viernes, 17 de octubre de 2025

Narración escrita y publicada por mi amigo y colega Julián Leal.


UN RINCÓN DEL MERCANTIL

(Dedicado a J. J. Rodríguez Lara)


Conocí a Joaquín una noche. De invierno, supongo, porque recuerdo que hacía frío y la ciudad parecía como dibujada en papel de estraza, como ese que los carniceros utilizan para envolver la mercancía. Todo adquiría ese color gris de ceniza y quedaba sin contornos, casi disuelto entre el vaho de una espesa niebla. Sólo al llegar a la puerta del Mercantil se podía distinguir la luz de neón que rotulaba su nombre. Dentro del local, el ambiente no era muy diferente al de la calle. Una espesa capa de humo flotaba ondulándose sobre las cabezas de los clientes, los habituales de madrugada. Yo había llegado poco antes de que él apareciera y me acodé en el rincón en que solía refugiarme. Le vi entrar con ademán resuelto, enfundado en un sombrero de ala ancha, con su gabardina desabrochada y con un envoltorio de periódicos bajo el brazo. No distinguí bien su cara, porque mis gafas estaban tan empañadas como la noche y tan pastosas como el suelo del bar. Ya había visto lo suficiente y no me preocupaba de limpiarlas.
        El recién llegado se recostó en la barra y apoyaba su pierna en el taburete sobre el que puso el fajo de periódicos y su sombrero. Desprendido de él bajo y bajo los focos de luz pude leer su cara en la distancia. Ojos vivos, nariz achatada y barba recortada en un rostro redondeado de rasgos achinados. Ése es un sabueso, murmuré en voz baja antes de agotar de un trago la cerveza.
     -Es un periodista, me corrigió Lucky atento siempre a mis necesidades, mientras arrancaba la chapa de una nueva botella de Budweiser.
      -Es un sabueso, insistí. Será un periodista, pero de ésos que olfatean la noticia y no descansan hasta arrancarla a dentelladas y conseguir su presa. Pero parece de fiar, buen muchacho, dije con un golpe de hipo.
         -Sí, es un gran tipo, apostilló Lucky.
       Policías, periodistas, detectives...los mismos perros con distintos collares. Sabuesos. Podía identificar a los de esa raza a distancia y sin ver. Sé dónde suelen husmear y adónde acostumbran a acudir cuando siguen algún rastro. Los bares como el Mercantil son buenos caladeros donde echar las redes para captar confidentes y pescar noticias frescas. En esos lugares siempre hay gente dispuesta a hablar de más y revelar algún secreto a voces por unas copas. Sabuesos. Les conocí bien en los tiempos en que trabajaba para El Polaco, un tipo sin escrúpulos y sin estómago que fabricaba fiambres por encargo y podía tragárselos si convenía para ocultar el cuerpo del delito. Fue en esa época, ya hace años, cuando empecé a notar muchos huecos en la boca y mi nariz quedó aplastada con la rotura del tabique nasal. La vida me ha dado muchos golpes por cuenta ajena. Ahora los únicos dientes que me quedan son los de mi peine y éste ya no tiene cabellos que alisar.
     -Por los viejos tiempos, dije balbuceando en un brindis conmigo mismo alzando el botellín
   En aquel momento nuestras miradas se cruzaron. El periodista me descubrió en el rincón y pensó que tal vez yo sabía algo del caso que traía entre manos. Algo susurró a Lucky por que vi a éste inclinarse y pegar su oído a la boca de Joaquín. El camarero meneó la cabeza en sentido negativo. Seguramente intentaba invitarme para entablar conversación y hacerme alguna pregunta. Y yo, Lucky lo sabía, no me prestaba a eso. Ya no estoy para nadie. Ni siquiera para Susan, quien a pesar de todo aún está dispuesta a recogerme y a prestarme su cama las noches que me dejan tirado a la puerta del Mercantil. Ahora el único cuello que sé abrazar es el de la botella y la única boca que beso es la que puede proporcionarme un chorro de cerveza.
        -Ponme otra, Lucky.

lunes, 13 de octubre de 2025

 Vivir entre ramblas


José Joaquín Rodríguez Lara

https://elpostigodelara.blogspot.com/


Anoche, mientras la madrugada daba sus primeros saltos sobre las paseras de algodón para vadear el río de las sombras y cruzar hasta la orilla de un nuevo día, vi que el cielo se iluminaba con fogonazos blanquísimos. Más blancos, incluso, que la cara de la Luna, asomada en cuarto creciente, como quien se despierta y continúa en la cama, aguardando a que algún empujón de la voluntad le ponga en pie. La tormenta estaba alta y lejana. Allá por El Charco. Hacia el Atlántico. En el Oeste. Se veían las explosiones de luz, pero no los relámpagos. Tampoco oí truenos. Aquella tormenta me pareció una solitaria bombilla que pendiera de un hilo eléctrico y se encendiese brevemente según la zarandease el viento. Destapé los caños para prevenir inundaciones. Pero no llovía. Esta mañana, los sumideros estaban tan secos como ayer.  Mientras tanto, en el Levante, continuaba lloviendo a mares.
        En días así siento que nos han secuestrado la lluvia. Que amarran las nubes a la otra orilla para ordeñarlas con avaricia hasta dejarlas secas. Luego, cuando llegan hasta nosotros, si es que logran escapar del corral en el que las encierran y se nos acercan, vienen ya con poca leche. Sin agua.
        Lo que más me asombra es que tanto la mucha lluvia como su carencia les destroza la vida a quienes viven mirando al cielo. ¿Qué esperan que ocurra si habitan entre ramblas?

domingo, 5 de octubre de 2025

 - Siento escalofríos cada vez que leo o escucho
un elogio sobre Guillermo Fernández Vara.
Después de cinco años como presidente de la Junta
de Extremadura, con mayorías absolutas;
de trece años como consejero y de no sé cuanto tiempo como director general 
en gobiernos
con mayorías absolutas;
de ser vecino, amigo y sucesor ad hoc
del todopoderoso Juan Carlos Rodríguez Ibarra,
que sólo una vez gobernó sin mayoría absoluta;
de ocupar una vicepresidencia en el Senado,
después de formar parte de la cúpula dirigente
del PSOE 
un año tras otro,
el 99,99 por ciento de los elogios que se le están tributando tras su muerte coinciden en afirmar
que Vara ha sido una buena persona.
¡Una buena persona!
Lo dicho, se me eriza la piel.

sábado, 4 de octubre de 2025

 - Me niego a opinar sobre la vida y los hechos 
de una persona que ya no puede defenderse
ni siquiera de los elogios inmerecidos.


jueves, 18 de septiembre de 2025

- La ciencia es la religión más clara,
racional y exacta
que conozco.


sábado, 13 de septiembre de 2025

 El progreso no tiene memoria


José Joaquín Rodríguez Lara


Encuentro a un vecino llorando amargamente. Está sentado en plena calle, en el umbral de su casa, y me alarmo porque tiene casi 70 años.
 - ¿Qué te pasa, Cipriano? -le pregunto.
 - Nada -me responde. Que la vida ya no está hecha para gente como yo.
 - Pero hombre, si aún eres joven. Fíjate en Cloti. Tiene más de 90 y aún sale cada mañana al llano, a comprar el pan.
 - Yo también lo hago. Pero no es lo mismo.
 - Entonces, ¿qué te falta, Cipriano?
 - Una televisión.
 - ¿Una televisión?  Querrás decir un televisor.
 - Bueno. ¿No es lo mismo? Lo que yo necesito es un televisor en el que se pueda ver la televisión. Eso es lo que yo necesito.
 - ¿Y el que te regaló tu hijo Cipri?
 - No me vale. Yo quiero tener un televisor de televisión. Sin neflis ni teleescritos ni zarandajas de esas. Necesito un televisor con un mando a distancia que sirva para encenderlo y para apagarlo, para cambiar de emisora y para darle más voz, que estoy algo teniente. El aparato que me regaló el Cipri no vale. Tiene demasiados botones en el mando. Me pierdo. Me faltan deos en las manos. Todavía no he podido ver ni a la muchacha del tiempo. Y no es que yo necesite verla para saber si va a llover. Eso lo sé yo sin ni siquiera echar los pies abajo de la cama. Sólo con oler el aire. Es que me entretiene verla dar la lección de los nubarrones en los mapas. Es como volver con Don Aureliano. ¿Conociste tú a Don Aureliano, el maestro? Más derechos que una vela nos tenía a todos los chiquillos. Pero aprendíamos. Vaya que si aprendíamos.

viernes, 12 de septiembre de 2025

La agonía del corredor


José Joaquín Rodríguez Lara


Nunca he estado, ni siquiera de visita, en lo que se suele llamar 'el corredor de la muerte'. Eso sí, llevo casi 70 años en 'el corredor de la vida'. Viviendo en mí.
    Aunque no tenga la mala fama del primero, 'el corredor de la vida' es mucho más letal que el de la muerte. Del corredor de la muerte, a veces, las menos, se sale vivo. Más muerto que vivo, pero se sale. A pesar de la pena de muerte. Del corredor de la vida, de la vida y de sus gozosas y penosas correrías, nadie ha salido vivo jamás. La vida no perdona. La muerte sí lo hace. En ocasiones.
    Más cruel que perder la vida en manos del verdugo me parece a mí vivir los últimos años de la existencia en el corredor de la muerte, despertando cada mañana sin saber si será esa la última luz de tus amaneceres.
    Cierto es que en el corredor de la vida ocurre lo mismo. Nunca sabes cuando vas a morir. Más incluso y aún peor: ignoras en qué forma morirás. Las personas condenadas a muerte sí lo saben. Su señoría el señor juez se encargó personalmente de poner por escrito si morirán fritas en la silla eléctrica, envenenadas por el gas que huele a almendras amargas, crucificadas en una camilla hospitalaria y con jeringuillas en las venas de los brazos, pasadas por el cortafiambres de la guillotina, acribilladas entre el paredón y el pelotón de fusilamiento, hechas una pasta para croquetas entre los dedos del garrote vil, con el cuello roto y pendiente de una soga... La distancia que recorrerás en ese tu último y minúsculo viaje cayendo desde lo alto del patíbulo y la forma y colocación del nudo bajo tu cabeza determinarán tu nivel de sufrimiento.
    El bonito arte de ejecutar a quien delinque no solamente se está extinguiendo, sino que cada vez es más pobre en sus procedimientos. Con menos variedad. Pero aún conserva el corredor de la muerte. El tiempo de espera entre la condena y la ejecución. Soy lego en la materia, pero desde mi punto de vista la estancia en el corredor es lo más angustioso de la pena capital. La muerte es rápida. Inapelable. Silenciosa en sí misma. Pero la espera... La espera es un clamor. Está llena de dudas. De esperanzas y de desesperanzas. Mientras esperas al verdugo haces amistades en el vecindario, con otras personas tan desdichadas como tu. O más, porque llevan más tiempo esperando a que las maten. El día menos pensado te sacan de tu celda, empujan suavemente por el corredor, como nos muestran las películas de los estados unidos de Norteamérica, que no son los estados norteamericanos canadienses del Gran Norte, ni tampoco los estados nortemexicanos de América Central. Mientras avanzas encadenado de pies y de manos y vestido de color butano, miras alternativamente a un lado y a otro y te vas despidiendo de las amistades que hiciste en la última parada del autobús de tus días.
    - Adiós, amigo. Cuídate. Volveremos a vernos.
    No debe de haber mayor zozobra ni angustia tan honda como la agonía del corredor de las agonías. Donde el tiempo se sienta frente a tu celda, te mira al fondo de los ojos y espera sentado a que pases tú, no él, para regodearse viéndote sufrir. En las sentencias de muerte se debería especificar no sólo a qué tipo de muerte se condena al reo, sino también a cuánto tiempo. Cuánto tiempo deberá esperar el condenado en el corredor de las agonías.