domingo, 15 de abril de 2018


Ibarra, Vara y Monago, vidas paralelas




José Joaquín Rodrígez Lara



La Diputación de Badajoz acaba de conceder a Juan Carlos Rodríguez Ibarra, expresidente de la Junta de Extremadura, una de las recién creadas medallas de oro de la provincia.


Pretende recompensar así los méritos del exgobernante socialista, por su contribución a mejorar “las infraestructuras de todo tipo y la calidad de vida de sus gentes”.


Se puede estar de acuerdo o no con la necesidad de que la Diputación cree un nuevo galardón político, y que lo haga precisamente ahora que su presidente se esfuerza en borrar tantos viejos galardones políticos, pero está fuera de toda duda que, de las tres personas que han presidido la Junta -Ibarra, Vara y Monago, por orden de aparición ante el micrófono- Rodríguez Ibarra es el que más huella ha dejado, tanto sobre el terreno como en la memoria colectiva. Incluso en Badajoz.


Cierto es que Juan Carlos Rodríguez Ibarra estuvo en el poder muchísimo más tiempo que sus sucesores -24 años de presidente autonómico y 5 meses y 20 días de preautonómico- pero también es verdad que casi toda su obra sigue en pie, mientras que la de Monago está en los cimientos, si es que todavía queda algo de ella, y la de Vara aún no se sabe si está ni donde se encuentra.


Al contrario que sus sucesores, Ibarra gobernó con amplias mayorías absolutas, salvo en una legislatura. Y no pocas veces lo hizo desde la soberbia, incluso con prepotencia, sin preocuparle que humillara al adversario, fuese popular, comunista o regionalista. Gobernó con no pocas dosis de despotismo ilustrado, como un rey sol de sangre republicana o un emperador romano acampado en Mérida.


El mismo día y a la misma hora que el PSOE, en una comisión parlamentaria, trataba de que el Día de Extremadura fuese el de la constitución de la Asamblea, Ibarra dijo en una entrevista radiofónica que debía ser el día de la Virgen de Guadalupe. Se cargó el debate.


No quiere decir esto que el presidente Ibarra se comportase como un dictador, al menos fuera de su partido, pero sí que exprimió su legítimo poder democrático hasta sacarle la última gota, al margen de la opinión ajena.


Sus 24 años largos de presidencia tuvieron mucho de ‘estado en obras’. Entre otras cosas, porque había que construir una Extremadura a la que, durante siglos, se le había negado su derecho a existir. A la sombra de Ibarra se redactó y aprobó el primer Estatuto de Autonomía de la región. Bajo su mandato, Extremadura dejó de ser un binomio de dos provincias infibuladas por la espalda, para convertirse en una región con un perfil nítido, tanto interior como exterior.


Ibarra, a pesar de Pablo Castellano y su guardería cacereña, convirtió en un partido regional, que no regionalista, a un PSOE dividido en dos mitades muy provincianas. Rodríguez Ibarra hizo centros culturales en los municipios, construyó dos autovías, abrió hospitales, promovió la creación de embalses y puentes, puso en marcha un simulacro de televisión regional y centró la atención y el respeto de la ciudadanía extremeña, por encima de las ideologías.


Se puede discutir si, bajo su presidencia, se le pudo o no se le pudo sacar más provecho a los cuantiosos fondos que llegaron de la Unión Europea, pero lo cierto es que Extremadura mejoró, aunque la gran tragedia, el paro, se mantuviese.


Muy amigo de sus amigos, sin importarle que estuvieran condenados por delitos gravísimos y en la cárcel, Rodríguez Ibarra nunca tuvo piedad de sus adversarios y cuando pudo aplastarlos, lo hizo; lo que no le impidió pedirles ayuda después, cuando los necesitó para negociar, por ejemplo unos Presupuestos. En la cuarta legislatura el PSOE estuvo en minoría, con 31 escaños, por 27 del PP y 6 de IU-LV.


Guillermo Fernández Vara, segundo en la cadena sucesoria, director general y consejero con Ibarra, vecino y continuador por designación dedocrática -conveniente y estatutariamente refrendada luego por el partido- debutó como presidente en 2007 con una mayoría absoluta (38 escaños) que rozó el techo (39 escaños en 1991) de su padre político. El favor de las urnas le duró a Vara una legislatura y, visto lo que vino después, hay que preguntarse cuántas personas votarían a Vara el domingo 27 de mayo del 2007 creyendo que seguían votando a Ibarra, que acababa de irse al “último asiento del autobús”.


Vara es hijo político de Ibarra, pero debe de haber salido a la madre, porque no se le parece ni en lo blanco de los ojos. Más que gobernar, Vara parece que preside una ONG. Más que hablar de lo que está haciendo o de lo que va a hacer, ensalza lo que le gusta de las obras ajenas y enuncia lo que habría que conseguir, como si en vez de gobernar, reinase, y como si las acciones de gobierno no dependiesen directamente de él. Registra sus compromisos ante notario, pero eso no garantiza que los cumpla.


Durante sus mandatos, el paro sigue siendo la gran tragedia, a pesar de que la emigración está en unos niveles aterradores. Extremadura pierde dos mil jóvenes, un pueblo en la flor de la vida, cada año.


Tiene aspecto de bonachón y no exhibe el tono hostil de Ibarra, pero aunque a veces pueda parecerlo, Fernández Vara dista mucho de ser la madre Teresa de Calcuta.


En su primera legislatura se aprobaron, mano a mano con el PP, la reforma del Estatuto de Autonomía y la Ley de Educación, iniciativas legislativas que, como todas, o casi todas, las promovidas por Vara, son importantes, pero no dan pan a quien necesita comer inmediatamente. El primum vívere deinde fhilosofhari no parece ir mucho con Vara. Debe de ser un deje profesional.

 

A pesar de haber tenido como instructor a Ibarra en la acción de gobierno, Vara se parece más a Zapatero: mira tan alto, a las estrellas, que a veces no ve los baches.


Aunque estuvo en las inauguraciones de Ibarra, la gran obra de Vara aún está por llegar. No se sabe por dónde vendrá ni cuando, ni si será una autovía Badajoz-Cáceres-, un parque de atracciones en mitad de La Siberia extremeña o un autobús de turistas debajo de cada estrella.

 

En cualquier caso, sería terrible para la región que Vara sólo pasase a los anales por los enchufes de una empresa pública, por la chapuza de unas ambulancias o por habernos llamado asesinos de mujeres a todos los hombres.

Es cierto que, esta legislatura, Vara no tiene mayoría absoluta, que Podemos no es un paracaídas fiable y que le está tocando lidiar con los coletazos de la crisis económica, pero es la cola de la tragedia, no son las fauces ni tampoco las garras. Mucho peor lo tuvo Monago.


José Antonio Monago Terraza, primer militante del Partido Popular elegido presidente del Gobierno de Extremadura, después de siete legislaturas -28 años más el trecho preautonómico- de poder socialista, tuvo que ceder ante Izquierda Unida para poder gobernar. Monago demostró que la ideología, por muy opuesta que sea, no es un anticuerpo que impida la colaboración política. Ya había pactado con el PSOE el vigente Estatuto, y negoció con IU su acceso al Gobierno.


Monago tuvo que inventarse su administración autonómica. Trató de cambiar Extremadura, de profesionalizar su economía, de despertar a un sector agrario adormilado durante décadas en la ubre de las subvenciones, pero no fue capaz. Le tocó lo peor de la crisis y sólo le dio tiempo a poner los cimientos del cambio, los primeros viales de un tren digno.


Luego perdió las elecciones del 2015, volvió el PSOE y, aunque Rajoy sigue abriéndole paso al tren del futuro, Vara desmontó uno a uno los ladrillos que Monago había empezado a poner; hasta el punto de que en el nombre de la consejería que debe ocuparse del sector agrario hay de todo menos campo. Monago recuperó el Festival de Mérida, saqueado en la etapa socialista, y Vara le cortó las alas al director que lo había salvado y suprimió la Consejería de Cultura.

Nada que no se haya visto mil veces en los documentales que La 2 dedica a los leones del Serengueti.

Dicho lo cual, enhorabuena por esa medalla de oro, presidente Ibarra. Pero no la muerda, por si caso.


(Trigésimo séptimo artículo escrito para extremadura7dias.com,
publicado el 14 de abril del año 2018.)


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