Mi vecino tiene pies de big foot
José Joaquín Rodríguez Lara
Me sorprendió, lo confieso, y no he podido olvidarlo, a pesar de que ocurrió hace bastante tiempo.
Seguramente por error, el cartero dejó en nuestro buzón una carta que tenía como destinatario a un vecino. Me di cuenta cuando revisaba el correo, mientras esperaba que bajase el ascensor.
Si me hubiese limitado a depositar la carta en el buzón correcto ya habría olvidado lo sucedido y no estaría hablando de ello ahora. Pero, en vez de enmendar con displicencia el error del cartero, me empeñé en practicar la cortesía vecinal y le llevé la carta a mi vecino, personalmente.
La verdad es que me caía de paso, así que llegué hasta la puerta de su vivienda, pulsé el timbre y esperé a que abriera. La hoja de la puerta está lacada en el mismo color y con la misma textura que muchos ataúdes estandares, por lo que, transcurridos unos instantes, bajé la vista y me puse a mirar el felpudo. Tendido a mis pies, ovalado, fabricado con fibras vegetales, con el lomo encrespado como el de un animal a la defensiva, por un momento pensé que no era una naturaleza muerta, sino que estaba vivo y aguardaba a que la próxima presa saliera de su madriguera para saltar sobre ella y devorarla.
Salió al fin. Casi no sentí que se abriese la puerta, pero salió. Sobre el mármol del piso apareció entonces un abanico de uñas largas, afiladas, muy negras, auténticas garras. Di un respingo. Las uñas salían de unos pies enormes, cubiertos con abundantes y largos pelos blancos... Parecían las garras de un gigantesco oso polar; de un plantígrado que acabase de participar en una batalla a muerte, pues sobre los pelos blancos caían grandes e irregulares chorreones rojos. Pensé que eran manchas de sangre y volví a respingar acercándome un poco más al ascensor.
Al separarme de la tapa del ataúd pude descubrir que las zarpas ensangrentadas era unas botas, unas pantuflas de fantasía, regalo del día de reyes. Las bocas de las botas eruptaban las perneras de un pijama a cuadros, igualmente ofrenda navideña, cubierto con un batín -ídem de lienzo- ceñido a la cintura por un cinturón anudado descuidadamente. Dentro de todo ello estaba mi vecino. Envuelto para regalo.
Me miró con extrañeza, le adelanté la carta, se puso las gafas, leyó el nombre y la dirección del destinatario, asintió con la cabeza, se dio media vuelta y desapareció tras la puerta. Creo que me confundió con el cartero.
Me he vuelto a acordar de todo esto mientras contemplaba el espectáculo 'Cenizas o dame una razón para no desintegrarme', representado en el teatro López de Ayala -mucho menos de media entrada- dentro del 37 Festival de Teatro de Badajoz.
Alberto Velasco, a la izquierda, el tenedor gigante y Chevi Muraday.
(Imagen publicada por
En 'Cenizas o dame una razón para no desintegrarme' hay texto, pero se trata de un espectáculo de danza. De danza contemporánea, aunque a veces más parece danza primigenia y primordial. No sé como clasificarlo. Es un montaje muy singular. El decorado reproduce una habitación de evocación daliniana, pintada en rojo, decorada con cenefas, con un espejo de tipo cornucopia, de pared, la estampa de una virgen adornada con pequeñas flores, un jarrón de bazar chino, una silla, veintidós espectadores -un profesor, seis alumnos y quince alumnas distribuidos sobre sillas en dos frentes de once localidades cada uno-, varias lámparas eléctricas con apliques que semejan candelabros, libros, tenedores, incluido un tenedor gigante que baja con la tramoya, lluvia de confeti, una cascada de sombras de tenedores y poco más.
(Imagen publicada por
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