Por supuesto, los hospitales y ¿qué decir de los cementerios?, también estarán un poco más lejos de sus clientes potenciales. Y las sillas de ruedas y los puntos de sutura y el dolor. Todo se habrá alejado. Si no en metros, al menos en minutos.
Todo estará un poco más distante. Todo menos las carreteras convencionales, que seguirán en el mismo punto en el que se encontraban la noche anterior, con su firme en deficiente estado, sus curvas mal peraltadas, su trazado manifiestamente mejorable. Todo seguirá igual en las carreteras menos el miedo, de quienes conducen, a superar los límites de velocidad y a recibir una sanción.
¿Disminuirá el número de accidentes y el de víctimas –tanto de personas heridas como el de fallecidas- con el frenazo decretado por el Gobierno de Sánchez – Ábalos? Posiblemente.
Esas cifras ya bajaron en Extremadura durante el año pasado sin necesidad de reducir el límite de velocidad máxima autorizada, así que ahora que se aplica la medida mano de santo de quitarles un dígito a las señales, al más puro estilo Manuela Carmena, la reducción tendría que ser espectacular. O eso o el fracaso. Con los grandes remedios no hay término medio posible.
Pero, en cualquier caso, es una medida engañosa; es una decisión que no soluciona los problemas, sino que se limita a esconderlos bajo la alfombra de la polémica. Porque el peligro no está en circular a cien kilómetros por hora en vehículos diseñador para hacerlo a 150 y a mucho más sin problemas. Si así fuese, tampoco se podría pasar de 90 en las autovías y en las autopistas. El peligro está en tener que transitar con ellos por carreteras construidas para vehículos que excepcionalmente podían ponerse a 100, esa cifra mágica. Aquellos automóviles de a 100 ya no pasarían la ITV. ¿La pasarían estas carreteras de a 90 que, por el arte del birlibirloque, se pretende hacer pasar por menos peligrosas?
Circulamos con vehículos diseñados para las autopistas alemanas por carreteras herederas de los viejos caminos de tierra que abrieron las carretas del siglo XVIII. Y, para evitar desgracias, en vez de poner todo el esfuerzo en la renovación del asfalto, se renuevan, a la baja, sus señales.
Imagino que si no bastase con reducir la velocidad a 90, a 80, a 60 o a 20…, siempre cabría la posibilidad de prohibir el tráfico por carretera y ‘desviarlo’ hacia el ferrocarril.
Y hablando de la bicha, el señor Ábalos, ministro tanto de las señales como del fósil de la culebra, debería usar la misma estrategia tuneadora para terminar con el problema del tren. Si el tren de la vergüenza, es decir, la cosa esa extremeña, se avería, sale ardiendo, se queda sin gasóleo, sin luces, sin retretes o sin maquinista por circular a 30, a 40 o a 50 kilómetros por hora, la solución a todos y cada uno de estos problemas no está en mejorar el material –tanto yacente como, es un decir, rodante-, sino en reducir la velocidad máxima autorizada para circular por las vías.
Incluso en reducirla hasta cero kilómetros por hora, por día, semana, mes, año y así hasta la eternidad.
El éxito está asegurado. Al fin y al cabo, prohibir es lo que mejor se le da a los gobiernos de este país. Atacar la raíz de los problemas, por ejemplo convirtiendo las carreteras nacionales en autovías, ya les cuesta más. Sobre todo en Extremadura, donde la gran mayoría de los accidentes mortales se producen en carreteras convencionales ¡porque casi no hay autovías! y la mayoría de las carreteras convencionales se encuentran en un estado deplorable.
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