miércoles, 5 de septiembre de 2012

Parir sobre la bicicleta 

José Joaquín Rodríguez Lara 


El ciclismo es cuesta arriba; lo demás son excursiones en bicicleta. Excursiones fatigosas, sin duda, pero excursiones de punta a cabo. Es la épica de los puertos lo que ha hecho grande a las grandes vueltas. Se habla del Tour y se piensa en el Tourmalet, en Alpe d’Huez, en el Mont Ventoux, en el Galibier…; el Giro huele al paso del Stelvio, al Mortirolo, al Gavia, a La Marmolada... La Vuelta carece de esos escenarios gigantes y debe conformarse con cimas más modestas, los lagos de Covadonga, el Angliru, el Cuitu Negru, la Bola del Mundo…, pero lo suficientemente bravas para que el ciclismo siga siendo, también en España, un deporte agónico. 

Ni las firmas comerciales ni las tácticas de equipo ni el colorido de los maillot, lo que de verdad atrae de las carreras es el esfuerzo personal, la lucha individual, el convencimiento de que el ciclista es la pieza fundamental de la bicicleta. Y la montaña es el mejor terreno para apreciar la verdad del pedaleo y disfrutar de toda la grandeza de un deporte que despierta interés en la prensa, en la radio, en la televisión y, por supuesto, en la carretera, a pie de ruta.

Millones de personas siguen, de uno u otro modo, las grandes vueltas cada primavera y cada verano. Unas las siguen, porque la ronda les pasa por la puerta o les pilla en pleno viaje y aprovechan para verla y para aplaudir a los contendientes. Para aplaudirlos a todos, pues esos espectadores no se ahorran felicitaciones, a pesar de que -al contrario de lo que ocurre en el fútbol y con otros deportes colectivos-, en el ciclismo despiertan mucho más interés los ciclistas que sus equipos. Y a otras personas les atrae tanto el ciclismo que hasta suben a las montañas para incorporarse a la carrera como un aditivo imprescindible del espectáculo..

Cuando llegan los grandes puertos, aplaudir parece poco y miles de aficionados se agolpan en las cunetas para sentir el aliento de sus ídolos, para bañarse en el sudor de los campeones y correr junto a ellos tratando de llevarlos en volandas hasta la cima. ¿Por qué lo hacen? Por solidaridad, sin duda; para compartir el dolor y la gloria del ciclista. Bueno, algunos también lo hacen para decir “aquí estoy yo, familia” mientras agitan la bandera que les resulta más suya, o para exhibir su disfraz de diablo, de pollo o de carne desnuda. Les gritan, les echan agua, les cierran el paso… El ciclista avanza por un estrecho pasillo, buscando la luz de la cima, el aire fresco que vivifique sus pulmones, el final de un parto interminable en el que el corredor es, al mismo tiempo, la parturienta y la criatura que lucha por venir al mundo. Y mientras, los ‘maridos’, los ‘compañeros’, ‘las parejas’, los hinchas, en definitiva, ocupan el centro del paritorio y les atosigan con sus alaridos y sus aspavientos. Pretenden aliviarles el dolor, marcarles el ritmo de las contracciones, hacerles menos infernal el alumbramiento, pero no ayudan y cuanto más se arriman, más complican la gesta sobrehumana de parir a lomos de una bicicleta sobre las rampas que comunican el infierno con la gloria.