sábado, 15 de agosto de 2015

La gente del cajón


José Joaquín Rodríguez Lara


Le preocupaba la carrera espacial. Le preocupaba mucho, aunque aún no había cumplido los siete años de edad. Escuchó a su padre y a otros hombres hablar sobre el lanzamiento de cohetes y se le encogieron las tripas.

 
No dijo nada, porque en casa le habían enseñado que los niños no deben inmiscuirse en las conversaciones de las personas mayores, pero se pasó toda la siesta dando vueltas sobre el jergón de corcholina, incapaz de dormir. Y lo mismo le ocurrió por la noche y al día siguiente y al otro.


Cerraba los ojos y veía cohetes disparados contra el cielo. Tenía miedo. Si los cohetes salían de la tierra para ir al espacio, en algún sitio tendrían que hacer un agujero. No se llega a las estrellas así como así, abriendo una ventana en el cielo.


Y un agujero, tal vez no fuera gran cosa, pero tantos cohetes, cada uno con su agujero de salida, podían acabar con el mundo en poco tiempo. Para abrir un huevo basta con el pico de un pollo. Los picos de tres o cuatro cohetes podían partir el mundo por la mitad, convirtiéndolo en dos cascarones vacíos, inservibles para contener el aire y el agua y las encinas y los barbechos y a la gente. Todo lo que él conocía y hasta lo que se imaginaba quedaría desparramado, inservible, flotando en no sabía qué.

 
Los cohetes podían acabar con el mundo antes de que él lo hubiese recorrido. No le daría tiempo a ver el cortijo de Las Merinillas, ni a visitar Los Aceve(d)os; y no digamos ya a cruzar las lindes de Cabeza Rubia o de El Comandante, mundos tan lejanos que su padre ni siquiera regresaba a dormir cuando el encargado le enviaba con el tractor, el Lanz 60, a descortezarlos con la vertedera. Menos mal que su madre, algo es algo, le había llevado a comprar tomates al cortijo de Los Cabezu(d)os.


- Pero abre la talega, criatura.


Tres panes le había puesto la casera en la talega, como todas las semanas. Luego, ella misma le había hecho el nudo a la bolsa de tela, como si él no fuera capaz de hacer algo tan sencillo.


- Anda y vete derechito al chozo; no te quedes mirando a los zagalones del cortijo, que tu madre te está esperando.


En la talega estaba la prueba de lo que pasaba con la tierra y, para demostrarlo, hizo que girase sobre su cabeza. La talega daba vueltas, pero el pan no se movió.


- Porque va dentro y la casera le ha hecho un buen moño. Pero, ¿qué pasaría si los tres panes fuesen fuera y yo le diese vueltas a la talega, así? Los panes saldrían volando. ¿Y si la talega se parte por la mitad?


No tenía la menor duda, si la talega se rompiera, los panes saldrían disparados como cohetes por cualquier roto o descosido. Y lo mismo ocurriría con el ocho de leche si en vez de estar acobardado en el fondo de la lechera estuviese fuera. O con la gente y los chozos si en lugar de estar dentro de la tierra estuvieran fuera.


- Y si no, fíjate en la honda.


Se decía a sí mismo para disipar cualquier duda.


- Si la honda fuese una talega o una lechera, las piedras no saldrían disparadas y las vacas se comerían los sembrados. Si está muy claro. Vivimos dentro.


Miró al cielo entonces, buscando el agujero abierto por el cohete, pero sólo vio veredas de humo blanco que delataban el paso de los aviones. Su padre le había dicho que para volar en avión hay que "atarse al cacharro" con un cinturón. Y él lo entendió a la primera. Lo del cohete no, pero lo del avión sí.


En las bestias no se usa cinturón porque vas casi a ras de suelo, aunque si te caes puedes darte un buen costalazo, pero en el avión... El avión va muy alto.


Tan alto que, por más que se esforzaba, nunca lograba ver ni siquiera los pies de los viajeros, a los que suponía sentados en hilera a horcajadas sobre el lomo del aeroplano, o dispuestos codo contra codo en las alas, que siempre imagino parecidas a los bancos corridos de la capilla.


- El piloto, seguro que tiene reclinatorio propio, con iniciales, como la señorita Dolores.


Luego creció, salió del campo, fue a la escuela, leyó y le vio los pies a los pasajeros de los aviones y hasta a los tripulantes de los cohetes en los informativos de la televisión. No había vuelto a pensar en el agujereado cascarón terráqueo hasta que una noche, mientras daban el Telediario en el televisor, su abuela María, que ya casi no sabía quien era, le devolvió a la infancia con una simple pregunta.


- Hijo, y a estos hombres, ¿cuándo se les echa de comer?


Los hombres eran los presentadores del Telediario. Cada uno en su mesa, con sus papeles y en su papel.


- ¿Pero qué dices abuela?


- Digo que cuándo le echáis de comer a estos hombres.


Para abuela María, la gente de la televisión vivía dentro del televisor, como si fuesen pollos a los que se estuviese criando en un cajón de tabaco. A los pollos se les ponía una tela metálica sobre el cajón, para protegerlos, y al televisor, una pantalla de cristal, para que la gente del cajón no se escapase.




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