sábado, 12 de abril de 2014

Dar la matraca



José Joaquín Rodríguez Lara


Si hay algo que ha caracterizado a la religión católica durante sus dos milenios largos de existencia es su proverbial facilidad para adaptarse al cambio de los tiempos y de los entornos. El cristianismo, que surgió a contracorriente, en un ambiente y en una época doblemente hostil, acosado por judíos y por los romanos, supo hacer frente a las circunstancias adversas y no sólo logró pervivir, sino que fue incorporando a su corpus ritual elementos que inicialmente le resultaban adversos e incluso hostiles. Tanto si se trataba de ritos paganos, como la adoración a los solsticios, en el de invierno se celebra el nacimiento de Cristo y el de verano se le reserva a san Juan Bautista, como de dioses ajenos o de lugares de culto pagano, todo o casi todo lo que generaba fe no cristiana fue convenientemente cristianizado.

Ermita portuguesa, cerca de Évora,
construida aprovechando los ortostatos del dolmen
 (anta en portugés) de Sao Brissos. 
Observese, bajo la cal, la grandes piedras verticales
 y la losa horizontal en el techo. 
(Imagen publicada por arqueomas.com)
Sobre las ruinas de los antiguos santuarios precristianos se levantaron nuevos templos y el cristianismo alcanzó dimensiones que jamás imperio alguno había alcanzado hasta entonces. En esto siguieron en buena parte la práctica romana de asimilar e incorporar a su Olimpo celestial las creencias de los territorios conquistados, aunque les fueran ajenas. Por ejemplo, Dios es el genitivo de Zeus (Zeus - Δios). En Portugal, en la zona de Évora, famosa por sus colosales monumentos megalíticos, y donde se sitúan las ruinas del santuario de Endovélico, el dios supremo de los antiguos lusitanos, hay un dolmen, es decir una casa de moros o de brujas, según la creencia popular, convertido en una ermita. En Francia, en la zona de Carnac, en la Bretaña, impresionante por sus alineamientos y menhires gigantes, no faltan lugares de culto pagano santificados por la simple colocación de una cruz. En Salvatierra de los Barros (Unión Europea) hay hay gran piedra granítica extrañamente enhiesta en la que se han labrado numerosas cruces, cambiando completamente el significado originario que pudiera haber tenido el bloque. 

En esta localidad encontré hace años un ara votiva romana con un texto en bajorrelieve dedicada, con esa única inscripción, a la "diosa madre Ataecina", destacadísima divinidad luisitana, diosa de la luz, entre otras faceta, y a Proserpina, diosa romana igualmente consagrada a la luz. Y por si esta coexistencia de Ataecina y de Proserpina en el mismo altar votivo no fuese suficientemente singular, no hay muchos iguales en el mundo, el hallazgo lo realicé en las ruinas de una ermita cristiana dedicada a santa Lucía, es decir, a la santa cristiana de la luz. ¿Cabe mayor sincretismo, mayor ejemplo de asimilación interreligiosa? Por cierto, la inscripción, que era desconocida, fue catalogada pocos meses después y el ara puede contemplarse hoy en el Museo de la Alfarería de Salvatierra de los Barros.

En todo el proceso milenario de cristianización de lo pagano, la religión católica ha hecho hincapié en la exhibición pública de su reafirmación, de la implantación de una nueva realidad. Es una actitud coherente que comparte con otras grandes religiones, como la islámica. Los cristianos están obligados a dar ejemplo, a ser evangelizadores, a cristianizar a los descreídos, a través de sus obras y de su ejemplo vital. La frase, 'que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha', (evangelio de san Mateo), está muy bien como formulación piadosa y gramatical, pero en realidad se aplica poco o, desde luego, su aplicación deja muchísima menos huella que las manifestaciones públicas de la devoción cristiana.

Y entre todas esas expresiones públicas de religiosidad sobresale la celebración de la Semana Santa, en la que la ostentación pública de la fe alcanza tal brillo, tal boato, tal dimensión material y tal popularidad que arrastra a los desfiles no sólo a personas no creyentes, sino hasta a una ciudadanía indiferente a la fe, cuando no abiertamente descreída. Hay en la Semana de Pasión mucha fe, sin duda, mucha mortificación, desde luego, mucha penitencia, claro que sí, mucho arrepentimiento, nadie lo duda, pero también hay bastante folclore, no poca ostentación y una buena parte de interés puramente artístico, cuando no sociológico y exclusivamente turístico, de ocio.

Creo que las manifestaciones de Semana Santa están actualmente en pleno proceso de crecimiento e intuyo que no es la fe el único ingrediente que propicia esta expansión, si no por el territorio sí entre la ciudadanía. Estoy convencido de que por su antigüedad, por su importancia cultural y por su carácter amalgamador de gran parte de la sociedad española, la Iglesia, el cristianismo, tiene derecho a salir a la calle y a recorrerla con sus santos y misterios de fe. Es una manifestación no sólo compatible con la historia de este país, sino incardinada ya de forma prácticamente irremediable en su tejido productivo. Si se prohibiesen los actos de Semana Santa, con sus correspondientes días de asueto, es posible que aumentase la fe y la colectas a través de los cepillos en los templos, pero el Producto Interior Bruto de este país se resentiría y las cifra de demandantes de empleo aumentaría significativamente. Además de una manifestación religiosa, la Semana Santa no es un periodo festivo, es una forma de producir de otra manera y de hacer que se trabaje de otra forma. 

La Semana de Pasión es un fenómeno en crecimiento en el que cada día tiene más importancia su dimensión audiovisual, aquello que se puede filmar y mostrar bellamente a través de la radio y, sobre todo, de la televisión. Desde los tambores que machacan el espacio de Calanda y de otras localidades del bajo Aragón, pasando por las saetas que rasgan el aire de las madrugadas desde los balcones sevillanos, sin olvidarse del canto de La Buena Mujer en Barcarrota (Unión Europea) o de los matraqueros que uno ya no sabe bien donde ubicar en esta Extremadura de hoy y ni siquiera tiene constancia de que quede alguno, la Semana Santa suena cada vez más.

Personaje haciendo sonar dos matracas muy sencillas.
(Imagen publicada por la Fundacíón Joaquín Díaz)
Las matracas eran una tablas, muy parecidas en sus dimensiones y grosor a las tablas que se utilizan actualmente en la cocinas para picar los alimentos, que tenían una hendidura a modo de asa para poderlas agarrar con una mano, y llevaban a cada lado del tablero varias asas de metal, como las empleadas en los cajones de determinados muebles. Los matraqueros, generalmente niños y singularmente los monaguillos y su colegas de travesuras, salían por las calles con las matracas y las hacían girar moviendo las muñecas, logrando que las aldabas golpeasen la madera y causaran un ruido infernal.

Las matracas se tocaban los viernes y sábados santos, cuando, por estar muerto Jesucristo, ya no se podía tocar las campanas. Con la necesaria mejora de la escolarización y con la loable protección a la infancia, los monaguillos casi han desaparecido de los oficios religiosos y, aunque parte de sus funciones tradicionales han sido asumidas por las beatas y otras mujeres de fe, no veo yo a esas señoras entradas en años recorriendo las calles dando la matraca, así que salvo que alguien organice un cursillo de matraqueros, se aprende a tocarlas en dos minutos, o un concurso para premiar a quien dé mejor la matraca, o bien que alguna cofradía, además de hermanos mayores, hermanos de vara, de hermanos de carga, de penitentes, camareras, nazarenos, nazarenas y banda de música, así como guardias civiles con el "fusil a la funeralia", incorporen a los matraqueros como acompañamiento de ciertas ceremonias, la matraca pasará a ser un instrumento que ya sólo se podrá ver en la pared de algún museo etnográfico y cuya utilidad sólo se explicará cuando alguien pregunte para qué servía aquel cacharro tan raro.

Ya sé, ya sé, que alguien podrá decir que en su pueblo todavía hay matracas y matraqueros. No lo dudo. Lo que quiero resaltar es que cada día hay pasos y tronos más lujosos, bandas de música con más personas jóvenes, muchas de ellas mujeres, filas de nazarenos más largas, más flores y cirios ardiendo ante la faz de las vírgenes y de los cristos y menos chiquillería que dé la matraca por las calles. "Yo di matracazos / con la mi matraca y arrimé silbíos / que naide arrimaba. / Y no era yo solo: que tos los muchachos / jacían lo mesmo metiendo bullanga. / Porque mus dijera la señá Colasa / qu'hay que meter bulla / pa que los diablillos del santo se salgan", afirma Luis Chamizo, el de los "fusiles a la funeralia", en su poema 'Semana Santa en Guareña'.

Como se ve, la chiquillería, y no tan chiquillería, siempre ha dado la matraca persiguiendo a los malos. Lo que pasa es que ahora lo hace durante todo el año, sobre todo en vacaciones de Semana Santa, con el ordenador y los vídeo-juegos mata-bichos.



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