Mérida, paraíso del tripeo
José Joaquín Rodríguez Lara
Hubo un tiempo en el que Mérida era el mejor lugar del mundo para tripear. Permítame que lo diga así. Aquella ciudad era el paraíso del tripeo. Tripear no es tapear. Es algo mucho más excitante, por delicado, y por supuesto, muchísimo más suculento.
Una tapa es un pincho de diseño. Muy bien presentado. Con un nombre excesivamente artístico para tan poco arte como suelen tener. Es un bocado estoqueado, la mayoría de las veces, por un mondadientes u otra clase de palillos también de diseño. La tapa suele tener más fachada que interior.
El tripeo es otra cosa. El tripeo no es hijo del diseño arquitectónico es retataranieto de la sabiduría hecha tradición. El tripeo no necesita un palillo para sostenerse. A lo sumo, se come con palillos. Aunque donde se pongan un tenedor o una cuchara, que se quite el palo de las banderillas. Por más que sea de bambú. El tripeo no se sirve en un cacho de pizarra desdentada. Se presenta en una cazuela. Si es de barro de Salvatierra de los Barros, mejor. Y nadando en su salsa, no pintarrajeado con ella.
Las tapas cambian de escenario. El tripeo no. El tripeo tiene su sitio y no necesita cambiar. Para tapear hay muchos establecimientos. Y desde que se inventó 'la ruta de la tapa' cada día se anuncian más. Son intermitentes. Pero los hay. Un fin de semana aquí y al siguiente, allá. El tripeo, por el contrario, es un manjar fijo. De toda la vida. El tripeo lleva a la clientela a los bares. Sabes a los que vas y el porqué vas precisamente a ese templo de la gastronomía de barra y mantel de papel, si lo hay, y no a otro. El tapeo no. Con el tapeo vas al bar, le echas un vistazo a la carta, generalmente en el teléfono móvil, y preguntas al de la pajarita, que te mira muy en su papel, qué cosa es esa, de nombre tan infrecuente, que anuncia el código de la carta o la carta del código o como sea que deba ser.
En Mérida hay, y siempre ha habido, tapas. Pero la ciudad era famosa por sus raciones de morros de ternera, de callos, de ancas de ranas, de revueltos de criadillas, o de espárragos, por sus riñones en salsa, por sus cocidos de garbanzos cocinados como la madre de Dios manda, por sus caldos de carne y sus refrescos de limón natural, por sus caracoles... Y por tantas cosas más que seducían a los mejores paladares.
Eran verdaderos prodigios de las cocinas emeritenses. Y mire usted que yo nunca he sido aficionado a los caracoles. Ni siquiera a los de Gaspar. Pero, ¡cómo iba uno a rechazar la sincera e insistente invitación de un buen amigo y no probarlos! Las malas compañías tienen estas cosas. El cocido de garbanzos de Benito o del quiosco, en cambio... Con sus tocinos, fresco y añejo, con sus huesos, fresco y salado, con su cuarto de gallina, con su magro de cerdo, con su trozo de vacuno, con su chorizo, su morcilla de sangre, su papa entera o muy poco troceada, su porción de repollo, su vino tinto, su pan blanco, su cebolleta blanquísima marinada en agua, sal, aceite y vinagre y su poquino de clandestina intimidad... Cucharada de garbanzos va y mordisco a la cebolla que viene. ¿Hay quien pueda meter más sabor en menos espacio?
Hubo un tiempo durante el que llegaban a Mérida expertos foráneos para deleitarse con aquellas obras de arte que honraban los templos emeritenses del buen comer. Siempre me ha asombrado que haya títulos, reconocimientos y premios para quienes cocinan y, sistemáticamente, se les nieguen a quienes comen. Que no sólo engrandecen a la gente del cocineo, sino que la mantiene viva. Una mesa sin comensal es mucho menos que un jardín sin flores. A Camilo José de Cela se le puso una placa en un restaurante británico por haber comido en él turmas, vulgo testículos, de morueco. También se le puede llamar carnero, al bicho, pero el morueco tiene mucho más sabor literario.
Aquellos santuarios emeritenses del tripeo eran más que jardines. Eran paraísos terrenales. Pero, poco a poco, a golpe de esquela y de traspasos, fueron desapareciendo o cambiando de manos El Antillano, más conocido como Nicolás, el Briz, casa Gaspar, el Benito, el quiosco de la plaza, abajo a la derecha según se mira, la venta de los conejos, en el badén de Valverde, el Barroso, el chiringuito de La Charca en el que se podían comer unas sardinas asadas para acompañar el trago largo de la madrugada mientras el elenco del Festival de Teatro ahogaba sus calores en las aguas de Proserpina... El Rufino... Sin embargo, tantos lugares, tantos sabores y tanta sapiencia no lograron evitar que la carta tradicional de Mérida se diluyese.
La ciudad empezó a abrirse al mundo y, mientras lo hacía, se fue olvidando de sí misma. Más de una vez he recorrido sus calles solo, con el mapa de la memoria en las manos, buscando aquellos lugares, aquellos sabores, aquellas emociones gustativas y he tenido que claudicar, derrotado por la ferocidad del apetito, hincando la rodilla en una hamburguesa o en un plato combinado. Huevo a la plancha, chuleta planchada, croquetas descongeladas mientras se fríen, y kétchup y mostaza y tomate edulcorado y mahonesa pasteurizada. Aditivos y más aditivos envasados en bolsitas individuales de plástico que, si se utilizan, terminan en la basura general y si no se utilizan, también.
Pero mire usted por donde el jueves, 8 de mayo del año 2025, ha cambiado mi suerte. Como tantas veces había hecho anteriormente, he aprovechado que estaba en Mérida para preguntar dónde podía tomarme una ración de morros de ternera.
- En el bar Carlos -me han dicho. Subiendo por la calle Suárez Somontes, nada más pasar el colegio, la primera a la derecha. No tiene pérdida. A unos 60 metro de la esquina está.
Casi se me han saltado las lágrimas. Gloria bendita. Se lo aseguro. Gloria bendita. De repente me he quitado 50 años de encima. Me he reencontrado con mi juventud y me he visto en El Antillano, en el Briz, en casa Benito... Mi única pena ha sido que no estuviera conmigo en ese momento mi compañero y amigo, mi hermano, Raúl Rubio, con quien tantas veces cené de tripeo. A la vuelta de la esquina.
En el bar Carlos no se necesita tirar del móvil y escanear códigos para saber qué es lo que hay y cuanto cuesta. Todo está escrito, con tiza, como debe ser, en unas pizarras a las que la Unesco debería de haber declarado ya Patrimonio Inmarchitable de la Humanidad. Porque el currículum de Mérida no solamente está escrito en sus mármoles. Hay sabores y hay personas que además de hacer la historia de esta ciudad, se esfuerzan en sostenerla.