Tenemos la Prehistoria y la Historia, la Edad de la Piedra, la Edad de los Metales, la Edad Media, la Edad Moderna y la Edad Contemporánea, que a pesar de los pesares parece seguir vigente, pues aunque se habla de la Era Espacial aún no se ha generalizado la expresión Edad Espacial que, además, ya parece superada en repercusión por la Edad de Internet y de las Nuevas Tecnologías y hasta por la Edad de la Ingeniería Genética.
La invención de la escritura terminó con la Prehistoria y dio paso a la Historia. La Edad de la Piedra concluye al descubrirse el uso de los metales. La Edad Media es el tramo comprendido entre la caída del Imperio Romano y el descubrimiento de América. La Edad Moderna arranca con la toma de Constantinopla y la invención, por Gutenberg, de la imprenta de letras reutilizables (tipos móviles), y se agota con la Revolución Francesa, que da paso a la Edad Contemporánea, aunque para los ingleses todavía seguimos en la Edad Moderna.
En poco más de 200 años, entre la Revolución Francesa (julio de 1789) y hoy, hemos hecho tantos nudos en el hilo de la historia, pero tantos, tantos, tantos, que hay acontecimientos malos y buenos más que suficientes para haber consumido una docena de edades.
Vivimos bombardeados por los cambios. Nunca antes había desfilado la historia con tanta velocidad, nunca se había dejado atrás el futuro casi sin haberlo estrenado. Hay españoles, con 50 o más años, que tienen un pie en el Imperio Romano, pues conocieron el arado de palo y las carretas tiradas por bueyes, y el otro pie en el futuro que les está impactando con una lluvia de nuevas tecnologías y otras estrellas fugaces.
Ignoro cual será el próximo hito que dejará su huella en el ovillo, pero la muerte de Nelson Mandela, al que los más cercanos llaman Madiba, es un hecho con suficiente peso internacional para abrir un capítulo de la historia.
No porque haya muerto una figura pública admirada y respetada en todo el mundo; tampoco por la desaparición de un estadista de talla mundial, sino porque su muerte, a los 95 años, es el colofón a una trayectoria pública difícilmente superable.
Se nos ha muerto un ser humano ejemplar, tal vez irrepetible, pero nos queda su ejemplo, su lección de rebeldía, de dignidad, de generosidad, de altura de miras, de capacidad para convertir la esclavitud en libertad y a los carceleros en ciudadanos merecedores del perdón.
Mandela luchó contra la segregación racial practicada en Suráfrica y ganó; combatió el odio y lo venció; se enfrentó al pasado y lo derrotó. Se ganó el respeto y la admiración de todo el mundo, incluso hasta entre sus enemigos, por su resistencia, por su integridad y por no caer en la venganza.
Suráfrica era un estado abominable y Mandela lo convirtió en un estado respetable. Lo importante de Mandela no es que se nos haya ido, sino que lo tuvimos durante 95 años y que nos enseñó; su nacimiento tuvo infinitamente más importancia que su muerte, pero nunca se sabe si la criatura que acaba de nacer será una gran persona o un ser abominable, y siempre se tiene la certeza de si fue admirable o despreciable cada persona que fallece.
Como escribió Lorca en su 'Llanto por Ignacio Sánchez Mejías', "tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace" un ser humano como Nelson Mandela, cuya vida ha marcado toda una era en el hilo de la historia y cuyo ejemplo sólo es equiparable al de Mahatma Gandhi, que como Madiba fue abogado, político y padre de un estado, la India, en un territorio sometido a la colonización británica.
Ojalá su muerte sea el arranque de una etapa histórica en la que no se apague su ejemplo, el principio de una era de inmaculado respeto a la dignidad y a la libertad del ser humano, el inicio de una nueva edad a la que, para mantener siempre en la memoria las enseñanzas del expresidente surafricano, deberíamos llamar la Edad Madiba o la Edad Mandela.
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