Presentación del libro
“LA BURRA CON GPS Y OTROS AVÍOS DE COMER”,
de José Joaquín Rodríguez Lara
en la Feria del Libro de Badajoz del año 2014
por Justo Vila
Joaquín Rodríguez Lara nació en el pueblo de Francisco de Peñaranda, el emparedador y salvador de los diez libros impresos y un manuscrito perseguidos por la Inquisición que le han dado fama mundial a Barcarrota. Haber nacido en Barcarrota imprime carácter; como lo imprime la generación en la que el autor vino al mundo, la de mediados de los años cincuenta.
Licenciado en Ciencias de la Información en Madrid, JRL lleva tres décadas dedicado al periodismo en prensa, radio, tv y medios digitales. Y más de 30 años escribiendo poemas, cuentos y novelas.
A la edad de 24 años publica su primer libro, un poemario titulado “La tierra al fondo”. Un año después se alza con el premio Felipe Trigo con “El Conchito” y con el premio internacional de cuentos de Lena con “La casa al borde del camino”. Veinticinco años más tarde publica la novela “Gayola”, con una acogida magnífica por parte de crítica y lectores.
“La burra con GPS y otros avíos de comer”, el libro que hoy presentamos, no es poesía, ni ensayo, ni cuento, ni novela; no se puede encasillar en ninguno de los géneros literarios, pero los abarca todos a la vez, incluido el reportaje periodístico.
En este libro “hay mucho de memoria”, se puede leer en la contraportada del mismo, “y bastante desmemoria”…
Y es que, como dijera Gabriel García Márquez poco antes de morir, “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
En esencia, toda la literatura que se hace es literatura de la memoria. Un escritor, frente a la cuartilla en blanco o frente a la blanca pantalla del ordenador, cierra los ojos y va con su memoria hacia atrás para rescatar de ella lo más valioso y esencial de su pasado. Y lo que brota de la memoria, en primer lugar son los símbolos primeros, los arquetipos que se habían fijado en la infancia y la adolescencia, etapas de la vida que son fundamentales para la formación estética del escritor.
En este caso, memoria de los años de la infancia y adolescencia vividos en el medio puro de la naturaleza extremeña, más concretamente en los Llanos de Olivenza y dehesas del Suroeste.
Joaquín Rodríguez Lara es un escritor que sabe contemplar e interpretar, viendo en lo local lo más universal. Joaquín logra hacer del paisaje de su memoria el “centro del mundo”, para, más tarde, hoy, gracias al poder evocador de la memoria, hacernos entrega de la joya que presentamos…
Del viaje de Joaquín hacia el pasado van brotando una serie de símbolos que, bien entramados y desarrollados –pasados al blog y más tarde al papel- dan lugar a la obra literaria. Una obra, “La burra con GPS”, que no solo nace para testimoniar, distraer y divertir, sino que responde a razones mucho más profundas.
Su mirada sobre el paisaje de su infancia no conduce –aunque lo parezca- a lo rural, a lo geográfico; no le “duele” el paisaje como a los autores de la Generación del 98 les “dolía” España. La naturaleza que aquí se recrea es, ante todo, un símbolo, una forma de enfrentarse a la vida, de relacionarse con el entorno.
RL no esconde su humanidad cuando escribe; no es uno de esos escritores asustadizos, azorados, que temen que su propia humanidad entre en contacto con la humanidad de los lectores, sino todo lo contrario.
Hace mucho tiempo, desde "El Conchito" al menos, que intuye que la literatura de buena parte de los escritores europeos está divorciada de la vida y que el escritor que él quiere ser sólo puede surgir del reencuentro con la cultura popular.
No olvida sus orígenes y vuelve a ellos, logrando así algunas de las claves que le permitirán integrar literatura y realidad. Creo que él y yo coincidimos al pensar que la fuerza creadora viene de la oscura imaginación del pueblo y que la obra literaria auténtica nace de la colaboración entre el talento del escritor, el entorno familiar y la tradición anónima. “La burra con GPS” es buena prueba de ello.
Si la patria del escritor es su infancia, su capital es la lengua, la que uno mamó de crío. La infancia del escritor es como una especie de fuente, que no cesa de manar y de proporcionarle información.
La vida en los años sesenta, en el campo extremeño, era muy humilde, llena de carencias, pero a la vez el pueblo era un palpitante microcosmos en el que el niño podía vivir la plenitud.
Si en su novela "Gayola", los personajes se mueven entre Olivenza, Madrid y Portugal, en “La burra con GPS” lo hacen entre Los Llanos de Olivenza, la dehesa de Sierra Suroeste y Badajoz, con alguna escapada a Madrid. Es decir, infancia, juventud y cañas…; quiero decir y canas…
El libro, que contiene una veintena larga de relatos y casi diez microrrelatos o jirones, engancha al lector desde la primera frase: “Mucho antes de que la tv llegase a mi pueblo, Barcarrota, yo ya tenía abuela. Con dos canales: abuela Julia y abuela María” (Cierro comillas). La abuela Julia era diestra en adobar matanzas y en hacer punto y ganchillo. La abuela María sabía curar a los alunados con aceite, agua y oraciones; y además era experta en romances y trabalenguas, con los que entretenía a los críos… (el prototipo de abuela; la abuela universal).
En el capítulo titulado "El tiempo escrito con ceniza", cuenta Joaquín que su primera maestra se forraba las piernas con revistas para que no le salieran cabrillas al arrimarse al brasero de picón… Pero, no vayan ustedes a creer… A continuación avisa de que era una maestra de las de verdad, de carrera, con su bola del mundo, sus dos mapas de España, un Jesucristo crucificado, un Franco y un José Antonio –los tres muy serios en su trinidad-, un encerado con su tiza y dos cabezas –la de un negro y la de un chinito-, cada una con su ranura en la mollera, que servían para recaudar los cuartos con los que convertir en cristianos a los niños pobres del mundo… “¿Y por qué no los bautizan de balde?”, recuerda que preguntó un día la Ignacia, una niñita rubia y muy guapa, contentísima de haber nacido en Barcarrota…
El paisaje de la infancia del autor está habitado por toda una serie de animales entrañables, como La Singa, una galga averdugá en negro, que quitó mucho hambre en el cortijo de La Cocosa; o como una gata que le hacía la competencia a La Singa a la hora de cazar conejos; y una burra, a la que sólo le faltaba hablar idiomas, si es que no los rebuznaba.
“La burrina de tía Felisa", escribe Joaquín, “era rucia, mansita, pequeña, peluda y suave, pero no se llamaba Platera. La llamábamos la burra, así, a secas”.
Joaquín se acordó de la burrina de tía Felisa al toparse con su primer GPS, que si no era un tontón se le parecía mucho… Y recuerda con nostalgia que, para GPS-GPS el de la burrina de tía Felisa, que te subías en ella, la ponías hacia poniente, le decías “arre” y te llevaba a Valverde de Leganés por el camino más corto y llano; o la ponías hacia Oriente y te llevaba hasta Almendral sin rodear lo más mínimo. Aquello sí que era un GPS…
Decíamos que Joaquín navega entre Los Llanos de Olivenza y la Dehesa de la Sierra Suroeste y que en alguna ocasión escapa hasta los Madriles, para recordar sus años de estudiante y su participación en las carreras de los cuatrocientos metros vallas o los mil quinientos metros lisos delante de unos atletas grises impresionantes, empeñados en disputar el medallero de tan singular olimpiada a los alumnos de periodismo…
Y, a saltos de edad, arriba a Badajoz, donde se asienta y, con el paso de los años, se recrea en un lugar elevado no sólo por él a la categoría de mítico, la Sala Mercantil, plaza pública de los conciertos, dice, puerta para huir del mundo y encontrarse con los que huyen.
Un tercio de las historias del libro están relacionadas de una u otra forma con la Sala Mercantil, algunas compartidas con compañeros de profesión, como la del pianista manco, que sabe Dios cómo se las arreglaría cuando hubiera que tocar a dos manos; o la de los intentos de ligar del que tocaba el contrabajo, que nunca supo qué hacer con el instrumento (quiero decir con el contrabajo), cuando se le acercaba alguna chica…
En fin, no querría terminar sin leerles unas líneas de este librino enorme:
Pág. 71 (UN MAR DE NATA)
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