Lo que el tiempo se llevó
José Joaquín Rodríguez Lara
Una de las estampas callejeras más típicas de cualquier ciudad, sea pequeña, mediana o grande, es la del pizzero.
En las pizzerías, horneando y vendiendo las pizzas, hay tantas o más chicas que chicos, pero en la calle, encargándose de repartirlas en moto por los domicilios, casi todos son varones.
Su actividad, su juventud, su modo de circular por donde sólo ellos osan circular y su indumentaria marcan un estilo en la calle y son la estampa de una época, así que casi no se repara en su existencia y parecen que han estado ahí desde el principio de los tiempos y que continuarán estando hasta el fin del mundo.
Está claro que no es así; desde luego no lo es en lo que respecta a la primera parte y difícilmente lo será en lo referente a la segunda. Mucho antes de que aparecieran los pizzeros, con toda su parafernalia para alimentar al mundo, circularon durante décadas y décadas otros profesionales de la alimentación y de la utilería alimentaria a los que el tiempo se llevó por delante y hoy sólo pueden verse en algún daguerrotipo o viejas fotografías y en los recovecos menos transitados de la memoria. Son auténticas piezas de museo etnológico.
EL DEL TOCINO
Y no es necesario remontase a quienes, hace siglos, recorrían las calles preguntando “¿a quién se lo meto, a quien se lo meto?”, anunciando con este pregón tan directo y singular, propio de la literatura picaresca española, su disposición a introducir en los pucheros domésticos durante un rato, un trozo de tocino o de hueso atado con una cuerda, para rescatarlo una vez cumplido el tiempo del alquiler, a cambio de una moneda. Con su actividad, el tocinero convertía el agua chirri en caldo.
EL DE LOS ‘TOSTAOS’
Todavía hay quién recordará a quienes iban de calle en calle cambiando garbanzos crudos de buena calidad por garbanzos ‘tostaos’ no tan buenos para el cocido. Era oír el pregón, la chiquillería salía a la calle con una vasija –un vaso o algo similar- llena de buenos garbanzos crudos y el garbancero se los cambiaba por media vasija de ‘tostaos’, una chuchería muy apreciada cuando no había chicles, ni nubes de comer, ni pastelitos con aceite de palma, ni casi nada que llevarse a la boca.
EL DE LOS HELADOS
"Heeelaaados mantecados, al rico helaaaadooo", decía su pregón. Recorría las calles durante las tardes del verano, al final de la preceptiva siesta. Fabricaba los helados él mismos -cada uno con su fórmula artesanal- y los trasportaba en la heladera, cuyo corazón era un cilindro de acero inoxidable rodeado de hielo dentro de un receptáculo de corcho, para aislar al helado del calor del aire. Entonces los helados eran casi todos iguales. Los había de un sabor, todo lo más de dos, y con una o dos bolas. Pero el heladero cargado con su tarro de corcho, tapado con una especie de cono muy brillante, y armado con una paleta para llenar de helado los cucuruchos -luego nos enteramos de que se llamaban barquillos- no era un espectáculo, era lo más parecido a una feria en la puerta de casa.
LA DE LOS MOLLETES
El tiempo también se llevó por delante a quienes recorrían las calles, incluso viajaban de un pueblo a otro, vendiendo molletes –el mejor pan para hacer tostadas que se ha inventado- “al rico molleeetiito”, decía el pregón; también podía vender jeringas, a las que casi todo el mundo llama ya churros, aunque su nombre primigenio sea tejeringo. En muchos pueblos también se vendían con el mismo sistema perrunillas, frutos de sartén –rosquillas, pestiños, carajuelos…- y otros dulces. En este empleo sí había mujeres.
EL DE LOS HUEVOS
Para la elaboración de la mayoría de estos productos se necesitaban muchos huevos y ahí entraban los recoveros que recorrían los campos comprando, vendiendo y cambiando huevos, pollos, gallos y gallinas. Solía transportar los animales en las angarillas de su burrina, colgados cabeza abajo por las patas.
El recovero era un profesional polifacético y por las docenas o las cabezas acordadas, lo mismo entregaba vino, aceite o tela que tabaco.
EL DE LA FURGONETA
Al recovero empezó a hacerle la competencia y terminó retirándolo el taxista de pueblo que, con su furgoneta –las DKW eran prodigiosas-, lo mismo llevaba clientes a la consulta del médico en la población cabecera de la comarca que, previo encargo, traía piezas de tela –un corte para un vestido-, herramientas para el campo, menaje de cocina o cualquier cosa que se le encargase.
Mientras esperaba a que sus viajeros estuviesen listos para regresar al pueblo, el taxista aprovechaba el tiempo, generalmente la mañana, para hacer los ‘encargos’.
EL TRIPERO
Y, siguiendo con las cosas de comer, con los primeros fríos bajaban del norte de Cáceres y de Salamanca los vendedores de tripa de vaca y de pimentón, para los embutidos de las matanzas. Recorrían las calles con sus mazos de tripa seca, que tenían un olor muy característico, colgados del hombro de la chambra.
La chambra fue el uniforme obligatorio de los hombres de casi toda Extremadura hasta la década de los años setenta del siglo XX. Aunque podía cambiar el color, todas las chambras eran iguales, una especie de chaqueta gris, en la mayoría de los casos, con dos grandes bolsillos, mangas holgadas, abierta sólo por delante, abotonada de arriba hasta abajo y con cuello de tirilla, lo que más tarde, con la implantación de la dictadura maoísta en China y su impacto mundial se denominó ‘cuello mao’. La chambra tenía en el cuello un botón y otro inmediatamente debajo. Este segundo era el único que se abrochaba, quedando de adorno todos los demás de la amplísima botonadura. El único botón utilizado sujetaba la prenda al cuello.
EL DE LAS PUNTILLAS
En aquellos años oscuros, la indumentaria, especialmente la masculina, era monolítica: pantalón de pana, faja negra, camisa clara, chaleco oscuro, chambra y boina.
Las mujeres se permitían algún adorno, pero también poca cosa. Todo lo más las puntillas, que coronaban con sus encajes las aperturas de los vestidos, o la ropa de la cama, y ya, lo último de lo último, las tiras bordadas.
“Puntiiiilla, tira bordáaaa”, decía el pregón del hombre que recorría las calles con una especie de armazón triangular, construido con la madera más ligera posible, en el que mostraba el género a la clientela. El hombre de las puntillas era una mercería ambulante. Medía el género con una vara -medida que se remonta al Neolítico y que está esculpida en la Plaza Chica de Zafra, en el sur de Extremadura- de unos sesenta centímetros, y lo vendía por cuartas, varas, medias varas…
EL BOTIJERO
El vendedor de piches, cántaros, pucheros, orzas y demás cacharros de arcilla usados para bebe y comer ha sido sin duda el mercader ambulante que ha hecho más kilómetros. Los botijeros de Salvatierra de los Barros (Badajoz) han llegado al fin del mundo con sus asnos, sus angarillas, su carga de cacharros y sus ganas de abrirse camino en la vida. La estampa del botijero y de su burro en plazas, mercados y playas está todavía en la retina de mucha gente. En el norte de Europa se recibía bien a los botijeros y, sobre todo, a sus burros, a los que las mujeres holandesas –está documentado- les daban caramelos al tiempo que compraban cacharros, aunque no los necesitasen, para aliviar el peso de la carga que llevaba el animal.
EL LAÑADOR Y DEMÁS MANITAS
No es una errata. Eran y son, si queda alguno, lañadores, con a; no leñadores, con e. Los lañadores recorrían los pueblos arreglando tinajas, conos y otras grandes vasijas de barro que se habían roto. Entonces no se tiraba casi nada. Los lañadores unían las piezas del tiesto quebrado con una grapas que se llaman lañas, de ahí el nombre de quienes las usan, y la vasija rota podía volverse a utilizar.
Lo mismo hacía los quinquilleros que iban por los pueblos reparando con estaño azafates, pucheros, ollas y otras piezas metálicas del menaje de cocina doméstico que se habían ‘picao’.
EL DE LA TIERRA BLANCA Y EL PARAGÜERO
No podían quedar fuera de esta relación de profesionales con los que terminaron el tiempo, el plástico, las nuevas formas de vivir y los chinos, entre otros factores, el tierrablanquero, el vendedor de cal blanca. Recorría los pueblos con su caballería –burra o mula- con el serón lleno de cal blanca que se utilizaba y se continúa utilizando para ‘embarrar’ las paredes, en Barcarrota (Badajoz), para encalarlas, para blanquearlas y para enjalbegarlas, que de todos estos modos se llama, según el pueblo, a la misma operación. Un pueblo encalado no sólo es más atractivo y parece más limpio, aunque no lo esté, sino que repele mejor las altas temperaturas del verano y es más sano, pues la cal se lleva por delante lo que le echen. Y a falta de pan..., al menos que haya higiene. Llegados los prolegómenos del verano, había alcaldes que emitían bandos obligando a encalar las fachadas de las viviendas, avisando de que no hacerlo acarreaba multa.
El viento también barrió las calles. El viento acaba hasta con los paraguas. Y como antes llovía, pues resultaba imprescindible tener un buen paraguas. Eran muy apreciados los paraguas portugueses, grandes, fuertes y pesados, pero todos terminaban rompiéndose y, como antes no se tiraba nada, se le entregaba el paraguas al paragüero que lo arreglaba en un santiamén por un precio módico.
Luego llegaron los chinos y, vendiendo paraguas de infinita menos calidad que los de siempre, consiguieron multiplicar sus roturas y, al mismo tiempo, acabaron con quienes reparaban paraguas.
A los comercios chinos también les llegará algún día la hora del cierre, pues o se acaba la cultura del usar y tirar –con precios bajos en productos de muy poca calidad que nadie pierde el tiempo en reparar- o se acabará el mundo. Lo sabe cualquiera que haya visto el mar ahogado en plástico. Más pronto que tarde, los pesqueros traerán a puerto más plástico que peces y comer pescado sin desmigar será un lujo que sólo estará al alcance de quienes sean muy pudientes.
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