viernes, 3 de octubre de 2003


La marca de San Miguel

José Joaquín Rodríguez Lara


LO cierto es que San Miguel haría bien en cambiar de representante, pues no alcanza la cuota de mercado que se merece. No le faltan devotos, pero debería tener muchos más. Seguramente le pierde el nombre. En este mundo de apariencias, la marca es casi siempre más importante que el contenido. San Miguel no suena a santo, ni mucho menos a arcángel trillizo. Suena a cerveza.

Lástima que a un hito del santoral se le trate como a un santo sin peana. Podría ser el patrón de las España y se ha quedado en una fiesta local muy localizada. El día de San Miguel cae a fin de mes y eso le pierde. Al 29 de septiembre le falta gancho comercial. Y sin embargo, el año no comienza el día 1 de enero, sino por San Miguel, semana arriba o semana abajo. No sólo el año agrario, con los últimos mostos, los primeros barbechos, la Feria de Zafra, el desvieje y la renovación de arriendos, también empieza el año en general.

Por San Miguel vuelven los estudiantes a la universidad, las hojas al suelo, la lluvia a los campos, la vacuna a la gripe y las carnes al brasero. Zamboas (vulgo membrillos) siempre hay. Con San Miguel entra el otoño, la única estación meteorológica que se nota cuando llega, pues el invierno son cuatro días de frío entre el otoño y la primavera, que dura una semana y se pierde inmediatamente en el agobio interminable del verano.

Llegado San Miguel empiezan a otoñarse las tierras extremeñas y el aire toma tintes lujuriosos de bellota temprana, amarillos y ocres de castaños en muda y áureos vellocinos de musgos amamantándose. Nadie pintará mejor el otoño que lo pintan las sierras y los valles de las Villuercas.

Extremadura le debe al otoño, con sus bellotas, sus castañas y sus turistas, más que a cualquier otra estación. Turismo importante, pues además del turista de puente, que le salva el año a los hoteles, está el de escopeta, del que se habla menos. Como no pide folletos turísticos, es discreto, le gusta pernoctar en cortijos situados en el mar de los jarales y no se agolpa en Semana Santa, sino que diluye su presencia en la temporada de caza, pasa desapercibido. Pero esos turistas también existen y no son de los que dejan menos dinero en Extremadura. Se pone en marcha el otoño y ellos van detrás con sus todoterreno y sus vuelos chárter.

Y todo por San Miguel. ¿A qué altares no habría llegado el Migue si trabajase en El Corte Inglés, como San Valentín?

(Publicado en mi columna de opinión El Rincón)


martes, 16 de septiembre de 2003


Cosas que aún compartimos


José Joaquín Rodríguez Lara


Los españoles suelen despertarse cada día con la versión ampliada del conflicto nacionalistas que, por puro aburrimiento, les había conducido hasta el sueño durante la víspera. Desde luego, en todas partes cuecen habas, pero en España hay tantas habichuelas propensas a hervir en su propio caldo que la ebullición es muy ruidosa y se teme por la integridad del puchero.

A Dios gracias, los conflictos acercan, pues para discutir de verdad hay que arrimarse al contendiente. Por eso a veces se tiene la impresión de que España es mero fruto de sus divergencias. No es así. Afortunadamente, nadie nos impone ya su «destino en lo universal» y convivimos en la trabazón de algunas razones poderosas.

Tenemos una lengua todavía en buen uso, para dolor de los que la desprecian. Compartimos una Constitución que resiste las intentonas de partirla en mil pedazos. Nos une una forma de Estado, a pesar de que hay republicanos juancarlistas, y monárquicos de alcurnia que abrazarían la república antes que ver casado al Príncipe con una plebeya. A los políticos, que suelen pelearse en el Congreso, les ata el hemiciclo parlamentario. Es normal. El campo de batalla deja más cicatrices que las propias balas; por eso regresan a él, incluso cuando ya no recuerdan el porqué se mataban. La Albuera y Normandía son ejemplos palpables.

Además, los españoles comparten gustos y entretenimientos. Aunque la infidelidad origina separaciones y es causa de aflicción, la afición a los toros está muy generalizada y congrega a multitudes. Nadie puede negar lo que acerca el amor al fútbol, por más que la pasión por los colores de los respectivos equipos genere tanto odio entre algunas aficiones.

También nos une el culto al buen vino, pues sabemos que pocos ungüentos son más disolutos que 'la mala bebía'. El paladar, en general, es un amigable vínculo de unión. Por ejemplo el aprecio a la paella nos iguala, aunque el precio del marisco suela colocar a cada uno en su sitio. ¿Y qué decir del filósofo Sus Scrofa, el gran meditabundo del encinar? En aras de la confraternización con nuestros vecinos galos todos los españoles se han puesto de acuerdo en llamar jamón a lo que hasta la Edad Media siempre llamaron pernil. 

Claro que un país no surge de las coincidencias, sino del deseo y, más aún, de la necesidad. El hartazgo mata muchas alianzas nacidas en torno al puchero, por lo que no se debe andar jugando con el estómago. Allí donde falta el hambre hay que hacer ganas de comer. Aunque sea jamón.

(Publicado en mi columna de opinión El Rincón)





sábado, 6 de septiembre de 2003


Mutis

José Joaquín Rodríguez Lara


Los problemas y los camiones menguan según se alejan por la carretera, pero los políticos no, los políticos crecen.

La renuncia a las glorias parlamentarias que acaba de hacer Manuel Cañada, diputado en la Asamblea y coordinador regional de Izquierda Unida, sin duda agranda su figura pública, orlándola con un aura de dignidad y de honradez que generalmente no se le reconoce a los políticos en activo. No es el primer caso que registran los anales.

Gerardo Iglesias, ex dirigente del PCE, ascendió en la estimación popular al mismo tiempo que bajaba desde la silla gestatoria de Carrillo a la mina asturiana de la que salió. Demetrio Madrid, ex presidente de Castilla-León, dimitió por un delito que, más tarde, se demostró que no había cometido y se le recuerda mucho más por haberse ido de la Presidencia castellanoleonesa que por haber estado en ella. La renuncia de Adolfo Suárez, cuando velaba los restos mortales del Gobierno de la UCD, perfiló su estela de duque abandonado. Aznar, seguramente pesaroso por la contundencia y eficacia de su ¡«Váyase, señor González»!, dijo que a los ocho años él lo dejaría, y ya tiene las maletas en la mano.

Cañada también se va. Dice que para facilitar la renovación de IU y de la política. Su mutis por el foro es de agradecer. Aunque la renuncia no le hace mejor persona, sí le aporta un halo de autenticidad, de ciudadano común. Además, no se marcha por fascículos como otros, sino de golpe, sin amagos ni esos anuncios de consultas a las bases, a las alturas y a los medianeros que suenan a dimisión a rastras.

La renuncia no sólo honra a Cañada, sino que le sitúa definitivamente en la historia de su circunscripción electoral. Los políticos, como cualquier hijo de vecino, se pasan los años intentando abrirse un hueco en lo suyo y la mayoría sólo lo consigue cuando deja vacío el asiento.

Cañada dice adiós y además de irse, se marcha entre felicitaciones y hasta muestras de resignación. Normal. En este país, la dimisión de cualquiera sorprende mucho. 

Como toda santidad tiene algo de desvarío, aquí lo habitual es sacrificarse por el prójimo aunque te queme el convento para que lo dejes en paz. Cañada no, Cañada renuncia al púlpito parlamentario y parece que se encamina hacia el movimiento antiglobalización, nueva tierra de misiones.
Suerte y al toro, que se llama Bush.

(Publicado en mi columna de opinión El Rincón)