El café
José Joaquín Rodríguez Lara
España y Portugal, Portugal y España deben unirse para erigir un monumento al café. Al café en grano, fruto desnudo del cafeto; al café de tueste natural; al torrefacto, al molido, al de puchero, al café solo, al café con hielo, con leche, al expreso, al manchado... Al café descafeinado, también. Un monumento al café en toda su extensión. Como manda la hidalguía hispana.
Portugal y España, España y Portugal son dos países heridos por la misma frontera. La gastronomía en general y el café en particular es uno de los puntos de sutura que contribuyen a estrechar el abismo de la cicatriz que recorre la espalda de la península ibérica de Norte a Sur y de Sur a Norte.
Portugal, tan lejos de España y tan cerca de Inglaterra, dedica a la preparación del café tantos o más mimos que los ingleses al té. Y Portugal bien pudo ser un país de té y de tetera. No en vano llevó su imperio colonial hasta Asia. Hasta las plantaciones de te. España, tan lejos de Inglaterra y tan paralela a Portugal, disfruta el café como si los cafetales creciesen en sus propios campos.
El café le dio vida y muerte a los mochileros que, a pie, de contrabando, huyendo de los guardinhas y de los guardias civiles, lo pasaban por la frontera llevándolo a la espalda envuelto en un gran paño de tela. Yo los vi. Aquellos héroes andaban los caminos, vadeaban los ríos, dormían en los campos, al raso, siempre al cuidado de su mercaduría. De su medio de vida, de su seña de identidad.
El café ha sido y sigue siendo el vivificante elixir que une a portugueses y españoles. Desde la humilde lumbre de los pastores hasta el comedor de los palacios. No hace distingos el café. Por eso merece un monumento. Por eso y por tantos servicios como, en el placer y en la dificultad, presta y ha prestado a la gente de todo el mundo. Un monumento a la bica portuguesa, diminuta, intensa, esencial, y al café con leche en vaso, español, largo, azucarado, para mojar magdalenas o perrunillas, jeringas (vulgo, tejeringos), churros, porras o lo que sea menester.
No creo que haya dificultad para que dos países siameses se pongan de acuerdo en la erección de este monumento. El café y la frontera y las gentes de uno y otro lado de la raya fronteriza se han ganado el derecho levantar este recordatorio.
Si acaso, tal vez, haya discrepancias al elegir el lugar de la erección del monumento. Pero la solución es sencilla. El sitio es Olivenza, ciudad fronteriza que compendia en sí misma todas las semejanzas y todas las diferencias, toda la historia y todo el futuro de ambos países.
Brindo esta propuesta a quien le interese hacerla realidad o, al menos, pregonarla a los cuatro vientos por si algún día el aroma del café lograse tomar cuerpo y se hiciese escultura.
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