El día que fui perro
José Joaquín Rodríguez Lara
Hay dos formas de cazar, solo, aunque se esté rodeado de gente, y en compañía. Yo prefiero la segunda. Me gusta compartir las emociones, el esfuerzo, el agua, el vino y el pan con personas a las que quiero o, al menos, aprecio.
Cacé mucho con mi padre, con mis hermanos y con otros familiares, como mi tío Daniel, y amigos entrañables, pero ya casi no cazo. Me sigue gustando la caza, mas la cacería ha perdido la mayor parte del interés que tuvo para mí. Nunca fui el mejor de la cuadrilla. Mi padre fue un buen cazador, de los de a una liebre por cartucho, y mis hermanos salieron a él. A mí siempre me faltó afición. Me gustaban más los perros que las armas de fuego, y las presas vivas muchísimo más que las abatidas.
Por si esto no fuese suficiente para enojar a mis compañeros de partida cinegética, el campo, la naturaleza, me ha atraído siempre tanto que las estrías de un simple guijarro, los pétalos de una flor, las curiosas formas de un conjunto de rocas colgadas del horizonte o la encalada belleza de un cortijo bastaban para que me olvidase de la caza. Siempre me lo pasé bien cazando con mis compañeros, pero ellos se desesperaban viéndome examinar las vetas de un pedrusco o guardarme flores y hojas en el bolsillo para comprobar luego, en las guías que aún tengo en casa, a qué especie pertenecía la planta.
Pero lo que les sacaba de quicio era que, atraído por no sabían que cosa, me saliese de la mano y llegase hasta lugares a los que no debía llegar. Al menos en ese momento de la cacería. Y si levantaba alguna pieza, sin pretenderlo, y no le disparaba o erraba el tiro, entonces entraban en una fase de abatimiento y dejaban de preguntarse qué iban a hacer conmigo para responderse que no había nada que hacer. "Míralo", decían con desánimo. Para ellos era irrecuperable.
Y encima, en alguna ocasión llegué tan lejos en mis pesquisas que hasta me perdí, con lo que mis compañeros de partida, en vez de buscar liebres, perdices, conejos y zorras, tuvieron que ponerse a buscarme a mí. Un desastre.
Dolmen de La Lapita, en Barcarrota, mi pueblo. |
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