Anhelado 2021
José Joaquín Rodríguez Lara
Anhelado 2021
José Joaquín Rodríguez Lara
Cuando padre estaba vivo
José Joaquín Rodríguez Lara
Retiro los troncos de rostros cuadriculados en carbones, recojo la ceniza, barro el suelo de la chimenea y busco en la pequeña leñera aledaña un leño que, por su grosor merezca el honor de convertirse en el palo mayor de mi nueva goleta. Él sostendrá las velas de la lumbre con la fortaleza suficiente para que, una vez más, el mañana amanezca entre dos trozos de leña con las caras blancas de ceniza y tatuadas al carbón. El mástil principal de la candela no inicia el fuego ni aviva las llamas, pero las mantiene a flote, las alimenta, las conserva vivas y es el testigo que, pasando de un día a otro, sostiene la hoguera desde los albores de la humanización hasta hoy mismo.
El fuego nos fascina seguramente porque, cual cordón umbilical, nos conecta con quienes fuimos. Somos hijos de la lumbre. Nos dio la vida. Nos alumbró, nos defendió, nos calentó, nos permitió cocinar nuestros alimentos, nos dirigió en las cavernas hasta los mejores lienzos de piedra y nos reunió y vertebró en torno a nuestras realidades y a nuestras fantasías. Él transformó el miedo en religión, la imaginación en leyendas, el roce en afectos, la madera, el hueso y la piedra en utensilios, hierbas, raíces y cortezas en medicina, las sombras en danza...
A veces se cita el 'invento' del fuego como uno de los grandes hitos que jalonan la marcha de la Humanidad desde la copa del árbol hasta las estrellas. No es exactamente así. Los seres humanos no inventamos el fuego. Ya existía en el vientre de la Tierra, en la boca y en la falda de los volcanes, en los rayos del cielo... En ocasiones, en vez del 'invento del fuego' se habla de su 'descubrimiento' y de su control. Tampoco me parecen expresiones acertadas. Descubrir la existencia del fuego no nos hizo más humanos. Ya teníamos ojos cuando lo vimos por primera vez. Y aprender a controlarlo, a evitar las dentelladas de sus fauces, más bien, fue un paso adelante, pero muy corto.
Lo que verdaderamente consistió en una revolución, equiparable al invento de la rueda, fue la invención del encendedor, luego llamado mechero, en honor a su vistosa mecha, y chisquero, seguramente por los chasquidos de la rueda dentada contra su piedra. Fue la posibilidad de hacer fuego cuando y donde quisiéramos -chocando pedernales, frotando palos o de cualquier otro modo- lo que supuso dar un salto enorme hacia el futuro. Llevar el fuego dormido 'en el bolsillo' y despertarlo cada vez que lo necesitábamos puso en las manos de la familia homínida un enorme poder, una herramienta extraordinaria y, también, un arma devastadora.
Quienes dan preeminencia a la rueda, como la gran impulsora hacia la civilización, reconocerán que el invento más redondo surgido de manos humanas necesitó de la fuerza bruta, de la tracción personal o animal, hasta que el fuego acudió en su ayuda y se puso en marcha la máquina de vapor que dio origen a la Revolución Industrial. Y todo comenzó con la chispa extraída a un encendedor que dormía en el bolsillo.
Lo mismo ocurre en mi chimenea. Al cabo de la noche, entre los rescoldos del día suele quedar alguna brasa diminuta que da sus últimos estertores y, si acercas la palma de la mano, todavía percibes el suave calor de la ceniza; pero son los muñones del palo mayor los que, incluso pareciendo completamente inertes, conservan aún la memoria del fuego.
Arrimo, unos a otros, los troncos casi completamente consumidos, con la intención de que compartan sus miedos y sus fantasías, les doy papel o pasto seco, acerco el encendedor a sus entrañas y, en pocos minutos, mi velero de tierra firme despliega sus llamas para comenzar una nueva singladura. Puedo pasarme horas y horas y horas sentado en este barquichuelo de troncos, empuñando las tenazas como caña del timón, rumbo al puerto en el que me esperan quienes me precedieron en la marinería, quienes me enseñaron a acarrear la leña de encina, a apilarla en la leñera, a retazar las taramas, a montar la lumbre y a aparejarla con pucheros, sartenes, parrillas, cuentos, dichos y razones.
"Cuando padre estaba vivo, todos para atrás, todos para atrás; y ahora que padre está muerto, todos para adelante, todos para adelante", decía mi padre cuando las llamas trepaban por el gaznate de la chimenea o las brasas apenas si asomaban entre las cenizas del suelo. Con el tiempo me di cuenta de todo lo que encierra la frase. Con un padre -o una madre, claro- que acarrean suficiente leña para convertir la candela en un volcán, hay que separarse de la lumbre. Pero cuando los padres ya no pueden mantener el fuego, no sólo hay que arrimarse a las brasas para enfrentarse al frío de la ausencia; es necesario dar uno o muchos pasos al frente para que podamos seguir llamando hogar a lo que corre el riesgo de quedarse en una simple vivienda.
La nueva sonrisa
José Joaquín Rodríguez Lara
Dicen que la cara es el espejo del alma. No creo que sea así. En el caso de que exista el alma, entendida en un sentido mucho más amplio que el puramente religioso, hay rostros angelicales tras cuyo azogue se esconden espíritus demoniacos. Así que el presunto espejo no refleja con rigor la realidad.
Y hay muchísimos más demonios con cara de ángel que ángeles con facciones de demonio. Es una opinión personal, no un conteo estadístico, pero estoy convencido de que así es.
El rostro, eso sí, es el pendón, la enseña, de cada ser humano. Nos identifica más que cualquier otro pedazo de nuestro cuerpo. Cada parte de la cara aporta una nota distintiva: la boca, la nariz, los pómulos, la barbilla, la frente... A mí me llaman especialmente la atención los ojos. Son las alhajas de la cara, dos cabujones de ébano, de miel, de esmeralda, de zafiro... Es un tópico poético, una metáfora desgastada por el uso, llamar perlas a los dientes. Las verdaderas joyas del rostro son los ojos, esos ventanales por los que nos llega la luz y se nos van las lágrimas, tinieblas de lluvia y sal, el chaparrón de la tormenta.
A los ojos les hace una dura competencia la sonrisa, ese ajado 'collar de perlas' que se presenta en un estuche de terciopelo carmesí entreabierto, un regalo bien recibido casi en cualquier situación. La sonrisa abre puertas, pero son los ojos -tus ojos- los que alumbran las estancias más oscuras.
Con la pandemia originada por el despliegue universal del SARS-CoV-2, las caras humanas han sufrido un vuelco. La pandemia nos ha borrado la sonrisa; y no sólo en el sentido simbólico de la expresión. Lo ha hecho literalmente. La sonrisa ha sido proscrita, la hemos enterrado en una camisa de fuerza a la que -ironías de la semántica- llamamos mascarilla. No sé si por el IVA, impuesto sobre el valor añadido, hay que joderse, que nos clava el Gobierno o porque amplía la cara con sus gomas, sus telas, sus decoraciones y sus canesús.
Sea como fuere, la Humanidad tardará en echar las 'perlas' al aire para volver a reír, si es que la risa no se extingue por el camino, y los ojos han acentuado su papel protagonista en el centro de nuestras banderas. Además de ocultar la nariz y la boca, las mascarillas se han convertido en los expositores del ébano, del zafiro, de la esmeralda y de las demás piedras preciosas; actúan como peana de los ojos y realzan la belleza de sus gemas. Mirar directamente a los ojos, especialmente en esta tragedia llena de mentiras, no es comportarse con descaro, es saltar sobre la máscara para conectar con la verdad que emana de los cabujones. Los ojos son la sonrisa de la nueva situación.
Metamorfosis
José Joaquín Rodríguez Lara
¿Sabrá el humo
que, antes de que aprendiese a volar
como las mariposas,
fue brasa y leño y brizna de hierba y terrón huérfano
acunado en brazos de la lluvia?
¿Y sabrá la lluvia
que, antes de haber sido
caricia de madre y beso de amante y brazo de amigo,
tan sólo fue humo de agua,
frágil algodón
pastoreado por el viento?
Veleros en la memoria
José Joaquín Rodríguez Lara
Océanos de barbechos
y un horizonte de tractores,
cada uno tocado con su vela de algodón,
navegando los campos
para escribir oleajes de terrones
sobre la piel del suelo.
Bendita sea la inocente memoria
capaz de restaurar
el paisaje de una infancia
devorada por el tiempo.
Elogio del Otoño
José Joaquín Rodríguez Lara
El género de la violencia
José Joaquín Rodríguez Lara
Me asombra la machacona insistencia que se pone actualmente sobre el género, casi tanto como la poca importancia que se le da al sexo. Y esto ocurre en una sociedad que se dice enamorada de lo natural, aunque vive entregada a los brazos de lo artificial.
Lo natural es el sexo, en todas sus facetas. Y sin embargo continuamente se pone el foco sobre el género, sobre lo artificial. Ser mujer u hombre es lo natural, y se manifiesta en los rasgos sexuales primarios y secundarios. Ser masculino o femenina es lo artificial, una jaula y una armadura en la que se archiva a los seres humanos para mantener ordenada a la sociedad. Las personas nacen con el sexo desnudo y, al instante, la sociedad les coloca el disfraz de género.
Tanto las niñas como los niños suelen nacer con el sexo incorporado, aunque en ocasiones los órganos sexuales externos no se correspondan con la inclinación sexual imperante en la psicología de esas personas. Así que, salvo en esos casos, ni los niños ni tampoco las niñas necesitan instrucciones para llegar a ser hombres o mujeres. Sí las precisan, y muchas, para asumir e interpretar los roles que cada comunidad en concreto asigna a sus mujeres y a sus hombres.
Cuando se usa la expresión 'violencia de género' se manipula el idioma. La violencia no forma parte del género. Si así fuese, la mitad de la población, sin excepción, sería violenta y la otra mitad no. Y no ocurre tal cosa. La inmensa mayoría de la población no es violenta. Hay muchos hombres que sí lo son y aprovechan un rasgo sexual secundario, la fuerza, para llevar a cabo sus comportamientos violentos. Pero también hay mujeres violentas y no tienen el porqué ser las más fuertes.
Cuando se habla de violencia de género es siempre refiriéndose a la que ejerce el hombre sobre la mujer. Por ello, la coletilla 'de género' sobra, pues se considera que los hombres monopolizan los comportamientos violentos y, por lo tanto, la expresión no concierne a la mujer. Es mucho más apropiado hablar de violencia machista. O de violencia a secas. La violencia 'feminista', la que ejerce la mujer, no tiene nombre, que yo sepa. Tampoco es denigrada públicamente; no hay minutos de silencio por los hombres asesinados por mujeres. La violencia de la mujer habita en el limbo.
Estoy convencido de que esta distinción idiota, esta 'brecha de género' sin sentido perjudica a las mujeres, pues caracteriza a la violencia como un atributo exclusivamente masculino, casi como un atractivo rasgo varonil, como la fuerza, el vello o la barba.
Y no es así. La violencia no es patrimonio de los hombres ni tampoco de las mujeres. Cualquiera puede recurrir a la violencia en el momento más inesperado. Incluso a la violencia criminal. Sólo cuando a la violencia se la despoje del género, sólo cuando sea reconocida como un problema interno de las personas y no una manifestación de la personalidad de algunos, demasiados, hombres, esta abominable lacra familiar -entendiendo a la familia como la cohabitación de dos o más personas- empezará a ser controlada y reducida.
La desigualdad no se corrige con desigualad. Si quieres una sociedad de iguales, practica la igualdad. Si no lo haces así, no corregirás las injusticias pasadas y estarás abriéndole el camino a las futuras.