miércoles, 20 de noviembre de 2019

Vara, de bochorno en bochorno


José Joaquín Rodríguez Lara



El Tribunal Constitucional acaba de declarar inconstitucional la reforma legislativa, promovida por el mal gobierno de Guillermo Fernández Vara y aprobada por la Asamblea de Extremadura, para legalizar el delito medioambiental y urbanístico cometido en el paraje de Valdecañas (Unión Europea) en la provincia de Cáceres.


Ocurrió en el año 2011 de la era socialista. Tal vez, 63 de las 65 señorías que, entonces, disfrutaban de escaño en el Parlamento extremeño no lo supiesen, pero es ilegal exculpar los delitos anulando las leyes que prohíben la comisión de esos actos ilícitos. A quienes, como yo, hemos leído algo sobre derecho desde los años del Bachillerato, no sólo nos pareció una burrada, de burros muy burros, la reforma legislativa promovida por el PSOE y amparada por el PP, sino que nos producía y nos produce arcadas, por ser una grosería política e intelectual profundamente vomitiva.


Quienes se propusieron castrar una ley regional y violar otra estatal para favorecer los intereses de los promotores urbanísticos y, tal vez, sus propios intereses, no sólo atentaron contra el medio ambiente al saltarse la protección legal que dejaba fuera del hormigón al paraje de Valdecañas sino, lo que es muchísimo más grave, escupieron sobre una ley estatal que estaba y sigue estando muy por encima de sus competencias legisladoras.


A pesar de que ya existía una sentencia en contra del engendro urbanístico, de las 65 señorías, 38 del PSOE y 27 del PP, que tenían escaño en el Parlamento regional, 63 votaron a favor de legalizar el lujoso complejo urbanístico de Valdecañas. Votó en contra Tomás Martín Tamayo, con quien más de una vez comenté la bochornosa infamia que pretendía perpetrar la Asamblea. Tamayo, secretario segundo de la Mesa del Parlamento regional, había concurrido a las elecciones como independiente en la lista popular. Seguramente debido a que sabía más por viejo que por diablo, el diputado del PP Miguel Celdrán tampoco apoyó la vergonzosa reforma legislativa; se ausentó de la votación, con lo cual no tuvo necesidad de apoyar el engendro urbanístico ni de romper la disciplina parlamentaria votando en sentido contrario al de su partido.


Todavía hay quien se pregunta el porqué apoyaron sus señorías esa burrada legislativa. Especialmente, el porqué lo hizo el PP, que estaba en la oposición. Personalmente prefiero creer que todo fue un error originado por la ignorancia más supina. El que se hiciese con 'la mejor de las intenciones', si es que algo hubo de ello, no elimina la responsabilidad. Pero soy tan ingenuo que me resisto a creer que sus señorías lo hiciesen todo por la pasta.

 

'Cherchez la femme', buscad a la mujer, aconsejan los franceses cuando se trata de esclarecer un delito o cualquier otro misterio humano. Es un consejo machista, pero tiene fundamento. Sin embargo, no sirve para la política española. En España sólo se le busca la 'femme' a personas como el rey Juan Carlos o el popular José Antonio Monago. El socialista Alfonso Guerra tuvo 'femme' de altos vuelos y casi nadie se la buscó, porque en España, los misterios políticos se aclaran buscando la pasta. A la sentencia de los ERE andaluces me remito.


Tras el nuevo varapalo judicial a costa de Valdecañas, Guillermo Fernández Vara, presidente vitalicio de la Junta de Extremadura, ha dejado otra de sus frases para el mármol. Asegura Vara que hay que respetar "lo que digan los jueces", como él ha "hecho a lo largo de todo este proceso" y lo pretende "seguir haciendo".


Como declaración de principios queda bien, don Guillermo, pero usted sabe que no es verdad. Si usted respetase siempre "lo que digan los jueces" hubiese respetado la sentencia de Tribunal Superior de Justicia de Extremadura en contra de la urbanización del área protegida de Valdecañas y no hubiese promovido una aberrante reforma legislativa para, solamente tres semanas después, saltarse a la torera lo que había dicho el TSJE, el principal tribunal de justicia de Extremadura.

 

Las decisiones judiciales se acatan y se recurren, si no se está conforme con ellas. En eso consiste el respeto 'a lo que dicen los jueces'. Cambiar la ley, como hizo usted, para tratar de eludir las consecuencias jurídicas de los actos delictivos, sean propios o ajenos, no es una muestra de respeto es una reacción bochornosa, señor Vara. Mucho más bochornosa que cambiar el reglamento futbolístico cuando te han pitado penalti en contra. Infinitamente más vergonzosa. 


Desde la libertad de prensa se lo digo, don Guillermo.


sábado, 2 de noviembre de 2019


Es el fuego del otoño


José Joaquín Rodríguez Lara


El otoño empieza a recobrar la memoria y, de nuevo, intenta aprender a llover. Lo hace a regañadientes, a empujones, dando traspiés, lloviendo y haciendo sol, el tiempo del caracol, en sorpresivos arreones de timidez.


Las nubes no pasan, huyen. La lluvia no empapa el suelo, se esconde bajo tierra. En la charca no hay agua; sólo un tablero de barro seco cuarteado.


No parece que estemos en otoño, pero estamos. Es otoño para los calendarios, aunque no lo sea para el cielo. Es un otoño sin otoñada y mis ojos, como una bandada de pájaros sedientos, han levantado el vuelo para posarse en la lluvia, en el frío y en los charcos de aquellos otros otoños tan lejanos ya. Otoños de paraguas y de botas katiuskas, de manos húmedas y de volutas de fuego trepando por la chimenea; de recuerdos perfumados con humo de escobas y de taramas, con aroma a leña mojada, a musiquilla de llanto en el extremo de los troncos y a regazo en confortable compañía.


El fuego es el guardián del hogar. El fuego calienta, alumbra, defiende, despierta la imaginación, aviva el relato, genera encuentros... El fuego nos hizo creadores de historias sociales, soñadores y copartícipes de sueños colectivos. El fuego fue el primer paraíso de la humanidad, la patria primigenia.


No resulta extraño que la palabra más entrañable para referirse a la casa, a la vivienda, al domicilio, a la residencia familiar sea 'hogar'; es decir, el lugar en el que está la hoguera, donde habita el fuego, la candela; el sitio en el que encontramos cobijo, alimento y aceptación.


La lumbre fue siempre, durante todas las estaciones y a lo largo de todos los días del año, el punto de referencia en la vivienda. Desde el primer sorbo de café hasta el primer abrazo del sueño. Encender la lumbre no es algo que todavía sepa hacer todo el mundo. La colocación de la leña, el cuidado del primer resplandor, la interpretación del lenguaje del humo, que nos dice si la candela tirará o no, si la madera está bien colocada o mal, si habrá que hacerle la respiración artificial al fuego o no necesitará que le ayudemos con el soplillo... Todo ello requiere cierta práctica.


La mayoría de las candelas domésticas actuales son falsas o de juguete. Chimeneas de gas con leños simulados, sin vida, incombustibles; o montoncitos piramidales levantados con leña menuda que tardan en comenzar a arder más que en consumirse.


Son fuegos de usar y apagar y están muy lejos de aquellas hogueras domésticas que no se apagaban nunca, ni de día ni de noche. Todo lo más, las brasas se retiraban a dormitar bajo las cálidas sábanas de la ceniza. Aquellas eran lumbres levantadas sobre la reciedumbre de dos grandes troncos, las trancas de encina o de roble que se enfrentaban, cara a cara, sobre el suelo del hogar y entre los que se depositaba paja o papel, a veces piñas resinosas, para iniciar la combustión, y leña menuda para encandelar a la pareja, a los amantes, a los grandes troncos que eran el soporte del fuego y un trasunto de la vida familiar.


Tanto en la lumbre como en el hogar se encelan dos troncos que sostienen a la chiquillería de la leña menuda, siempre chispeante y alborotadora. La convivencia, el fuego, va convirtiendo en brasas y consumiendo las vigas maestras de la candela,  las que sostienen la lumbre, que cada día están más alejadas entre sí, hasta el punto de que hay que volver a arrimarlas para que no se apaguen o se consuman cada una por su lado, ajenas a las necesidades y a las alegrías tanto de la parte contraria como de la leña menuda.


En ocasiones, los troncos ya ni humean pero, aunque parezcan apagados, mientras quede una pizca de calor en sus cuerpos bastará con que se acerquen sus rostros, ya negros y encanecidos por la vida, para que vuelvan a brotar las llamas y, de nuevo, el fuego se enseñoree del hogar.


El otoño que huele a candela es la mejor estación del año; cuando los montes braman pregonando la plenitud de su fuerza y la naturaleza ofrece sus frutos más nutricios y perdurables. Con la otoñada, se visten de oro los naranjos y los membrilleros mientras una multitud de árboles se cubre de llamaradas ocres y anaranjadas y amarillas, como si el paisaje nos ardiese en la mirada. Es el otoño, es el fuego del otoño.