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lunes, 11 de septiembre de 2017
miércoles, 30 de agosto de 2017
El pimentón extremeño
José Joaquín Rodríguez Lara
Me encanta el pimentón de La Vera. Es uno de los tesoros que Extremadura le ofrece al mundo.
Una pizca de pimentón verato da sabor; dos pizcas dan color y tres pizcas conservan.
Y lo más asombroso es que siendo por sí mismo una joya gastronómica, el sabor del pimentón de La Vera, tanto si es dulce como si es picante o es agridulce, mejora una barbaridad, pero una barbaridad, cuando se le añade chorizo, se le unta queso, se cubre con unas sopas de ajo, se acompaña con un frite de cabrito, con lomo en vela o con cualquier otra cosita...
El pimentón de La Vera es increíble: admite cualquier acompañamiento. Yo lo he probado hasta con pulpo gallego y, oye, ¡genial! El pimentón.
domingo, 24 de julio de 2016
El higo de Tiberia
José Joaquín Rodríguez Lara
Si usted va a Barcarrota, pregunte por Tiberia. Es el mejor higo de España. Fresco, dulce, jugoso, tierno, rosado... Se deshace en los labios y su sabor no se olvida jamás.
Una vez que se le ha despojado del terciopelo que lo cubre y se abre el fruto con los dedos, el higo de Tiberia se convierte en un manjar. La suntuosidad de su carne es tan digna y apetecible para degustarla con la urgencia de un salto de mata, aprovechando un alto en el camino, como para saborearla con tranquilidad sobre el níveo lino del más remilgado de los banquetes.
Y Barcarrota es su patria. El paraíso del higo de Tiberia. En este pueblo extremeño de 3.600 habitantes, a unos 50 kilómetros al sur de Badajoz, famoso por haber sido la cuna del descubridor Hernando de Soto, por haber conservado emparedada durante 400 años una edición de 'El Lazarillo de Tormes' que nadie conocía, digno de renombre por producir la mejor chacina de porcino ibérico, lugar de peregrinación para honrar los merengues, los hojaldres, las pezuñitas, sultanas y demás pasteles -gloria del azúcar, del huevo y de la harina- que con fuego de leña se hornean en la pastelería de Marabé, en este pueblo que no tiene mar, pero sí conserva un muelle, crecen las higueras de Tiberia, reinas de la lujuria veraniega.
Nadie en el pueblo sabe quién fue Tiberia, pero todos los habitantes de la localidad han probado su higo. Las higueras de Tiberia crecen en las huertas, junto a las regaderas por las que corre el agua de riego. Suelen ser higueras grandes, umbrosas, con aspecto de sabias matronas, pero sólo quienes las distinguen disfrutan con el tesoro que las higueras de Tiberia ocultan bajo su radiante saya verde.
Hay que buscarle el higo entre las ramas, sumergirse en las horcajas y estirar el brazo para apoderarse con delicadeza, con auténtico mimo, sin dañarla, de la breva, que se hace miel al sentir el tacto de los dedos.
La cosecha es corta y dura muy pocos días. Entre junio y julio tiene Tiberia el higo en sazón. Si va a Barcarrota, no lo dude, pregunte por su breva. O mejor pregunte por Gabino, el de la huerta Las Mayas, que en estos días está recogiendo higos y enviándolos a Ávila. El higo de Tiberia tiene muy buen mercado, pues quien lo prueba se queda prendado de él.
Pero si, desgraciadamente, cuando llegue usted a Barcarrota el higo de Tiberia ya se ha pasado y las brevas no están en sazón, no se rinda. Insista y pregunte entonces por el higo de Rey. No es de Tiberia, pero le hace la corte.
Barcarrota debe tener un microclima o un terreno especial para el higo, pues de otro modo no se explica que prosperen con tanta facilidad, prácticamente sin cuidados, estos manjares, de Tiberia, de Rey y de otras variedades que aquí no se incluyen por no alargar la lista nobiliaria de la humilde huerta albarcarroteña.
Ya lo sabe usted, si quiere un buen higo fresco, vaya a Barcarrota. Lo mejor de lo mejor. Se lo aseguro.
Nadie sabe quién fue el Rey de la breva, y de Tiberia sólo se conoce el higo. Hay quien cree que le pusieron ese nombre por ser una fruta digna del triclinium de Tiberio, segundo emperador de Roma. O de una de sus descendientes, si es que alguna de ellas llevó tal nombre.
Pura fantasía. Es bastante más probable que el emperador Tiberio y todos los Tiberio de Roma se llamasen así en honor a los higos de Barcarrota. Y si no me creen, vayan al pueblo y prueben el higo de Tiberia, la de Barcarrota.
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domingo, 19 de octubre de 2014
El cascarón es un manjar y también se come
La gastronomía extremeña está delimitada por unas líneas generales claramente distinguibles. La primera de ellas es, sin duda de ningún tipo, la calidad. En Extremadura se producen muy buenas carnes de razas autóctonas, como el cerdo ibérico, el vacuno retinto, la oveja merina, el cabrito de las cabras retintas y veratas, los gallos y pavos de cortijo y las piezas de caza, tanto mayor como menor.
Si no le gusta la carne, tome pescado. Extremadura dejó su firma en la inmensidad de los océanos, tanto en el Atlántico como en el Pacífico, y surcó los mares con arrojo, así que los extremeños no somos de tierra adentro, somos de una tierra que por ahora no tiene mar, que es cosa muy distinta. Además, tenemos más costas lacustres que muchos países costeros y no sólo adobamos manjares con peces de agua dulce, como la tenca, en Cáceres, la boga, en Badajoz, y la trucha, en el Jerte, sino que hacemos de la necesidad virtud y auténticas maravillas con el bacalao, ese pez que se cría a la humilde sombra de las encinas extremeñas -eso de que lo pescan en Terranova es un cuento- y florece coronado, rey de los fogones, en los recetarios monacales y emperador de los sabores en las mesas domésticas. Cada municipio extremeño debería dedicarle una plaza a la abuela, una calle a la madre y una avenida al bacalao. ¡Qué menos!
Extremadura produce unos quesos maravillosos, tanto de oveja como de cabra, y tiene en la torta -la del Casar de Cáceres y la que se elabora en La Serena- al as de oro de los quesos del mundo. Un queso tan singular que hasta hace muy pocos años no se producía industrialmente, pues nadie sabía el porqué de unos cinchos salían quesos y de otros se desprendían untuosas tortas llenas de misterio y de aromas montaraces.
La torta no sólo es un tesoro culinario, sino que perfila otra de las grandes líneas de la gastronomía extremeña: la naturalidad. Si la cocina no es natural tampoco puede ser extremeña, aunque se cocine en Extremadura. Leche de oveja, cuajo vegetal, de cardo, sal, afán, trabajo y experiencia: con estos ingredientes se elabora el as de oro de los quesos, la torta.
La humildad es otra de las características de la gastronomía extremeña. Un saber culinario que trasforma el pan duro en saludables y nutricias migas, el ajo, el aceite, la sal y el vinagre en gazpachos, de poleo, de ajo blanco, de tomate... Y todo ello en una cocina que no desecha nada, porque donde no hay abundancia nada sobra y porque sabe que hasta con unas simples pencas de acelga o unos garrapatos (judías verdes) y un escabeche se puede preparar un plato suculento.
Mucho antes de que se pusieran de moda palabras como integral y reciclaje, los extremeños sabían que del cerdo, del cordero y del pan se aprovecha todo. ¿Hay algo más integral que una tradicional matanza doméstica extremeña? ¿Cabe mayor reciclaje que cocinar el pan duro? Y no queda ahí la cosa; lo mismo puede hacerse con la torta.
Como usted sabrá, la torta extremeña es un queso prácticamente líquido que se come untándolo en el pan. Cuando toda la crema de la torta se ha consumido y se han arrebañado tanto el fondo como las paredes y la tapa de esta joya culinaria, nos encontramos con una vasija de queso, una especie de fiambrera, vacía. ¡Ay!, hay quien la tira, pero también hay quien la cocina y se la come.
Una vez que la cáscara de la torta está completamente vacía y ha sido despojada de cualquier etiqueta o adorno, se limpia cuidadosamente por fuera, llegando incluso a raspar la corteza si fuese necesario, y se reserva.
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Torta extremeña rellena de risotto. (Imagen publicada por notengothermomix.blogspot.com) |
Dentro del cascarón de la torta se pueden preparar diferentes platos. Por ejemplo, verduras, arroz, jamón, panceta... Para preparar la verdura se elabora un sofrito con ajo, cebolla, pimientos, zanahoria, un poco de tomate sin pepitas ni jugo y cualquier otra hortaliza que tenga a mano. Una vez pochadas, se sazonan las verduras y se le añade un vasito de caldo de ave para que cuezan un poco en él. También se le puede poner una pizca de pimentón de La Vera.
Mientras se termina el sofrito se elabora una bechamel ligera. Se rellena el casco de la torta con las verduras, se cubre con la bechamel y se mete en el horno precalentado para gratinar. Una vez gratinado se saca del horno y se lleva a la mesa, partiendo la torta en cuñas, como si fuese una tarta. Se come todo, el molde y el relleno.
Con una arroz meloso, o con un risotto, se puede hacer prácticamente lo mismo. Una vez que el arroz esté listo se deposita en el cascarón de la torta. Si el arroz está muy caliente derretirá la crema de torta que haya en el interior de la corteza y si no lo está se pone unos minutos en el horno precalentado. Se sirve en cuñas y también se come todo.
A las verduras, e incluso al arroz, se le puede añadir trocitos de jamón o de panceta y preparar con esta mezcla el relleno. También se puede elaborar el relleno con una buena cantidad de trocitos de jamón, que debe conservar algo de tocino, mezclado con piñones y pasas de uvas o de albaricoques sin pepita ni hueso. En este caso hay que tomar la precaución de que el calor del horno no seque demasiado el jamón.
Y ya, en el colmo de los colmos, puede mezclar las láminas de jamón con cerezas del Jerte deshuesas y maceradas en su aguardiante. Sea valiente y añádale unas virutas de chocolate negro lo más puro posible. Cuidado con el horno.
Las migas del plato
Primero.- La torta original es la del Casar de Cáceres, pero la torta de La Serena también tiene una calidad excelente. En una cata a ciegas hay que ser un experto para distinguirlas.
Segundo.- Una vez que la corteza de la torta está vacía, y ha sido despojada de cualquier adherencia, puede conservarse en el frigorífico algunos días antes de cocinarla.
Tercero.- A la torta le va bien el pan tostado y los vinos blancos, secos y potentes, que no apaguen los sabores del queso, sino que los realcen.
Buen provecho.
José Joaquín Rodríguez Lara
lunes, 13 de octubre de 2014
Galletas de morcilla
Este es un plato muy fácil de cocinar debido a que todos sus ingredientes se compran ya preparados. Además, requiere muy poca elaboración. Y, por si fuera poco lo anteriormente dicho, encima es apetitoso y puede utilizarse como entrante e incluso como tapa.
Para preparar las galletas de morcilla se necesita morcilla, queso de cabra y rebanadas finas de pan tostado. La morcilla puede ser de arroz o de cebolla, pero debe ser gruesa. En función de que se pretenda preparar unas tapas o un entrante se necesitará más o menos cantidad de cada ingrediente.
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Pan tostado industrial. (Imagen publicada por es.dreamstime.com) |
El pan puede tostarse en casa o comprarse ya tostado. En este caso es preferible elegir el que se presenta cortado en círculos. Se distribuyen las rebanadas de pan tostado sobre una bandeja u otra superficie plana.
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Rodajas de morcilla de arroz. (Foto publicada por cocinayrecetas.hola.com) |
La morcilla se corta en rodajas de, aproximadamente, un centímetro de grosor. Al embutido se le quita la piel y se coloca una rodaja de morcilla sobre cada rebanada de pan.
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Queso de cabra en rulo. (Imagen publicada por food-and-cook.blogs.elle.es) |
El queso debe ser de pasta blanda y elaborado en formato cilíndrico. El rulo de queso debe tener un diámetro inferior al del pan y al de la morcilla. Se cortan rodajas de queso y se deposita una sobre cada rodaja de morcilla colocada encima de las rebanadas de pan.
A continuación se cortan más rodajas de morcilla y se coloca una sobre cada rodaja de queso, apretando un poco para que las cuatro piezas de la galleta se unan levemente.
El siguiente paso es colocar las galletas sobre una bandeja de horno, cubrirlas con una hoja de papel de aluminio o especial para hornear y colocar la bandeja en el horno, que debe estar precalentado a 180º.
La bandeja debe recibir el calor tanto por abajo como por arriba, pero no debe situarse muy cerca del fuego. La cocción de las galletas durará entre tres y cinco minutos, en función de la temperatura a la que estén tanto la morcilla como el queso.
Pasado este tiempo, se sacan las galletas, se colocan sobre una fuente y... a disfrutar.
Las migas del plato
Primero.- Aunque puedan parecerlo, las galletas de morcilla no son galletas oreo, así que no intente abrirlas para lamer el queso y, por lo que más quiera, no las meta en un tazón con leche.
Segundo.- Si no le gusta el queso de cabra o no lo tiene a mano, puede sustituirlo por queso de oveja o incluso de vaca, pero procure que sean quesos de pasta blanda, cremosos y naturales. No queso fundido. La torta extremeña, de oveja, tanto si es del Casar de Cáceres como si es de La Serena (Badajoz) es un manjar por sí misma y no necesita emparedarse entre rodajas de morcilla, pero si a usted le gusta...
Tercero.- Una vez que las galletas estén fuera del horno, puede depositar sobre la última rodaja de morcilla una cucharadita, de las de moca, de mermelada de fresa, de tomate, de naranja amarga, de melocotón, de frambuesa, etcétera. El colorido de la mermelada le dará más vistosidad al plato y el contraste de sabores alegrará el paladar.
Cuarto.- Si en vez de hornear las galletas decide freírlas, como fruta de sartén, debe hacerlo en aceite muy caliente. En este caso el pan tostado no se fríe y las galletas fritas se colocan sobre las rebanadas una vez retiradas de la sartén. Y a continuación, si lo desea, se le pone la mermelada.
Quinto.- No es buena idea cocinar las galletas en el microondas, pues se cuecen al vapor, pero usted verá.
Buen provecho.
José Joaquín Rodríguez Lara
viernes, 12 de septiembre de 2014
Flautines de jamón con alma
Si no tiene usted alma ni tampoco un buen jamón ibérico de bellota no intente preparar este plato, pues fracasará. El ingrediente esencial de los flautines de jamón con alma, el alma de los flautines, es el pan, un buen pan de trigo, asentado y consistente.
Corte el pan a lo ancho en rebanadas de un dedo de grosor. Parta las rebanadas en bastoncillos, como si fuesen patatas para freír a gallos, es decir, a gajos.
Deseche aquellos gajos que no muestren suficiente consistencia o tengan demasiada corteza y fría ligeramente los demás en aceite de girasol bien caliente. Sáquelos del aceite y póngalos sobre papel absorbente para que escurran.

Loncha de jamón ibérico de bellota cortada para flautín.
(Foto publicada por myspanishinspain.wordpress.com)
Corte lonchas finas de jamón ibérico de bellota en trozos de cinco a diez centímetros de largo. Una vez que los gajos de pan frito estén secos y fríos, envuelva cada uno de ellos con una o varias lonchas de jamón y coloque cada pieza en el centro de un plato grande, a ser posible redondo, formando un cono, con la boca más ancha de los flautines mirando hacia los comensales.
Rodee ese cono con lonchas de jamón más pequeñas, a modo de partituras, y el plato ya estará listo para presentarlo en la mesa.

(Foto publicada por myspanishinspain.wordpress.com)
Las migas del plato
Primero.- No se sorprenda si los comensales observan con asombro los flautines.
Segundo.- No se asombre si lo primero que se acaba de cada plato son las lonchas, las partituras que rodean a los flautines.
Tercero.- Considere vacío al plato en el que se hayan acabado las partituras y retírelo, aunque aún queden en él flautines sin tocar.
Buen provecho.
José Joaquín Rodríguez Lara
Almóndigas de liebre bien 'galgueá'
Para preparar este plato lo primero que se necesita es una liebre cogida a diente, que no es lo mismo que una libre cocida al dente, como si fuese un macarrón. Una vez que tenemos la liebre se le miran las patas de atrás para comprobar si está empiolada; es decir si, tan pronto como la tuvo en sus manos, el cazador le anudó los tendones de las extremidades posteriores para transportarla más cómodamente y si tiene el cuerpo bien estirado y rígido.
Estas tres circunstancias -que la liebre fuera empiolada en caliente, que el cuerpo del lagomorfo esté bien estirado, con las patas delanteras y las orejas caídas hacia la cabeza y que sus carnes estén rígidas en esa postura- indican que el animal fue cazado a diente, con perros, lebreles casi con total seguridad, por un galguero, que la llevó en la mano y no dentro de una buzarca o de cualquier otra mochila por tener los dedos ocupados con la escopeta.

Liebre, galgo y galguero.
(Fotografía publicada por noblegalgo.blogspot.com)
La liebre de galgos es como la merluza de pincho: mucho mejor que la abatida por un disparo. La liebre de perro se jugó la vida en un cara a cara con el lebrel y seguramente había sobrevivido a otras carreras, en las que se le asentaron las carnes y se le destiló la adrenalina, si es una liebre bien galgueada. La liebre de escopeta, en cambio, no tuvo la oportunidad de correr ni, por lo tanto, de defenderse. Cayó como un saco bajo el estruendo de la pólvora y lo más probable es que tenga todo el cuerpo molido y, especialmente las nalgas, agujereado por los perdigones de plomo.
No alcanza la calidad de la liebre de galgo, por falta de ejercicio, aunque se le acerca mucho, la que ha sido abatida con aves rapaces o con flecha, y se parece mucho a la liebre de escopeta la que perdió la vida bajo un garrotazo o fue atropellada en la carretera.
Una vez que tenemos en nuestro poder una liebre digna de semejante nombre -a las medias liebres hay que dejarlas crecer-, se la desuella, se la eviscera y se la deja colgada uno o dos días en un sitio fresco y seco.
Pasado ese tiempo se cuartea la liebre y se apartan las mazas, las paletillas y los lomos. Con el resto del animal, incluida la cabeza se puede preparar un maravilloso arroz de liebre.
Se deshuesan con pulcritud las extremidades y los lomos y se pican en trocitos muy pequeños. Si la liebre tenía un tamaño aceptable habremos conseguido aproximadamente tres cuartos de kilo de carne magra de liebre para preparar las albóndigas.
A la carne se le añaden un par de dientes de ajo picados muy finamente, una ramitas de perejil también muy bien picado, sal, pimienta molida, un poco de pan rayado y tocino de cerdo ibérico. La adición de tocino es imprescindible, pues la carne de liebre casi no tiene grasa; el tocino compensará esa carencia y nos permitirá darle forma a las almóndigas. Si compramos el tocino en la carnicería podemos pedirle al carnicero que nos lo pique en la misma máquina con la que pica la carne para almóndigas. La cantidad de tocino puede variar, pero no conviene abusar de la grasa; cinco partes de carne por una de tocino es una proporción razonable.
Cuando la carne y los demás ingredientes han sido mezclados en un cazuelo tipo bol, u otra vasija honda y de boca ancha, se le añade uno o dos huevos batidos y se vuelve a mezclar todo. El número de huevos depende de la cantidad de masa que tengamos, pues esta no debe quedar tan blanda que sea imposible hacer bolas con ella, ni tan dura que las bolas estén completamente secas.
La masa se tapa con un paño y se deja reposar en un lugar frío, seco y oscuro para que tome bien el aroma y el sabor de los aliños.
Pasadas un par de horas, utilizando cucharas, la masa se divide en porciones con las que se moldean las albóndigas, cuyo grosor no debe superar al huevo de paloma.
Cuando ya están moldeadas todas las almóndigas se espolvorean con perejil picado muy fino, se pasan por huevo y pan rayado, por este orden, y se fríen durante unos instantes en aceite de oliva virgen extra bien caliente.

Albóndigas de liebre en salsa. (Imagen publicada por www.obejo.es)
Las almóndigas de liebre bien 'galgueá' pueden consumirse simplemente fritas, pero también mezcladas con una salsa de tomate frito o con una salsa de carne, además de como ingredientes de sopas, como acompañamiento de arroz, de pasta o de otros alimentos.

(Fotografía publicada por noblegalgo.blogspot.com)

La migas del plato
Primero.- A la liebre abatida de un disparo hay que buscarle y quitarle uno por uno todos los perdigones de la munición, tanto si se prepararán albóndigas con ella como si va a ser disecada.
Segundo.- Pegarle un tiro a una liebre / debía estar condenao. / A una liebre se la avasalla / con dos perros acolleraos / y si se va que se vaya, cantaba el marqués de Porrinas, de Badajoz, que como buen gitano sabía lo que era una liebre de galgo.
Tercero.- En el sitio menos esperado salta la liebre, pero las del llano son mayores y mejores que las de sierra, porque campean más y, en general, hacen más ejercicio.
Cuarto.- Para hacer almóndigas o para lo que sea, no hay mejor liebre que la que caza uno mismo.
Buen provecho.
José Joaquín Rodríguez Lara
lunes, 26 de mayo de 2014
Calabacín a la carrera con huevo
Hace cuarenta años que no pruebo este plato, pero su sabor aún me impregna el paladar con muy gratos recuerdos. La receta es de mi hermano Antonio; la creó un caluroso día de junio en Badajoz (Unión Europea).
Nuestro padre estaba entonces trabajando en Alemania, nuestra madre y nuestras hermanas vivían en Barcarrota, yo estudiaba periodismo en Madrid y mis hermanos Antonio y Servando, que habían dejado los estudios, se preparaban para la vida laboral, en Badajoz. Se alojaban en una casita que había alquilado mi madre en una barriada periférica pacense. La calle no tenía nombre propio. Se llamaba 'traseras de la calle Linares' y sólo tenía una acera, pues las casas que hay actualmente en uno de sus costados aún no existían. Las 'traseras de la calle Linares' tenían casas a un lado y el horizonte de los campos de cultivo al otro.
Yo pasaba unos días con mis hermanos en aquella casa y conmigo estaba mi amigo Juan José, que se encontraba de visita en la capital pacense. Llegó la hora de la comida, abrimos el frigorífico y sólo había un huevo. Nada más. Ni carne, ni pescado, ni sopa, ni queso, ni fiambres... Aquel día ni siquiera había pan en la casa. Sólo un huevo de gallina, mondo y lirondo, para cuatro personas.
Ni corto ni perezoso, mi hermano Antonio salió a la calle, miró a un lado y al otro de la acera para cerciorarse de que no había vecinos en la costa, cruzó la tierra playera apisonada por los vehículos y se metió en el mar verdeamarillo del sembrado: un campo de calabazas. Sin perder ni un segundo arrancó los dos o tres calabacines que le cayeron más a mano, se los puso bajo el brazo y a la carrera regresó a la vivienda.
Al verle correr desbocado hacia el umbral, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante y los calabacines bajo los brazos, es fácil suponer que parecería un jugador de rugby lanzado hacia la línea de ensayo, pero no; yo lo recuerdo más como un avión de caza lanzándose en picado, cargado de bombas, contra un objetivo: el buen apetito de nuestros 16/18 años.

El calabacín es una calabaza que aún no ha madurado,
por lo que es más tierno que su hermana mayor.
(Imagen publicada por
hogar-y-jardin.practicopedia.lainformacion.com)
Ya en la cocina, lavamos los calabacines para quitarles el polvo, los pelamos, los troceamos y los pusimos al fuego en un perol con un chorro de aceite, un diente de ajo y un poco de sal. Cuando la hortaliza estaba casi sofrita, mi hermano batió el único huevo que había en el frigorífico y se lo añadió, removiendo a continuación el contenido del perol.
Con aquel plato comimos ese día cuatro personas. Estaba tan apetitoso que no sobró ni una migaja. Yo lo recuerdo como un manjar.

por lo que es más tierno que su hermana mayor.
(Imagen publicada por
hogar-y-jardin.practicopedia.lainformacion.com)
Las migas del plato
Primero.- Para que este plato salga bien hay que tener cerca un campo de calabacines propiedad de una persona ajena a los comensales, pues de lo contrario el plato que, no lo olvidemos, se llama calabacín a la carrera, se desvirtúa. Si los calabacines están lejos, se gastará más energía corriendo que la repuesta al comerlos, con lo que perderemos en la operación. Y si no hubiese necesidad de correr porque el sembrado fuese tuyo o de un amigo, el plato ya no podría llamarse a la carrera.
Segundo.- Es importante que antes de cocinar este plato se tenga hambre y no haya otra cosa para comer, pues de lo contrario la receta pierde mucho.
Tercero.- La cantidad de calabacín que lleva el plato es opcional y depende de la capacidad de acarreo que tenga el cocinero, pero es importante controlar el ingrediente proteínico de la receta. De huevos, los justos; ni uno más, ni uno menos. Si no le pones huevos, el plato no sale adelante, y si te pasas echándole huevos, tendrás tantos calabacines ajenos que sólo comerás calabacín.
Buen provecho.
José Joaquín Rodríguez Lara
jueves, 13 de marzo de 2014
El arte de esparragar
José Joaquín Rodríguez Lara
Reúne el espárrago dos virtudes difíciles de encontrar en una misma verdura: es un deleite para el paladar y una diversión para quien lo recolecta. Me refiero, lógicamente, al espárrago silvestre, tan precursor de la primavera como el celo de los pájaros, la flor amarilla del jaramago o la cartelería de El Corte Inglés.
Tres cosas necesita el espárrago salvaje para prosperar: lluvia, sol y soledad. Y las tres son imprescindibles. El terreno debe tener cierto grado de humedad, la temperatura debe ser primaveral y la esparraguera debe estar al resguardo de miradas codiciosas, tanto si son de animales ramoneadores como si son de personas merodeadoras, pues, de lo contrario, el espárrago terminará en el buche de alguien.
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Espárragos negros en su esparraguera. (Imagen publicada por cocinaconana.com) |
Aunque al espárrago silvestre se le suele denominar triguero, no todos lo son; hay distintas variedades. Y los que menos abundan son precisamente los trigueros, que no crecen con el favor del trigo, sino a pesar del trigo y de otros cultivos cerealistas. Las rejas de los arados con los que se siembra el cereal eliminan cualquier forma de maleza sobre la que pasan, así que de su ira sólo se salvan las esparragueras que crecen junto al troncón de una encina, contra una piedra o al lado de una pared, lugares hasta los que el arado no puede arrimar el filo de sus uñas. Si entre las cañas del cereal emerge un espárrago es porque el arado no terminó con la raíz de la esparraguera y brota reclamando su derecho a la existencia.
Los espárragos que crecen al borde del cereal suelen ser negros, no muy grandes ni tampoco gruesos. Pero en lugares cercanos, separados en ocasiones por una simple alambrada, con el mismo tipo de terreno y de clima, pueden crecer, y de hecho crecen, otros espárragos igualmente negros y más gruesos.
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Manojos de espárragos verdes. (Imagen publicada por cazadoresdebolets.wordpress.com) |
También hay espárragos verdes en la totalidad de su tallo. Estos suelen alcanzar más altura pues, además de la protección que les brindan sus esparragueras, cuentan con el cobijo de zarzas o de matorrales de otro tipo. Son verdes porque casi no les llega el sol y, por esa misma razón, al crecer para buscar la luz, suelen ser más largos, superando en ocasiones hasta los dos metros de altura.
Espárragos silvestres blancos en su esparraguera. (Imagen publicada por rodriguezmonte.blogspot.com) |
Hay otros espárragos silvestres a los que se denomina blancos, que son de color verde muy claro. Son los brotes de las esparragueras llamadas blancas, por contraposición a las otras, más oscuras, aunque presentan un color ceniciento. Las esparragueras blancas crecen en terrenos no cultivables, suelen ser más bajas y compactas que las negras, se ramifican muchísimo, con un diseño muy intrincado, y tienen pinchos muy duros, grandes y afilados, todo lo cual dificulta la recolección de sus espárragos. Protegen con celo sus brotes -que ese es el significado primigenio de la palabra espárrago-, pero son muy generosas con quien busca espárragos. En las esparragueras negras suele haber cuatro o cinco espárragos como máximo; en cambio en las blancas no resulta extraño encontrar hasta ocho y diez.
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Espárragos de caña. Su nombre científico es Tamus communis. (Imagen publicada por aztekium.blogspot.com) |
De todos los espárragos silvestres, el más singular es el espárrago de caña. Se trata de una especie completamente distinta a las citadas hasta ahora. El espárrago de caña es una enredadera que crece entre zarzales u otras plantas a las que se agarra para trepar y carece de esparraguera. Tienen un característico sabor amargo y quienes lo aprecian no lo cambian ni por los espárragos trigueros ni por los blancos ni mucho menos por los espárragos de huerta. Los frutos del espárrago de caña son unas bayas rojas y son tóxicos, lo mismo que su raíz, que es un bulbo de gran tamaño.
Con los espárragos negros y con los blancos se forman manojos cilíndricos, a los que se denomina botas, como a los toneles para vino, cuando el manojo es muy grande; botas que el esparraguero lleva con las cabezas de los brotes hacia arriba. Con los espárragos de caña se forman manojos, pocas veces botas, que los esparragueros llevan con las cabezas hacia abajo, pues el tallo del espárrago de caña no tiene suficiente consistencia para mantenerse enhiesto.
Una buena bota de espárragos silvestres verdes. (Imagen publicada por lacomunidad.elpais.com) |
Quien salga a recoger espárragos debe ir preparado para dar largas caminatas, por lugares que no pocas veces entrañan dificultades para el caminante, y estar convencido de que será difícil que no sufra pinchazos en las manos. Es casi imprescindible llevar una navaja o cuchillo pequeño para cortar los espárragos. Salir a buscar espárragos llevando bastón o el clásico cayado del caminante puede resultar más un engorro que una ayuda. Es mejor vestir un pantalón largo, de tela gruesa y fuerte, como unos vaqueros, y un calzado también sólido, preferiblemente botas, pues no pocas veces hay que meter la pierna en la esparraguera para llegar al espárrago.
La recolección de espárragos silvestres invita a madrugar, endurece las piernas y las manos, agiliza la vista y predispone al orden. Aunque no estén marcados los senderos, los recolectores de espárragos suelen realizar casi siempre los mismos recorridos, así que si no se madruga, alguien puede ir por delante y despojando a las esparragueras de sus brotes tiernos. Cuando ocurre esto es mejor desistir y buscar otra ruta.
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Sensacional bota de espárragos de caña. (Imagen publicada por zorrocorredero.blogspot.com.es) |
Lo primero que se suele ver del espárrago es la cabezuela. Una vez identificada, se busca la base del tallo y se corta, extrayéndolo de la esparraguera con delicadeza para que no se descabece, ya que el ápice es la parte más tierna y apreciada del espárrago. Mientras se realiza esta operación, la vista debe estar ya posada sobre la esparraguera que se inspeccionará a continuación. Y para que la operación cunda debe hacerse con orden y lógica, para no dar pasos sin fundamento ni dejar espárragos sin recoger.
Esparragar es un arte y tiene cierto parecido con el oficio de escribir. Hay que zambullirse en la frondosidad del lenguaje para buscar las palabras adecuadas, las que no han perdido terneza ni están espigadas; es necesario colocarlas con mimo en el manojo, sin atropellarlas ni dejarse letras atrás. Hay que caminar mucho para formar un buen manojo de frases y asumir que los pinchazos serán prácticamente inevitables y mucho más dolorosos que los sufridos en las manos. Y todo ello debe hacerse con el orden y la pulcritud que el arte de esparragar le exige a quien escribe.
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lunes, 27 de enero de 2014
Conejo de cazador
Este es un plato sencillo, apetitoso, sano y nada caro si ya se practica la caza, que es una actividad relativamente cara. Se empieza cazando, desollando, limpiando y troceando un conejo de campo. Se aparta el hígado y, con mucha precaución para no romperla, se le quita la bolsa biliar.
Se cubre el fondo de una olla o cacerola suficientemente grande con tres o cuatro cucharadas de un buen aceite de oliva y se fríe en ella una hoja de laurel y dos o tres dientes de ajo, enteros y sin pelar, ligeramente aplastados.
Cuando los ajos empiecen a dorarse se sacan del aceite, se pelan y se reservan en un mortero. En el mismo aceite se fríe un puñadito de almendras crudas, unas doce, a las que se habrá escaldado en agua hirviendo para quitarle la piel. Cuando empiecen a estar doraditas se retiran y se reservan en el mismo mortero que los ajos. Se fríe entonces el hígado. Cuando esté suficientemente frito el interior se retira y se reserva en el mortero. También en el mismo aceite se fríe una rebanada de pan seco. Una vez frita, se retira y se reserva en el mortero.
Se sala el conejo y se rehoga en el aceite sobrante. Cuando las presas estén doradas se le añade un vasito de vino blanco y, una vez que se haya evaporado el alcohol, otro de agua.

Carne de conejo, ajo, sal, agua, aceite, vino blanco,
un mortero... (Imagen bajada de Internet)
Los ajos, las almendras, el hígado y el pan frito se machacan en el mortero con un poquito de sal gruesa. La pasta resultante se le añade a la carne. Los restos que queden en el mortero se deslíen con otro vasito de agua que también se le añade al conejo.
Antes de que el agua comience a hervir se prueba y se rectifica de sal, si es necesario. A partir de este paso se tapa la vasija y se deja que cueza el conejo a fuego moderado hasta que esté tierno. Es importante controlar el nivel del caldo para que ni se queme la carne ni la salsa quede demasiado líquida. Al contrario, es preferible que espese.
El plato se sirve caliente, colocando en cada uno varias presas, una cucharada de salsa y, como adorno, un poco de pan frito o tostado y unas ramitas de plantas aromáticas, como tomillo, romero, etcétera.
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Carne de conejo, ajo, sal, agua, aceite, vino blanco, un mortero... (Imagen bajada de Internet) |
Las migas del plato
Primero.- La carne de conejo de campo tiene un sabor montaraz al que difícilmente llegará un conejo casero, salvo que haya vivido y se haya alimentado en las mismas condiciones. Si el plato se prepara con carne de conejo casero es conveniente cocerlo con un manojillo de plantas aromáticas de monte; el aderezo no convertirá a la carne de conejo enjaulado en conejo silvestre, pero le dará un aire.
Segundo.- En lugar del mortero se puede utilizar una batidora, pero no conviene moler en exceso la mezcla.
Tercero.- A este planto le viene bien acompañarlo con un tinto de la cepa tempranillo, mucho más agreste que la mayoría de los caldos en boga.
Cuarto.- Esta es una receta de primer curso de cazador manitas. Aunque se sea muy buen cazador, en los tiempos que corren será difícil lograr el aprobado de la familia, pero saber cazar y cocinar bien lo que se caza predispone al sobresaliente. Sin discusión.
Buen provecho.
José Joaquín Rodríguez Lara
domingo, 12 de enero de 2014
Arroz con manitas de cerdo
El arroz es uno de los alimentos que merece ser declarado patrimonio de la humanidad y, sin embargo, pocos son los municipios que, al menos, le han dedicado una calle, una plaza o un paseo, mientras que la violeta, el cinamomo, el laurel y hasta la cicuta tienen asiento en el callejero.
Sin trigo, sin patatas y sin arroz el mundo no sería lo que es y la gastronomía perdería muchas de sus joyas: el pan, la repostería, la tortilla de patatas, la paella, el arroz con bacalao, el arroz con...
Con cualquier cosa, pues la verdad es que el arroz cuenta con un amplísimo recetario y admite preparaciones muy diversas. Aquí voy a cocinar un arroz con manitas de cerdo. Es un plato fácil de preparar, no es caro, resulta muy apetitoso y es muy completo.
Se empieza poniendo al fuego una olla honda -puede ser una olla a presión- cuyo fondo se habrá cubierto con unas cucharadas de un buen aceite de oliva. En ese aceite se fríen un par de dientes de ajo, enteros y sin pelar, pero aplastados con el cuchillo, y una hoja de laurel. Cuando el ajo empiece a dorarse se retira del aceite y se hace lo mismo con el laurel.
Se depositan entonces en la olla las manitas de cerdo cortadas en cuartos. La cantidad depende lógicamente de su tamaño y del número de comensales. Se revuelven las manitas para que se doren en el aceite y cuando ya estén doradas se le añade un vaso de vino blanco.
Una vez que se haya evaporado el alcohol se cubren las manitas con agua, y al caldo resultante se le añaden media docena de granos de pimienta negra entera, unos cascos de cebolla, una ramita de apio y una zanahoria. Se aviva el fuego y se deja que las manitas se cuezan y ablanden.

Manitas listas para ser cocinadas. (Imagen publicada por www.frescoszaragoza.com)
En otra olla se hace un sofrito con dos dientes de ajo, una cebolla, un par de puerros, pimiento verde, pimiento rojo, un par de zanahorias, unas vainas de judías verdes y un tomate sin jugo ni pepitas. Todo ello picado muy finamente.
Las verduras se sazonan y se sofríen, a fuego suave, en la menor cantidad posible de aceite. Si a algún comensal no le agrada encontrase los trocitos de verdura mezclados con el arroz, cuando el sofrito este listo puede molerse con la batidora.
En cualquier caso, para cuatro comensales, al sofrito se le añade una taza de arroz de tipo bomba, que es el que absorbe mejor los sabores, y se mezcla todo muy bien, a fuego suave.
Si el sofrito se ha hecho en un perol o en una olla que tengan suficiente capacidad, sin retirarla del fuego, a la mezcla de sofrito y arroz se le empieza a añadir cucharones del caldo en el que se están cociendo las manitas. Es conveniente poner sobre el sofrito un colador y pasar el caldo por él, para asegurarse de que no le añadimos a la preparación huesecillos ni otras partículas desprendidas de las manitas.
La cantidad de caldo que se añada al arroz dependerá de si se prefiere que esté más caldoso o menos. Mientras se cuece el arroz se rectifica de sal y se pinchan las manitas con un tenedor para comprobar si están blandas. Una vez que las manitas alcancen la textura deseada se sacan del caldo, se escurren, se deshuesan y se le añaden al arroz.
Unos minutos antes de que el arroz esté listo se espolvorea por encima con perejil picado.
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Manitas listas para ser cocinadas. (Imagen publicada por www.frescoszaragoza.com) |
Las migas del plato
Primero.- El arroz con manitas de cerdo puede ser plato único, pero si se prefiere que tenga más consistencia proteínica, además de las manitas se le puede añadir un codillo de cerdo, que se cocerá con las manitas y se deshuesará antes de llevarlo a la mesa.
Segundo.- El vino que se emplee en la cocción de las manitas debería ser el mismo que se vaya a servir en la mesa para acompañar el plato, pues así nos aseguraremos de que en la cocina también utilizamos un vino bebible.
Tercero.- En el caso de que la carne del codillo vaya a tomarse como segundo plato, hay que tener muy en cuenta el número de comensales.
Cuarto.- Si no tiene usted alguna de las verduras mencionadas en la preparación de este plato o tiene otras no mencionadas y quiere utilizarlas para cocinar este arroz, hágalo. Esto no es un recetario de cocina, esto es una experiencia gastronómica; o religiosa, que diría aquel.
Buen provecho.
Cuarto.- Si no tiene usted alguna de las verduras mencionadas en la preparación de este plato o tiene otras no mencionadas y quiere utilizarlas para cocinar este arroz, hágalo. Esto no es un recetario de cocina, esto es una experiencia gastronómica; o religiosa, que diría aquel.
José Joaquín Rodríguez Lara
miércoles, 4 de diciembre de 2013
O un pedro ximénez
Hay al menos un ingrediente que no puede faltar en una cocina. No es el aceite de oliva ni el ajo ni la sal; tampoco es el menaje y ni siquiera se trata del fuego. Es un ingrediente contradictorio, pues resulta barato pero tampoco abunda. Se llama imaginación.
Sin una pizca de imaginación, millones de madres y de padres no podrían alimentar a sus hijos y la humanidad se habría extinguido hace varios milenios.
La imaginación se utiliza mucho para complicar las cosas sencillas y entonces se la confunde con la fantasía, que es un aliño diferente y resulta muy apreciado en las cocinas de alto standing, o de standing normal pero televisado. Lo mejor de la imaginación es que convierte en fáciles las cosas complicadas y entonces el común de los mortales no la llaman imaginación, sino destreza, maña, experiencia y hasta chiripa.
Con fantasía se puede componer un menú fantástico, y con imaginación es posible confeccionar un fantástico menú, una comida sencilla de preparar, barata, nutritiva, sana y apetitosa. Hay muchos ejemplos, pero sólo voy a poner uno.
Ponga al fuego un recipiente hondo lleno de agua en tres cuartas partes de su capacidad. Añádale al agua una hoja de laurel, un trozo de apio y unos cascos de cebolla. Pele cuatro o cinco langostinos frescos por comensal y deposite en el recipiente las cabezas y los demás residuos resultantes de limpiar el marisco que, una vez descortezado, reservará en un plato.
Pele ocho o diez dientes de ajo y córtelos en láminas. Lave un pimiento verde, una cebolleta grusa, un par de zanahorias, un puerro, y doce o más vainas de judías verdes. Pique cada uno de estos ingredientes en trozos pequeños. Lave también una hoja de laurel.
Ponga al fuego un recipiente de boca amplia con dos o tres cucharadas de un buen aceite de oliva. Cuando el aceite empiece a templarse, añádale, por este orden, el laurel, las láminas de un par de dientes de ajo, la cebolleta, la zanahoria, las judías verdes, el pimiento y un poco de sal. Remueva con una paleta de madera y sofría a fuego moderado.
Una vez que la cebolla haya alcanzado el estado de transparencia, ponga en el recipiente carne de magro de cerdo ibérico cortada en dados no muy grandes. Remueva hasta que la carne cambie de color y muestre signos de que empieza a cocinarse. Añádale un tazón o más de guisantes, frescos o congelados, y una cantidad similar de espárragos silvestres. Si son frescos, mejor, pero también valen los congelados.
Dele un vistazo al recipiente en el que se están cociendo las cabezas de los langostinos y, si lo considera necesario, retire la espuma con la espumadera.

Copa de pedro ximénez. (Imagen bajada de Internet)
Vierta sobre la carne de cerdo y las verduras que está rehogando medio vaso de vino blanco y suba la potencia del fuego sin dejar de remover. Una vez que el alcohol del vino se haya evaporado, añada media taza del clásico arroz bomba por comensal y remueva para que el grano absorba los sabores de las hortalizas, del vino y de la carne. A continuación, ponga agua en el recipiente hasta alcanzar tres cuartas partes de su capacidad. Antes de que el caldo resultante empiece a hervir, pruébelo y rectifique la cantidad de sal si fuese necesario. Una vez que se haya iniciado la ebullición, vaya bajando paulatinamente la intensidad del fuego, que deberá ser mínima cuando el arroz ya esté casi cocido.
Dele otro vistazo a las cabezas de langostinos y retire el recipiente del fuego, pues el caldo de marisco ya estará listo. Aproveche el calor de ese mismo hornillo para calentar medio dedo de aceite de oliva en una sartén amplia. Eche en el aceite dos o tres cayenas pequeñas, pero visibles y controlables, y fría en ese aceite el resto del ajo laminado. Retírelo cuando empiece a dorarse y resérvelo mientras continúa friendo las cayenas en el aceite.
Ponga en esa sarten los langostinos limpios que había reservado y cocínelos durante un par de minutos, vuelta y vuelta. Retírelos y resérvelos en una fuente.
Casque uno o dos huevos por comensal y fríalos en el mismo aceite en el que ha cocinado los langostinos. Retire y tire las cayenas, ponga los huevos fritos en la fuente con los langostinos, añada las láminas de ajo frito y, si lo considera oportuno, una o dos cucharadas del aceite que haya quedado en la sartén.
Pruebe el arroz con magro de ibérico y verduritas y, si está en su punto, retírelo del fuego y llévelo a la mesa, en la que debe haber pan tierno para mojar en los huevos.
Tanto el arroz como los huevos con langostinos pueden acompañarse con una copa de vino varietal; preferiblemente un buen blanco.
El postre de este sencillo menú puede consistir en fruta del tiempo, en una jícara de chocolate negro y hasta en una copa de pedro ximénez o un oporto dulce.
Sin una pizca de imaginación, millones de madres y de padres no podrían alimentar a sus hijos y la humanidad se habría extinguido hace varios milenios.

Las migas del plato
Primero.- El magro debe ser de cerdo ibérico, pues su sabor es incomparablemente mejor que el de cualquier otra especie porcina.
Segundo.- En lugar de langostinos frescos pueden utilizarse langostinos congelados, incluso ya pelados, o gambas igualmente peladas y congeladas. Los productos congelados no alcanzan el buen sabor de los frescos, pero pueden resultar más asequibles y dan menos trabajo. Eso sí, en el caso de utilizar marisco congelado es necesario esperar a que se descongele, hay que lavarlo en el chorro del grifo y escurrirlo bien, pues de no hacerlo así soltarán agua en la sartén, el aceite se convertirá en un caldo y en vez de freírse se cocerá.
Tercero.- Para comprobar el grado de picante adquirido por el aceite en el que se fríe la cayena puede poner en la sartén un trozo de pan y probarlo. No se limite a morderlo, cómaselo pues el picor es más intenso en el retrogusto.
Cuarto.- Una vez que esté frío, el caldo de cocer las cabezas de los langostinos o las gambas se cuela y se guarda para cocinar otro día un arroz o unos fideos gordos.
Buen provecho.
José Joaquín Rodríguez Lara
lunes, 28 de octubre de 2013
El primer cocinero
José Joaquín Rodríguez Lara
'Cocinar hizo al hombre', tituló uno de sus libros (Barcelona, Editorial Tusquets, 1979), el farmacéutico, biólogo y antropólogo Faustino Cordón Bonet, que nació en Madrid, pero tuvo una interesante vinculación con Extremadura; su padre era de Fregenal de la Sierra y él mismo residió durante su infancia en el sur de la región.
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Faustino Cordón Bonet. (Fotografía bajada de Internet) |
En esa obra, la más divulgativa de todas las que recogen su pensamiento, el notable científico expone el proceso evolutivo de los homínidos y el salto cualitativo, tanto nutricional como cultural, que supuso para la humanización el hecho de cocinar los alimentos.
La inmensa mayoría de los animales silvestres, desde los herbívoros hasta los carnívoros, pasando por los insectívoros, ictiófagos y nectaríferos, consumen sus alimentos tal y como los encuentran en la naturaleza, sin procesarlos previamente. El ser humano, no. Las personas cocinan la gran mayoría de la comida que ingieren. Podría decirse que el humano es el único ser del reino animal que lo hace, aunque no sé hasta qué punto resulta exacta esta afirmación.
Por ejemplo, las selváticas hormigas cortadoras de hojas no se alimentan de las hojas que acarrean, sino que sobre ellas, en el interior de sus hormigueros, cultivan un hongo que les sirve de alimento. Por lo tanto, realizan una manipulación de sus nutrientes, aunque sólo sea a nivel de cultivo. Hay otras especies de hormigas, mucho más cercanas, que en vez de ser agricultoras son ganaderas y pastorean a los pulgones, a los que ordeñan, como si fuesen ovejas, para extraerles un líquido azucarado que les encanta sorber. También hay hormigas que se convierten en odres vivos y almacenan en su abdomen ese licor, para poder facilitárselo a su compañeras cuando se lo demandan. ¿Se comportan estas hormigas expendedoras como simples vasijas o, además, procesan el caldo azucarado haciéndolo madurar en sus buches?
Más patente aún es el caso de las abejas que liban el néctar de las flores y lo transforman en miel tras pasarlo por sus estómagos y hacerlo fermentar. Y luego se alimentan, entre otras cosas, con una mezcla de miel y polen, el llamado pan de abeja. Las abejas melíferas tal vez no cocinen, pero lo que hacen con el néctar y el polen se le parece mucho.
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Reproducción de un mural de Banksy. |
Pero tenía razón Faustino Cordón (22 de enero de 1909 / 22 de diciembre de 1999) cuando escribió que cocinar hizo al hombre; es decir, que dejamos de ser simples animales que se alimentaban de las hojas, granos, frutos, raíces, de los animalillos y de la carroña que nos caía a mano, para pasar a ser personas expertas en recolectar y producir los alimentos que nos apetecen y a manipularlos hasta convertirlos en un producto que nos resulte aún más apetitoso.
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Un hombre compra pan en una máquina expendedora de barras. |
Empezamos cocinando en el hogar, en el fuego del campamento, y hemos terminado comprando la comida preparada en máquinas tragaperras situadas en los lugares de paso o de concentración de público. Entre asar un trozo de carne sobre las brasas de la lumbre tribal y sacar de una máquina un pastelillo de chocolate -"su bizcocho, gracias"- hay un largo camino; recorriéndolo hemos llegado hasta donde estamos y a ser lo que somos.
La cocina es un gran invento, pero seguramente nadie la inventó, sino que fue un descubrimiento. Lo mismo que los milanos, las águilas, los cernícalos y otras rapaces, además de aves como las cigüeñas blancas y algunos córvidos, sobrevuelan los incendios para cazar a los animalillos que, despavoridos, huyen de las llamas, es muy probable que nuestros antecesores homínidos buscasen entre las cenizas y los troncos humeantes aquellas presas que no habían logrado huir del fuego. Descubrir que la carne que estuvo al alcance de las llamas se digería mejor, y hasta resultaba más apetecible, que la carne cruda debió de ser solo cuestión de tiempo; de miles o millones de años, pero de poco más.
Así que el primer homínido que cocinó no lo hizo con mandil y una lista de ingredientes en la mano, sino con una pizca de sentido común entre las orejas, lo que le permitió intuir que la comida estaba lista antes de que se carbonizase.
Todo empezó, seguramente, con una lumbre, un animalillo sin descuartizar y un palo para voltearlo entre las brasas. Lo de Ferrán Adrià cocinando con nitrógeno líquido en el restaurante 'El Bulli' tan solo es el penúltimo eslabón evolutivo de la feliz ocurrencia que tuvo un homínido avispado, con hambre y sin incendio forestal que llevarse a la boca.
Si las llamas no van a mi comida, llevaré mi comida a las brasas.
jueves, 17 de octubre de 2013
Migas extremeñas
¡Qué difícil es hacer bien algunas cosas que son bien fáciles de hacer! Por ejemplo, las migas, seguramente el plato más sencillo de la gastronomía extremeña. Cuánto tacto hay que tener para darle el roción de agua conveniente, el golpe de aceite preciso, el toque de sal apropiado. No hay fórmulas exactas, tan solo hábitos, costumbres, paladares... La cocina no está en las recetas, está en la experiencia y vive en la memoria.
Para hacer unas buenas migas hay que empezar por tener un buen pan y si no, no. No vale cualquier mendrugo. Se necesita un pan asentado, pero no duro, un pan consistente, de peso, que no se ponga rígido, quebradizo y sin sustancia como una barra de escayola. Mientras mejor sea el pan, más días permanecerá comestible desde que salé del horno hasta que llega a la mesa. En algunas panaderías se vende pan que no es del día, especial para migas; pan entero e incluso pan ya cortado, pero es preferible comprar un buen pan caliente y dejarlo en casa un par de días para que se asiente.

Para hacer unas buenas migas hay que empezar
con un pan bien asentado y un cuchillo afilado.
(Imagen publicada por es.paperblog.com)
Además de un buen pan es imprescindible disponer de un cuchillo o de una navaja con buen filo, que corte la miga sin arrollarla. El pan debe cortarse en láminas que no tienen que ser ni muy finas ni demasiado gruesas; de entre tres y ocho milímetros. Cuánto más largas salgan las láminas, tanto mejor y más apropiado será el pan.
Una vez picadas las migas, las láminas de pan se depositan en un recipiente de boca amplia, como un azafate, una fuente de otro tipo, un baño u otra vasija similar. En un cuenco con agua tibia se deshace un poco de sal. La cantidad dependerá del volumen de pan que se haya picado.
Cuando ya se haya deshecho la sal se salpica el agua sobre el pan picado. Dependiendo de la cantidad de migas que se pretenda cocinar se necesitará más o menos agua. El pan debe quedar húmedo, pero no empapado. A continuación se cubre el pan humedecido con un paño y se deja reposar, para que tome la sal. En el mundo rural y en las vísperas de matanza, como las migas se hacían muy temprano, se picaba el pan la noche anterior, se humedecía y se dejaba listo para cocinarlo. Así se evitaba madrugar todavía más para afrontar la parte más engorrosa de cocinar este plato.
En el caldero o sucedáneo se ponen varias cucharadas de aceite de oliva de buena calidad y bastantes dientes de ajo. Como mínimo una cabeza. Los ajos no se pelan; se aplastan un poco con un cuchillo o con la mano y se fríen en el aceite. Cuando están fritos se retiran del caldero con una espumadera y se reservan.

Picando las migas con la espumadera en una sartén
colocada sobre las trebedes.
(Imagen publicada por es.paperblog.com)
A continuación se retira el paño que cubre el pan picado y se echa la miga en el caldero. Inmediatamente comienza a removerse el pan con la espumadera, para que toda la miga se impregne del aceite. Luego, poco a poco se va clavando la espumadera en la masa de pan, como si se la apuñalase, para reducir el tamaño de las láminas más consistentes, y se continúa removiendo.
Pasados unos minutos, las láminas de pan se han reducido a partículas que no deben quedar ni muy secas ni excesivamente aceitadas. Además de en la calidad del pan, el secreto de unas buenas migas extremeñas está en la proporción de agua y de aceite que se le añada. Unas buenas migas tienden a formar diminutos grumos de pan que se deshacen en la boca. Por supuesto, no están saladas, pero tampoco insípidas.
Llegados a este punto, las migas están listas y se deben retirar del fuego, pero dejándolas en el caldero para que no se enfríen.
Así de fácil es hacer unas buenas migas y así de difícil es hacerlas bien. Y no digamos nada si, encima, deben quedar al gusto de todos los comensales.
Pero además de pan, agua, sal, aceite y ajos, las migas pueden tener otros muchos ingredientes. Por ejemplo, tocino, chorizo, morcilla, pimientos, pimentón y hasta huevo. Todo ello se fríe con los ajos y se retira con ellos antes de echar el pan en el caldero. Retirar el pimentón será sin duda imposible.
A la hora de servir las migas, el tocino, el chorizo, los pimientos y demás elementos de la guarnición, incluidos los ajos, se pueden colocar sobre el pan en el caldero, para decorar las migas, o, lo que es más práctico, presentar en una fuente aparte para que cada comensal se sirva lo que más le apetezca y en la cantidad que considere oportuna.
Pero los ingredientes de un plato de migas no se quedan aquí; falta el acompañamiento. Las migas extremeñas se consumen generalmente en el desayuno, pero también es un plato apropiado para la segunda comida del día. Tanto en un caso como en el otro se suelen acompañar con café, leche o cacao. En las matanzas las migas se sirven después de que el cerdo ha sido sacrificado y despiezado y, además de café, en la mesa se pone vino. En este caso, también se suelen acompañar con sardinas asadas, especialmente si a las migas no se le ha añadido tocino, chorizo u otro aditivo contundente. Además se acostumbra a acompañarlas con aceitunas aliñadas según la costumbre de Extremadura. Las aceitunas más sabrosas son las machadas, de hueso grande y carne consistente, que toman mejor el aliño, pero la manzanilla cacereña, de hueso fino y carne delicada, rajadas para que se impregnen del aderezo, también son muy gustosas.

Plato de migas canas. (Imagen publicada
por elrincondepris.blogspot.com.es)
Mención especial merecen las migas canas y las mamonas. Las primeras son unas migas sencillas, sin chorizo ni tocino o sardinas a las que, a la hora de servirlas, se le añaden leche, lo que le da el color blanco de canas. En las segunda, además de leche se les añade café o cacao. En este caso son mamonas porque están llenas de leche, es decir, que han mamado, aunque no estén canas. Tanto las mamonas como las canas son migas ligeras y se pueden consumir hasta para cenar.
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Para hacer unas buenas migas hay que empezar con un pan bien asentado y un cuchillo afilado. (Imagen publicada por es.paperblog.com) |
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Picando las migas con la espumadera en una sartén colocada sobre las trebedes. (Imagen publicada por es.paperblog.com) |
Pero además de pan, agua, sal, aceite y ajos, las migas pueden tener otros muchos ingredientes. Por ejemplo, tocino, chorizo, morcilla, pimientos, pimentón y hasta huevo. Todo ello se fríe con los ajos y se retira con ellos antes de echar el pan en el caldero. Retirar el pimentón será sin duda imposible.
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Plato de migas canas. (Imagen publicada por elrincondepris.blogspot.com.es) |
Las migas del plato
Primero.- Tenga mucho cuidado al cortar el pan, sobre todo si es grande y le da la tentación de apoyárselo en el pecho para hacer fuerza. Si se le escapa el cuchillo puede sufrir un corte importante.
Segundo.- El caldero es de hierro y se calienta bastante, así que le causará quemaduras si no lo maneja con precaución y protección.
Tercero.- Los ajos de las migas están buenos hasta con café. Lleve a la mesa todos los ingredientes y acompañantes de las migas para que cada comensal se sirva a su gusto.
Buen provecho.
José Joaquín Rodríguez Lara
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