradación entre los muchos a los que se puede someter a un ser humano. Incluso de forma voluntaria. La prostitución no es un oficio. Y menos en España. Ni un oficio ni nada, pues oficialmente no existe. No se computa en el Producto Interior Bruto -a pesar del dinero que mueve en servicios, copas y publicidad- no cotiza a la Seguridad Social, no da derecho a cobrar el desempleo ni la pensión de jubilación, no es más que una actividad molesta, insalubre y peligrosa. Eso sí, muy lucrativa para quienes la controlan. Con el agravante de que para poner una tienda de artilugios sexuales, un simple 'sex-shop', hay que pedir permiso y para ofrecerse como artilugio sexual en viva carne desnuda ni siquiera se necesita tener un local; basta con una esquina, que si es muy céntrica y está en Barcelona o Madrid, da derecho a salir en los telediarios, como está ocurriendo este verano, para escarnio de muchos y regocijo de algunos. Eso es todo.
Además de en las garras de sus chulos y en el filo de todos los peligros imaginables, España mantiene a las prostitutas en el limbo de la legalidad, presas en burdeles, calles y cunetas, entre el escupitajo de quienes las desprecian y el fervor de quienes las consumen. Con la derecha y con la izquierda, en la dictadura y en el democracia, las leyes españolas ni prohíben el ejercicio de la prostitución ni tampoco lo amparan. Puro liberalismo carnal. Es el peor de todos los sistemas posibles. Tanto para las prostituidas -y los prostituidos, que también los hay y no pocos- como para sus clientes. Se ha pasado del acoso sanitario que imperó hace décadas al desentendimiento absoluto. Si la Administración exige un carné de manipulación de alimentos para despachar hasta productos envasados, ¿por qué no certifica la salubridad de un 'artículo' que no sólo tiene una incontrolable propensión a salirse del envase -siempre mínimo, que no minúsculo-, sino que va de mano en mano 'como la falsa monea'?
Si no lo hace por justicia ni tampoco por generosidad, la Administración debería amparar a quienes ejercen la prostitución aunque sólo sea por egoísmo recaudatorio; un negocio que mueve tanto dinero, podría arreglar la avería presupuestaria nacional. Ya que el Gobierno no lo prohíbe, ni persigue al putañero, que Hacienda lo fiscalice. Si así fuera, quizás no habría que subir los impuestos. Cualquier cosa antes que seguir cerrando los ojos ante una realidad sangrante que -esta, sí, esta, sí- está en la calle.
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