La impaciencia es mortal
José Joaquín Rodríguez Lara
LA sanidad avanzó tanto durante los últimos decenios -pero tanto, tanto, tanto-, que actualmente es imposible encontrar a alguien que esté completamente sano. Todos tenemos algo. Aún no has nacido y ya te están detectando padecimientos. Incluso se opera a los fetos, convirtiendo el útero materno en un quirófano asediado por enmascarados en bata.
Tanta eficiencia sanitaria resulta en ocasiones desesperante. Hay quien va al médico acompañando a su pareja, que acaba de sufrir un 'dolío', y sale de la consulta con su propio diagnóstico de triglicéridos para toda la vida. La sanidad pública es así; no repara en gastos. Pero usted no se engañe: se vive lo mismo sabiendo que se tiene alto el colesterol que sin saberlo, aunque la ignorancia tiene mucho mejor sabor.
Para comprobar el avance imparable de la medicina basta con darse una vuelta por los hospitales del Servicio Extremeño de Salud. Cada día hay más espacio libre en las habitaciones del SES. Y no es por escasez de clientes ni por falta de vocación doliente, más bien parece achacable a una generosa diligencia ambulatoria.
Los centros hospitalarios extremeños han ganado mucho terreno desde que los gobierna Guillermo Fernández Vara, que como médico forense sabe bien de qué acostumbra a morirse el personal. Los hospitales del consejero crecen a lo ancho y a lo largo, pero aún arrastran muebles desvencijados, desconchones transferidos por el Insalud y televisores de pago, algo que -a pesar de la comida a la carta y de las residencias para familiares- da apariencia de pensión del peine a lo que deberían ser hoteles de lujo.
Con lo que el Seguro le cobra a los sanos para cuando necesiten un recauchutado, los enfermos podrían ser atendidos en los Meliá del Caribe, bajo los cocoteros, en lugar de pasearlos por las carreteras extremeñas para que reciban radioterapia u otros tratamientos especializados a 150 kilómetros de su pueblo. Por lo demás, el sistema público extremeño contra los dolores goza de tan buena salud que los usuarios no solo han dejado de morirse de enfermedades incurables, sino que hasta fallecen de males impropios.
Por ejemplo, uno puede morirse de desesperación esperando que llegue una ambulancia que se encuentra lejos o atendiendo a otro tumbao a punto de quedarse en el sitio. Esto no ocurría antes. Se trata de un síndrome que, a pesar de ser muy grave, no fue advertido hasta que hubo numerosas pero insuficientes ambulancias con sirena y licencia para saltarse los semáforos. Hace años la gente se moría sin remedio por falta de médico y ahora lo hace debido a que el remedio está en otro pueblo o viene de camino. El avance es notorio.
Ha ocurrido más de una vez y seguirá ocurriendo mientras haya gente que se eche a morir sin haber avisado antes al ambulanciero de guardia. Le sucedió a Paquirri hace años, y a un vecino de Valdepasillas, en Badajoz, hace meses y a otro de San Vicente de Alcántara en La Codosera, hace unos días. En cuanto el personal languidece le entran unas prisas que a más de un paciente le pierde la impaciencia.
La ausencia de médico es una garantía de que la muerte será natural, pero ¿cómo olvidar la angustia de ver morir a alguien sin poder evitarlo?
(Publicado en mi columna de opinión El Rincón)
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