sábado, 2 de noviembre de 2019


Es el fuego del otoño


José Joaquín Rodríguez Lara


El otoño empieza a recobrar la memoria y, de nuevo, intenta aprender a llover. Lo hace a regañadientes, a empujones, dando traspiés, lloviendo y haciendo sol, el tiempo del caracol, en sorpresivos arreones de timidez.


Las nubes no pasan, huyen. La lluvia no empapa el suelo, se esconde bajo tierra. En la charca no hay agua; sólo un tablero de barro seco cuarteado.


No parece que estemos en otoño, pero estamos. Es otoño para los calendarios, aunque no lo sea para el cielo. Es un otoño sin otoñada y mis ojos, como una bandada de pájaros sedientos, han levantado el vuelo para posarse en la lluvia, en el frío y en los charcos de aquellos otros otoños tan lejanos ya. Otoños de paraguas y de botas katiuskas, de manos húmedas y de volutas de fuego trepando por la chimenea; de recuerdos perfumados con humo de escobas y de taramas, con aroma a leña mojada, a musiquilla de llanto en el extremo de los troncos y a regazo en confortable compañía.


El fuego es el guardián del hogar. El fuego calienta, alumbra, defiende, despierta la imaginación, aviva el relato, genera encuentros... El fuego nos hizo creadores de historias sociales, soñadores y copartícipes de sueños colectivos. El fuego fue el primer paraíso de la humanidad, la patria primigenia.


No resulta extraño que la palabra más entrañable para referirse a la casa, a la vivienda, al domicilio, a la residencia familiar sea 'hogar'; es decir, el lugar en el que está la hoguera, donde habita el fuego, la candela; el sitio en el que encontramos cobijo, alimento y aceptación.


La lumbre fue siempre, durante todas las estaciones y a lo largo de todos los días del año, el punto de referencia en la vivienda. Desde el primer sorbo de café hasta el primer abrazo del sueño. Encender la lumbre no es algo que todavía sepa hacer todo el mundo. La colocación de la leña, el cuidado del primer resplandor, la interpretación del lenguaje del humo, que nos dice si la candela tirará o no, si la madera está bien colocada o mal, si habrá que hacerle la respiración artificial al fuego o no necesitará que le ayudemos con el soplillo... Todo ello requiere cierta práctica.


La mayoría de las candelas domésticas actuales son falsas o de juguete. Chimeneas de gas con leños simulados, sin vida, incombustibles; o montoncitos piramidales levantados con leña menuda que tardan en comenzar a arder más que en consumirse.


Son fuegos de usar y apagar y están muy lejos de aquellas hogueras domésticas que no se apagaban nunca, ni de día ni de noche. Todo lo más, las brasas se retiraban a dormitar bajo las cálidas sábanas de la ceniza. Aquellas eran lumbres levantadas sobre la reciedumbre de dos grandes troncos, las trancas de encina o de roble que se enfrentaban, cara a cara, sobre el suelo del hogar y entre los que se depositaba paja o papel, a veces piñas resinosas, para iniciar la combustión, y leña menuda para encandelar a la pareja, a los amantes, a los grandes troncos que eran el soporte del fuego y un trasunto de la vida familiar.


Tanto en la lumbre como en el hogar se encelan dos troncos que sostienen a la chiquillería de la leña menuda, siempre chispeante y alborotadora. La convivencia, el fuego, va convirtiendo en brasas y consumiendo las vigas maestras de la candela,  las que sostienen la lumbre, que cada día están más alejadas entre sí, hasta el punto de que hay que volver a arrimarlas para que no se apaguen o se consuman cada una por su lado, ajenas a las necesidades y a las alegrías tanto de la parte contraria como de la leña menuda.


En ocasiones, los troncos ya ni humean pero, aunque parezcan apagados, mientras quede una pizca de calor en sus cuerpos bastará con que se acerquen sus rostros, ya negros y encanecidos por la vida, para que vuelvan a brotar las llamas y, de nuevo, el fuego se enseñoree del hogar.


El otoño que huele a candela es la mejor estación del año; cuando los montes braman pregonando la plenitud de su fuerza y la naturaleza ofrece sus frutos más nutricios y perdurables. Con la otoñada, se visten de oro los naranjos y los membrilleros mientras una multitud de árboles se cubre de llamaradas ocres y anaranjadas y amarillas, como si el paisaje nos ardiese en la mirada. Es el otoño, es el fuego del otoño.


No hay comentarios:

Publicar un comentario