Cambio sardina por chorizo
José Joaquín Rodríguez Lara
Los extremeños despiden hoy a la plebeya de los mares con funerales de reina de las dehesas. Extremadura entera se rinde ante la sardina, este Martes de Carnaval, tributándole a la fresca moza honores de emperatriz y despedida de vieja rica que, antes de expirar, hubiera pasado por el notario.
- Y ¿cuánto dejó la finada?
- Gran pesar y no poca congoja
- ¿Y la alforja?
- Vacía no; empeñada.
- ¿Y a qué, pues, tanto lamento?
- Cosa de nacimiento
- ¿Pariente cercano era?
- Mucho más: forastera.
Y como forastera que es, la visten como a una novia; la sacan a hombros como al más valiente de los toreros y para abreviarle el mal trago de la despedida, en lugar de tierra le dan fuego y avientan al aire sus cenizas. En Extremadura, alcanza este día la sardina tal protagonismo popular y recibe semejante agasajo que no hay pescado que la iguale ni carne que a soñar se eche. Ni la sabrosísima tenca (esa esmeralda de las charcas a la que Dios nuestro Señor, antes de mandarla a Extremadura, le enseñó el arte imprescindible de sobrevivir a la sequía enterrándose bajo el barro), ni tampoco el austero bacalao (milagro de la conservación, genio de los sabores, tan abierto y generoso que nunca rechazó ni unas papas ni un arroz ni unos garbanzos ni la mesa de un rico ni el fogón de un fraile ni el hambre de un pobre), ni, por supuesto, el cerdo.
Nunca, jamás, como a la sardina se honró aquí a nadie. Y menos que a nadie, al cabizbajo al que, por ser de la tierra, no hay quien le reconozca el mérito y le siente en el trono festivo de las parihuelas. Esta es la fiesta de la carne, pero Don Carnal no quiere ver al cerdo ni en pintura y recurre a la sardina que es bicho de Cuaresma.
- Pero con tradición.
- Mucha, sí, y muy madrileña.
Como todo tiene un principio, parece que el reinado de la sardina támbién lo tuvo y cuentan los que saben, como don Julio Caro Baroja, que antes de la sardina fue el marrano, al que el abuelo de Don Carnal debió de destronar por mucho miedo y más envidia y a quien su tataranieto Carnalborja no ha repuesto todavía en el efímero reino del martes carnavalesco. Una injusticia que a esta tierra, tan madrastra de los suyos, le cuesta reconocer, aunque motivos (gastronómicos, lúdicos, simbólicos, geográficos, históricos, económicos...) hay más que sobrados.
En Cáceres, al menos, se come por estas fechas el buche y las berzas, en el que hay costillas, manos, espinazo, orejas y otras prendas del filósofo de los encinares. Indica Fernando García Morales, periodista y divulgador de las tradiciones cacereñas, que el guiso es un trasunto del botillo leonés que bajó hasta Extremadura por las cañadas reales y aquí se quedó para uso y disfrute de los cacereños.
Con ser mucho, y fuerte, poco reconocimiento es para el humilde de los humildes, con cuya imagen en piedra y en madera los antiguos adornaron campos, claustros conventuales y sillerias catedralicias y al que hoy no se le permite ni ser el celebrado fiambre del Carnaval.
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