Cuando seas padre comerás huevos
José Joaquín Rodríguez Lara
La expresión 'cuando seas padre comerás huevos', que hace referencia a la distribución del poder y de los privilegios, en este caso gastronómicos, en las sociedades rurales, podría tener un origen más cotidiano y menos político filosófico de lo que aparenta.
La arqueóloga Maite Iris García Collado ha realizado una investigación sobre la alimentación en la sociedad rural de la Alta Edad Media, para su tesis doctoral, pues hay doctorandas y doctorandos que, en vez de copiar directamente las investigaciones de otras personas, investigan por su cuenta.
La doctora García Collado, doctoranda en la Universidad del País Vasco, ha estudiado los restos óseos de la personas que habitaban la aldea de Bobadilla, en la actual provincia de Toledo, durante la época visigoda, siglos VI al VIII; les ha aplicado técnicas biomoleculares a los isótopos estables de carbono nitrógeno y ha llegado a la conclusión de que, en todas las edades, sexos y rangos sociales, los cereales de invierno -trigo, cebada, avena y centeno- eran la base de la dieta de aquellas gentes; que también comían algo de panizo y de mijo; y que los alimentos de origen animal -lácteos, huevos y carne- se ponían poco en la mesa y no se comían hasta que se habían cumplido los 14 años.
De realidades cotidianas como esta puede venir el dicho 'cuando seas padre comerás huevo'. No en el sentido genético de la expresión, no era preciso haber procreado para comer huevos, carne y queso, pero sí haber alcanzado la edad necesaria para tener estatus de persona adulta.
Y, desde luego, en el medievo, con catorce años, cualquier criatura humana había trabajado más -incluso combatido- y asumido más responsabilidades para el bienestar de su familia, de su aldea y de su gente que la mayoría de quienes en la sociedad actual tienen entre veinte y treinta años.
El hecho de reservar los alimentos más nutritivos para los integrantes adultos de la comunidad, en detrimento del segmento infantil, no es egoísmo. Es una visión absolutamente objetiva de lo que significaba entonces la lucha por la supervivencia. Para el futuro inmediato de la comunidad tenía mucho más valor un espécimen adulto, ya criado, capaz de trabajar, de luchar y de procrear, que un ser que debía recibir cuidados durante años antes de empezar a aportar algo a la sociedad.
Con unas tasas de reproducción y de mortalidad infantil muchísimo más elevadas que las actuales, un niño o una niña no dejaban de ser apuestas arriesgadas, proyectos de adultos cuya supervivencia corría muchísimo peligro hasta que podían valerse de sus propias fuerzas. La comunidad lo sabía y la mortalidad infantil no alcanzaba la dimensión trágica que tiene en el siglo XXI, en el que los bebés son 'bienes' escasos que deben protegerse a toda costa.
Posiblemente sea más desnaturalizada la protección a ultranza de la infancia, que la reserva de los mejores alimentos para las personas adultas. Al fin y al cabo, en la naturaleza ocurre algo bastante parecido. Y junto a madres que dan la vida en defensa de sus crías, hay otras que las abandonan tan pronto como les acecha el peligro y se van a poner nuevos huevos a un nido más seguro.
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