Los premios literarios y su selva
José Joaquín Rodríguez Lara
Parece que cada día se lee menos y, curiosamente, cada vez hay más personas que escriben.
O que hacen como que escriben. O que tienen un negro, o negra, que les escribe las obras y, una vez acabadas, se las pasan a la firma. O que le han pedido a los Reyes Magos una inteligencia artificial y se han lanzado a la aventura de hacer literatura de bote con el sano propósito de presentarse a los premios literarios y ganarlos. Las editoriales, tanto las gigantes como las pequeñas, están sobrepasadas. No les da tiempo a digerir tanto material como quieren hacerles llegar. Hay que reconocerles su esfuerzo.
Premios literarios también hay un buen montón. De nanorelatos, de microrelatos, de relatos cortos, de relatos más largos, de novela corta, de novela no tan corta, de novelón o novela histórica, de poesía, de ensayo, de cuentos, de teatro... De todo.
Hay premios que, si los ganas, pueden solucionarte la vida. Por la generosidad de su dotación económica y por la nombradía que aportan a quien lo gana. También hay otros que no sólo no te dan dinero, aunque los ganes, sino que te cuestan las perras. Escribir y mandar tu obra a un concurso conlleva un coste en tiempo, esfuerzo, dinero... Y, por si esto fuera poco, hay certámenes en los que se exige que para recoger el premio, entre 50 y 1.000 euros, te presentes en el acto de entrega. Que casi siempre tiene lugar en una localidad bastante alejada de donde resides. O vas. Lo que también acarrea gastos por el desplazamiento, el alojamiento, la comida... O envías a alguien que te represente. Más gastos. Porque quien te representa también acostumbra a comer. O te quedas sin premio y sin dinero. A veces da la impresión de que, en vez de ganar un concurso literario, has recibido una herencia envenenada. Con más impuestos que valor de mercado.
Las bases por las que se rigen los concursos literarios, tanto si son convocados por empresas privadas como si los convocan instituciones públicas, son un manglar en el que no faltan ni los caimanes ni tampoco los tiburones. Es conveniente leer muy bien las bases que regulan el premio al que quieres presentarte. Leerlas varias veces. Incluso. Puedes encontrarte con que si ganas pierdes completamente el control de tu obra. Que podrá ser publicada en cualquier formato, en cualquier idioma, adaptada a cualquier medio. Cine, televisión, ¿cómic?, ¿radio?, ¿teatro?... Las editoriales privadas, que conocen muy bien su negocio, saben perfectamente qué es lo más rentable en cada caso. Y las instituciones públicas, que seguramente no volverán a imprimir ni un ejemplar más de tu libro, se reservan el derecho a hacerlo por si llegara el caso.
Otra de las curiosidades de las bases está en el apartado de quienes se pueden presentar. De más a menos: todas las personas que estén vivas en el momento de abrirse el plazo de presentación. Todas las personas que, además de estar vivas, sean naturales o residan en un territorio bendecido por las bases, se encuentren en una franja de edad admitida por esas mismas bases, tengan a bien hablar en su obra de la lenteja pardina, del aceite de oliva virgen extra, de la bella y muy noble ciudad sede de la entidad convocante, del café Centro, incluir cinco palabras claves en tu texto... Y otra exigencias pintorescas como no presentarse al premio de al lado que, curiosamente, convoca la misma entidad. Por ejemplo.
Las bases de la convocatorias suelen ajustarse a la ley del embudo: la parte ancha, para mí, que sé convocar premios; la parte estrecha para ti, que sólo sabes escribir literatura.
Uno de los obstáculos inherentes a los premios literarios es la extensión de las obras. Las bases carecen de estandarización en este, en todos y en cada uno de sus apartados. Hay selvas vírgenes mucho más ordenadas que las bases reguladoras de los concursos. A la hora de establecer el tamaño y el tipo se acostumbra a mezclar conceptos propio de las máquinas de escribir -folios, número de líneas por folio, márgenes, a doble espacio...- con otros pertenecientes a los ordenadores: tipo de letra, cuerpo, interlineado y, sobre todo, palabras. Número de palabras.
Bastaría con establecer el número de palabras que deben tener cada original presentado a concurso para olvidarse del folio, de los márgenes, del doble espacio y de todas las demás zarandajas.
Cierto es que el número de matrices, de espacios, es más preciso que el de palabras. Pero no se necesita llegar a tanto. El tamaño de un libro es muchísimo más flexible que el de una columna de prensa. Y la extensión, medida en palabras, podría establecerse por acuerdo de las entidades e instituciones convocantes.
A modo de ejemplo, si se decidiera que un nanorelato no debe superar las diez palabras; que el microrelato puede llegar hasta las 200; que el relato corto debe respetar el límite de las 5.000 palabras; que el relato no debe saltar por encima de las 15.000; que la novela corta puede llegar hasta la 50.000; que la novela no tan corta pueda alcanzar las 150.000 y que el novelón, o novela histórica, comience en las 150.000 y llegue hasta donde la imaginación alcance, no se necesitarían ni márgenes variopintos ni interlineados a dos espacios ni tanta normativa.
Sería un avance. Aunque no es este el principal problema que presentan las bases de lo concursos. En ellos se abusa claramente de quienes escriben. Hay convocantes que no declaran la fecha, ni siquiera aproximada, en la que se producirá el fallo. Que no hacen públicas hasta el final del concurso, si es que lo hacen, las obras finalistas y que exigen que una obra presentada a su certamen no pueda presentarse en otro hasta que haya pasado un tiempo, que puede llegar a meses, desde que se dio a conocer el fallo.
En fin, hay muchos aspectos manifiestamente mejorables en los concursos literarios. El ministerio de Cultura, si es que este ministerio existe, y su titular, cuando emerja de sus obsesiones antitaurinas, deberían darse una vuelta por las bases de los premios literarios con la sana intención de ver, honradamente, en qué se pueden mejorar. Que es mucho. No es de recibo la actual indefensión y el sometimiento indecoroso de quienes escriben frente a quienes publican. Claro que eso obliga a leer, a leer las bases, lo cual exige un esfuerzo que no está pagado con el sueldo de ministro. Ni aún incluyendo en el cheque mensual el coche oficial, la moqueta del despacho y demás pagos en especie de tamaña sinecura.
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