La partida
José Joaquín Rodríguez Lara
Hay galgos en la linde azul del cielo. Los he visto corretear y hacer cabriolas, nerviosos e impacientes, como si acabasen de dejar atrás las traíllas. El Mantés, la Coralia, la Campera, la Singa, la Ligera, Cástor, Póllux, Camuñas... Estaban todos los que recuerdo y otros que no he logrado reconocer. Dispuesto el timón, firmes las patas, fibroso el cuello, los ojos vivísimos, afiladas las intenciones, atentas las orejas y el lomo fuerte y curvado, sosteniendo la alta bóveda que ampara a las nubes en barbecho.
Un poco más allá, en el escalón de una loma canosa, esperaba el galguero. Enteco, cargado con la buzarca de lona y un garrote atravesado a la espalda, sostenido por las articulaciones de ambos codos. Los galgos le ponían las uñas en el pecho, le lamían las manos y la cara, pero él no se inmutó. Estaba clavado en el paisaje. Parecía un tronco seco que esperase sin esperanza. O quizás no; tal vez tenía la certeza de que no le harían esperar y por eso no mostraba signos de impaciencia.
Un poco más allá, en el escalón de una loma canosa, esperaba el galguero. Enteco, cargado con la buzarca de lona y un garrote atravesado a la espalda, sostenido por las articulaciones de ambos codos. Los galgos le ponían las uñas en el pecho, le lamían las manos y la cara, pero él no se inmutó. Estaba clavado en el paisaje. Parecía un tronco seco que esperase sin esperanza. O quizás no; tal vez tenía la certeza de que no le harían esperar y por eso no mostraba signos de impaciencia.
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