Barrotes en la piel
José Joaquín Rodríguez Lara
Es nuestra primera patria. Y también la última. La frontera.
Todo lo demás son ropajes, disfraces, camuflajes ridículos. Como este cartón.
Fue pliego de papel, tuvo cuerpo, nombre y sombra antes de que mis uñas lo
convirtieran en un erial para que yo mismo lo siembre de palabras con la
lengua humedecida del carboncillo.
Escribir es arar, es sepultar el pensamiento,
cuando no la vida entera, con la esperanza de que fructifique y con la certeza
de que el fruto jamás alcanzará el volumen deseado. Son tantas las ocasiones en
las que la cosecha palidece ante la semilla.
Pero, a pesar de todo, aquí sigo, escribiendo, cual lombriz que horada
el fango; como hormiguilla que ilumina la ceguera del barro; todo lo más, lo
mismo que un viejo minero demente empeñado en esconder piedras preciosas en las
venas vacías del filón. A la luz del pitillo, a golpes del lapicero, mientras
el postrero aliento de la última mariposa de humo alza el vuelo y se disuelve
en el sopicaldo de mis cuatro paredes.
Todo me huele a tabaco. Todo. Hasta la luz. No sólo el folio
que una vez fue cajetilla y ahora sólo es pergamino, vitela, piel estirada para
regar con sangre los surcos de la vida. De mi vida. Una vida que no es gran
cosa, ya lo sé. Pero es la que tengo; lo que me queda. Casi menos que a la
cajetilla despanzurrada que, desde hace ya no sé cuanto tiempo, uso como
cuaderno, hoja a hoja, pitillo a pitillo, calada a calada.
Me queda la piel, llena de borrones, es verdad, pero cerrada
aún; una talega con su moño y su galón de cierre. Es mi patria. Vivo dentro de
sus fronteras. Preso en ella y condenado a muerte desde que nací, me asomo a la
reja del folio, con las manos aferradas a los barrotes del renglón, para
imaginar el vuelo sonámbulo de las mariposas.
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