martes, 31 de marzo de 2015


Coser y callar


José Joaquín Rodríguez Lara

Guillermo Fernández Vara, líder de los socialistas extremeños, afirma que Extremadura “necesita muchos costureros”. En su opinión, en esta tierra hay mucho que coser, mucho que unir. Vara culpa al presidente José Antonio Monago de la división que el propio líder socialista detecta en la región. Considera que la VIII legislatura del Parlamento extremeño concluye en un ambiente de crispación y de enfrentamientos.


Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con la opinión de Fernández Vara, pero como son impresiones personales, es difícil confirmar o negar que esté o no esté en lo cierto. Simplemente a título de ejemplo: hay pilotos de motos y de la Fórmula 1 que se sienten más seguros en un circuito, volando a 300 kilómetros por hora, que circulando a 60 por una carretera.


Y tienen razón, porque sopesan su seguridad con una balanza personal e intransferible. Lo mismo debe de ocurrir en el caso de Vara y en el de otros líderes del Parlamento extremeño que, al valorar el desarrollo de la legislatura que ahora concluye, han destacado el alto nivel de acuerdos alcanzados entre los grupos que han habitado el hemiciclo durante los últimos cuatro años.


Se han aprobado muchas leyes. Nada más y nada menos que 41. Bastante de ellas por unanimidad. Leyes como la de 'Igualdad Social de Lesbianas, Gais, Bisexuales, Transgéneros, Transexuales e Intersexuales y de políticas públicas contra la discriminación por homofobia y transfobia en la Comunidad Autónoma de Extremadura', más conocida como Ley LGTBI, que han conseguido hacer coincidir el voto de personas y partidos que, por tradición, partían de posiciones muy alejadas.


Indudablemente, durante la legislatura ha habido momentos de crispación, de enfrentamientos que, en ocasiones, han sido a cara de perro. Algunos de los casos más significados –la moción de censura, las acusaciones contra Monago por los viajes que como senador hizo a Canarias, las críticas sobre los premios Ceres, sobre la política educativa y sobre la sanidad, el asedio a la vivienda particular del presidente extremeño en Badajoz, la polémica del pádel, etcétera, etcétera- han sido propiciados, originados, mantenidos o no condenados por el PSOE y por Vara.


Y nadie, salvo Guillermo Fernández Vara, ha considerado que para reparar esas desavenencias políticas o sociales, que en alguna ocasión se adentraron en lo personal, se necesitasen muchos costureros.


Al hacer su personal valoración de la legislatura, tal vez pesen en el ánimo del líder de los socialistas extremeños las irregularidades, presuntamente delictivas, que el Gobierno de Monago ha detectado en los cursos de formación de personas empleadas. Delitos que hasta ahora, en ningún caso, se dice que hayan cometido Vara o su equipo de gobierno, aunque se deriven de una convocatoria de subvenciones aprobada por el Ejecutivo socialista en las últimas fechas de su mandato.


Evidentemente, para nadie es un plato de buen gusto que le lleven a la Fiscalía y que le reclamen, en conjunto, más de tres millones de euros. La patronal (CREEX y CEPES) y las centrales sindicales (UGT y CC OO) se sienten agredidas y se defienden como pueden y consideran oportuno. ¿Hay crispación asociada a este presunto fraude? Claro que la hay. Al menos, a mí me lo parece. ¿Hay enfrentamientos? Desde luego que sí. Pero, ¿debe silenciarse el uso irregular, cuando no claramente delictivo, de los fondos públicos, del dinero de todos? ¿Hay que pagar facturas presuntamente falsas, supuestamente infladas, para no causar crispación ni enfrentamientos? ¿El precio de la concordia y de la paz social debe ser tragar y pagarle a unos pocos, con el dinero de toda la ciudadanía, lo que no está debidamente justificado? Cuando se detecta un posible delito y no se denuncia ante la Justicia, ¿se cosen las costuras o se cae en la complicidad?


Y alguna irregularidad, algún desajuste, debe de haber en las cuentas presuntamente infladas, pues tanto la patronal CREEX como la central sindical UGT reconocen que cuando las facturas suman tanto dinero -casi siete millones de euros-, la existencia de alguna discrepacia, miles de euros arriba o miles de euros abajo, es inevitable. Y no debería ser así. Ni en miles de euros ni en un céntimo. Precisamente para evitar eso se inventaron la contabilidad y la buena gestión.




miércoles, 25 de marzo de 2015


La coordinación de las diputaciones


José Joaquín Rodríguez Lara


Cada vez que se habla de reducir el número de organismos oficiales se piensa en las diputaciones. Se crearon tras la Constitución de Cádiz de 1812, hace más de 200 años, y supusieron una avance indudable en la descentralización de la gestión política y en el auxilio administrativo a los pequeños municipios.

La primera que se creó fue la Diputación de Extremadura. Se reunió por primera vez el 24 de octubre de 1812 en Badajoz. Tras ella, ese mismo año, se constituyeron las diputaciones provinciales de Cataluña (30 de noviembre), de las Islas Baleares (12 de diciembre) y, a partir de esa fecha, las restantes.

Hubo una época en la que las diputaciones eran imprescindibles. Ya no lo son. El efecto descentralizador que supusieron ha sido ampliamente superado por las administraciones autonómicas. Lo que hacen las diputaciones extremeñas puede hacerlo el Gobierno de Extremadura y a menor coste.

Suprimir las diputaciones no es tarea fácil, pues habría que reformar la Constitución, lo cual exige una mayoría parlamentaria muy cualificada: tres quintas partes del Congreso y tres quintas partes del Senado. Y, además, es sabido que en este país las reformas constitucionales las carga el diablo.

Pero no sería necesario disolver las diputaciones para adecuar la estructura institucional al Estado de las Autonomías.

La propia Constitución, tan alabada por su flexibilidad, deja una puerta entreabierta al reacondicionamiento cuando, en el punto 2 de su artículo 141, establece lo siguiente: “El Gobierno y la administración autónoma de las provincias estarán encomendados a Diputaciones u otras Corporaciones de carácter representativo.”

Es decir que otras corporaciones, ajenas a las diputaciones, pueden encargarse del gobierno de las provincias, según la Constitución.

Y el vigente Estatuto de Autonomía de Extremadura, en el punto 4 de su artículo 59, dice: “La Comunidad Autónoma coordinará las funciones propias de las diputaciones provinciales que sean de interés general de Extremadura. A estos efectos, y en el marco de la legislación del Estado, por una ley de la Asamblea aprobada por mayoría absoluta se establecerán las fórmulas generales de coordinación y la relación de funciones que deban ser coordinadas.”

Así que ni las diputaciones extremeñas son las depositarias exclusivas de la función del gobierno de las provincias de Cáceres y de Badajoz, ni su gestión puede estar al margen de lo que establezca la “Comunidad Autónoma”, que, eso sí, debe aprobar en el Parlamento regional y por mayoría absoluta, una ley que regule esa coordinación.

Una coordinación que, en buena lógica, debería incidir en que no existan competencias duplicadas o triplicadas, si en el recuento entran los ayuntamientos. No parece lógico que si hay una Consejería de Agricultura, por ejemplo, las diputaciones tengan departamentos de agricultura. Y lo mismo puede decirse de cultura, de carreteras, de deportes, de bomberos, etcétera, etcétera.

¿Y qué pasaría con los funcionarios, con los inmuebles, los vehículos, la maquinaria y los ingresos estatales destinados a esas actividades que actualmente están adscritas a las diputaciones? Lo mismo que pasó cuando se puso en marcha la descentralización autonómica. Habría que hacer un trasvase de personas, de medios y de dinero.

Alguien dirá que es una locura despojar a las diputaciones de sus competencias, aunque estén duplicadas o triplicadas. Pero eso es lo que ya se hizo en tiempos y por deseo expreso de las propias diputaciones. Ocurrió cuando se desprendieron de sus competencias en psiquiatría, traspasándole a la Junta de Extremadura los hospitales psiquiátricos de Mérida y de Plasencia, que consumían una gran tajada del presupuesto de las dos diputaciones extremeñas.

Si algún día se aprueba la ley mencionada en el artículo 59 del Estatuto de Extremadura, y las diputaciones actúan coordinadas por el Gobierno regional, en vez de cómo gobiernos provinciales autónomos, como ocurre ahora, los ciudadanos saldrán beneficiados. La actuación de las distintas administraciones será más eficaz, no habrá duplicidades innecesarias y, lo más importante, las diputaciones no podrán “hacer la guerra por su cuenta”, actuando como un contrapoder del Gobierno autonómico, ni siquiera cuando estén gobernadas por partidos políticos diferentes.

Y no es que las diputaciones extremeñas lo estén haciendo mal, es que lo hacen bien, pero con el dinero de todos. Y a las instituciones públicas hay que exigirles la mayor eficacia al menor coste, dos parámetros indisolublemente ligados a la especialización. Una especialización de la que las diputaciones españolas están muy lejos. Tan lejos que ni se la plantean.


lunes, 23 de marzo de 2015


Homenaje póstumo a Fernando Serrano Mangas.


Hola, beduino


José Joaquín Rodríguez Lara


Desde que te has marchado no logro verme libre de ti, amigo mío. Más que amigo, hermano, hermano mío. Se me agolpan en el tragaluz de los recuerdos los detalles de todo lo que nos unió, y creo que estoy más cerca de ti en estos momentos de lo que lo estuve hasta ahora.


Me acuerdo de los días de instituto en Barcarrota, en aquel caserón de la Plaza del Altozano, y repaso las clases que compartimos bajo el magisterio de don Hilario, del que tanto aprendimos los dos. Y no sólo en conocimientos académicos; también en actitud ante la vida, en la necesidad de apostar por el trabajo, el esfuerzo y el sacrificio personal como calzado indispensable para recorrer la existencia.


Tú, que siempre fuiste muy porrinero, y eso te honra ante mis ojos y en la consideración de todos tus amigos, salías de clase antes. A ti y a todos los alumnos que vivían en Salvaleón y estudiaban en Barcarrota no os salvaba la campana, si me permites que parodie el título de aquella famosa serie de televisión, os salvaba el Leda, el autobús de línea, que pasaba por la Plaza de los Corredores, creo, a eso de las seis de la tarde, una media hora antes de lo que debía ser el final de nuestra jornada estudiantil. Todos os veíamos marchar con envidia, no siempre sana, porque sabíamos que en ese momento empezaba lo más duro para nosotros, la parte final de una clase que, con don Hilario, nunca se podía decir cuando y como terminaría.


No te lo cuento con pesar, bien lo sabes, Fernando. Te lo cuento por hablarte de algo de lo que ambos formamos parte, sin llegar nunca a haberlo compartido, porque tú siempre fuiste muy porrinero y yo era de Barcarrota.


Contigo aprendí mucho. Tú también nos enseñaste a todos, amigo. De ti aprendimos el amor por la historia, la fortaleza del humor, de ese humor inagotable y peculiar, tan tuyo, el respeto a la amistad, a la justicia, a las convicciones, así como el rigor intelectual y la generosidad que han caracterizado tu vida hasta que el rayo de la enfermedad te ha derribado con estrépito.


Pero no quiero hablar de tristezas, hermano. Todo lo contrario. Me acuerdo de ‘La Fogata’, de aquel rincón en ruinas en el que, los días de frío, durante el recreo, encendíamos una lumbre para calentarnos. Allí se fraguó nuestra amistad, entre el chisporroteo de las tablas en llamas y las conversaciones sobre lo divino y lo humano. Y más sobre la humanidad con trenzas que sobre cualquier otra humanidad.


Fue en ‘La Fogata’ donde celebramos aquel San Fernando, tu santo, un 30 de mayo que, por el calor, ya empezaba a invitar al sesteo. No se te ocurrió mejor cosa que comprar una caja de vino de Jusancu, ocho botellas de a litro creo que fueron, y que nos la bebiéramos, a tu salud. ¡Qué borrachera! El bueno de Susi, que no abría la boca ni cuando cantaba, tuvo que beber quisiera o no. Y Primitivo… A Primi lo llevamos a la fuente del Altozano para refrescarle un poco. Paquita Velasco, que todavía no imaginaba que un hijo le ganaría el Tour varias veces, Manoli, Maricarmen, Carmen, todas las niñas… no podían dar crédito a sus ojos.


Y don Hilario, empeñado en dar la clase; y precisamente en el estudio chico, calentado por el sol de la tarde. Menos mal que el sentido común derrotó a su acendrado sentido del deber y el buen hombre optó por mandarnos a casa. Años después me reconoció que le habíamos puesto en un compromiso, pero no nos guardaba rencor. Sabía que éramos buena gente. Creo que a ti también te ha perdonado ya.


Una de las veces que entreviste a Fernando Serrano Mangas
fue en la casa de su suegra, en Salvaleón (Badajoz).
Salimos al patio de la vivienda y le hice esta fotografía.
Creo que el doctor Serrano Mangas sostiene en las manos
su tesis sobre los galeones en la carrera de Indias.
¿Te acuerdas de aquel verano que nos dio por recorrer la comarca? Tú, siempre a lo tuyo: la historia, los monumentos, la arqueología… No te imaginas lo que daría yo en estos momentos por tener fuerzas para ir desde Barcarrota hasta el castillo de Nogales en bicicleta. Y no por el kilometraje, que a lo mejor, si me pongo… Lo digo por el equipaje, por volver a hacer el recorrido Salvaleón-Nogales-Nogales-Salvaleón en agosto y en una bicicleta, una sola, contigo subido en el portamaletas. Y sin frenos, que te dejaste la suela de las zapatillas de deportes en la rueda de atrás, tratando de parar en la cuesta que baja al arroyo, y gastaste toda tu imaginación en darme ánimos para que luego siguiera pedaleando cuesta arriba.


No cuento aquí el timo del limpiabotas en un quiosco de San Francisco, en Badajoz -cinco duros quería el tipo por quemarme el zapato-, porque ya lo contabas tú en cuanto tenías ocasión y te hartabas de reír con mi invocación a “tu tío el policía”.


Siempre nos lo pasábamos bien, ya lo sabes. ¿Pero quién iba a suponer que de aquel mostrenco porrinero que escribía a mano y distribuía un periódico, al que llamabas ‘La Boronía’, haríamos carrera? Y no una carrera cualquiera, una carrea de doctor en Historia y de investigador de lujo. Una carrera que ha frenado con un hachazo alevoso la enfermedad, cuando estabas en lo mejor de tu trayectoria profesional y habías descubierto datos importantísimos con tus investigaciones.


Quienes te queremos y te admiramos nos sentimos orgullosos de ti y de tus libros. ‘Los Galeones de la Carrera de Indias’ es una obra genial; ‘Armadas y flotas de la plata’ resulta aleccionador; ‘Función y evolución del galeón para la Carrera de Indias’ me entretuvo; ‘Naufragios y rescates en el tráfico indiano durante el siglo XVII’ me encanta; ‘La crisis de la isla del oro’, ‘Vascos y extremeños en el Nuevo Mundo durante el siglo XVII: un conflicto por el poder’, ‘La encrucijada portuguesa’… Para qué seguir si tú te los conoces mejor que yo. Pero, como barcarroteño y como periodista, me quedo con ‘El secreto de los Peñaranda’. Ese libro es tu libro, Fernando. Tu libro y el nuestro. Aunque sólo hubieses escrito ese libro estarías en la historia. A mi modesto entender, el mérito de descubrir que fue Francisco de Peñaranda, judío, médico y llerenense, y no un “librero irresoluto e ignorante”, como llegó a publicar el académico Francisco Rico, quien escondió los textos de la Biblioteca de Barcarrota en la tapia de un doblao, es muy superior al de haberlos hallado 400 años después, o al de estudiarlos y reeditarlos.


Con ese complejo de inferioridad que nos caracteriza a los extremeños, el Gobierno de Rodríguez Ibarra buscó fuera de Extremadura a los mayores expertos para que dictaminasen sobre los libros de Barcarrota y su origen. Pero tuvo que ser un extremeñito del pueblo de al lado, un porrinero listo y sin ínfulas, quien desentrañase el misterio. Tienes mucho mérito, hermano, mucho. Y te has ido sin que te lo reconozcamos, porque aquí el trabajo intelectual sólo se agradece, si es que llega a agradecerse, cuando el homenajeado ya no puede defenderse de los elogios. ¡Qué se le va a hacer! Somos asina, que decía Luis Chamizo.


Al menos, le hicimos justicia al doctor Peñaranda, gracias a la entonces concejala de Cultura, Marina González, hija de mi maestro Antonio ‘Cuerda’, que acogió inmediatamente, con tu aquiescencia, desde luego, mi sugerencia de cambiarle el nombre a la biblioteca municipal y llamarla ‘Francisco de Peñaranda’. Dicho y hecho. El Pleno municipal lo aprobó inmediatamente y ahí está, gracias a que tú nos descubriste al dueño del Lazarillo. Espero que algún día, además de en la portada de tus libros, tu nombre también esté escrito en una fachada de Barcarrota, de este pueblo que es tan tuyo como de los barcarroteros.


Y no lo digo con la intención de mitigar mi pesar. Bien sabes que eso es imposible. Al dolor de perderte se une la pena de no poder seguir leyéndote. Esperaba yo, con impaciencia, ese libro sobre Hernando de Soto en el que trabajabas cuando se te declaró la enfermedad.


- “Tengo datos muy gordos”, me dijiste.
- ¡Se confirma que es de Barcarrota!, ¡¿verdad?!, te respondí esperanzado.
- “Ya veras, ya verás”.
- ¡Pero dime algo, hombre!
- “Se aclara todo el misterio sobre su origen. Ya te contaré, ya”.


Pero te has ido sin contármelo, mal amigo. En nuestra última conversación, cuando por fin accediste a ponerte al teléfono –comprendo perfectamente que no te apeteciese hablar ni un día, ni otro, ni una semana ni tampoco al mes siguiente–, ­­en ese breve contacto telefónico te animé a que escribieses tu libro sobre Hernando de Soto y volví a pedirte que terminases la investigación sobre la familia de Milano, el naviero judío que dominó Barcarrota y los pueblos aledaños y que te condujo hasta los Peñaranda. Ahora comprendo que lo que entonces me impulsó no era el deseo de darte ánimos, hermano, sino el temor a que tu obra quedase inconclusa, hundida ya para siempre en el fondo de una caja de cartón, como esos pecios llenos de tesoros que tú localizaste buceando en el Archivo de Indias, en Sevilla. Datos maravillosos que, tal vez, ya nunca saldrán a la luz, que jamás serán libros, o que alguien expoliará en su propia gloria y beneficio; retazos de nuestra historia que probablemente pasarán de tu cabeza al olvido, como los libros que Francisco de Peñaranda tapió en el doblao -es que no me gusta llamar desván ni sobrado ni doblado al doblao-, en el doblao, insisto, de su casa solariega, en Barcarrota.


Y ¿quién vendrá detrás de ti, Fernando, con el pico del albañil en la mano, con tu inteligencia, con el rigor de tu profesionalidad, con el celo protector de la paja centenaria y de la tapia de un doblao de Barcarrota y, sobre todo, con tu generosidad humana e intelectual, para desempolvar tus notas, para ordenar tus fichas y retomar, con la fina prosa que siempre te ha caracterizado, tu discurso interrumpido por el rayo de esa carne que, a veces, se nos amotina en las entrañas y nos crece hasta destruirnos?


¿Quién, Fernando, quién? No dejo de preguntármelo y no sé que responderme, hermano. Es curioso, por no decir cruel, que la obra que con tanto esfuerzo y tanto mimo has elaborado durante años pueda pasar de tus notas al olvido, como ocurrió con los textos de Francisco de Peñaranda. Si a él, por haber escondido sus libros en la tapia, le pusimos una biblioteca, tú, por escribir los tuyos y descubrir al propietario de los ajenos, por lo menos te mereces una imprenta.


Bueno, beduino. Tengo que despedirme. Ya te contaré más otro día. Pero esto no es un adiós, ni siquiera un hasta luego, porque vas a seguir conmigo hasta el final. Sobre todo ahora que cuando suene el teléfono, nadie me preguntará “¿cómo estás beduino?” para que, durante un buen rato, hablemos de naufragios, de libros, de don Hilario, de amigos, de política, del Madrid y de nuestra muy admirada Charlize Theron, a la que tú tienes tan impresionada como ella me tiene a mí.


Estés donde estés, cuídate, hermano.


domingo, 22 de marzo de 2015

- Los matrimonios suelen morir de aburrimiento.
 Y casi siempre en la cama.
 Son los cónyuges los que fallecen por accidente,
 por enfermedad, intoxicados,
 de vejez y de mil formas más.


domingo, 15 de marzo de 2015


El Anfiteatro y el deporte


José Joaquín Rodríguez Lara


En el Anfiteatro Romano de Mérida combatieron los gladiadores, lucharon a muerte las fieras, se han representado obras de teatro y no sólo lleva más de 2.000 años en uso, abierto al público, sino que todo ese tiempo ha estado expuesto a los elementos: al sol, a la lluvia, al viento, al calor, al frío, al granizo, al hielo y, en ocasiones memorables, hasta a la nieve.


Sobre su óvalo crece al inicio del otoño el Crocus lusitánicus, una especie de azafrán silvestre, muy bonito por cierto, y en su entorno, entre la primavera y el verano, dispara sus semillas el Pepinillo del diablo, Ecballium elaterium, al que se debe tratar con mucho respeto, por muy divertido que resulte hacer eyacular a sus calabacillas -yo lo hice-, pues toda la planta es tóxica y causa problemas intestinales, hemorragias, abortos y hasta la muerte.


El foso del Anfiteatro Romano de Mérida ocupado
 por una instalación artística, en agosto del año 2007.
 (Imagen publicada por www.forocoches.com)

Y en el Anfiteatro Romano de Mérida se posan y se cagan las palomas, aunque les gusta más hacer sus nidos en el frente escénico del Teatro, que es como el hermano mayor y la estrella de los monumentos emeritenses. El Teatro es el monumento romano que más se usa en la capital extremeña; para el Festival de Mérida, para la entrega de las medallas de Extremadura y para conciertos y actos de todo tipo. El Anfiteatro no. El Anfiteatro es como un monumento secundario, a pesar de que es más auténtico, pues está mucho menos reconstruido que el Teatro. Durante la época romana era al revés. A los romanos lo que de verdad les gustaban era las carreras de cuadrigas, en el Circo, al que la gente llama hipódromo, y las peleas en el Anfiteatro. En el Circo de Emérita debió de competir el lusitano Caius Apuleius Diocles, el mejor auriga de la historia, que se hizo supermillonario con las cuadrigas. Tuvo tanta fama en Roma como la tienen ahora las más brillantes estrellas del deporte.


Para los romanos, el teatro era secundario. Cuando ya casi nadie sabía latín, Margarita Xirgu vio las ruinas del de Mérida, hizo la ‘Medea’ entre sus columnas, todavía tiradas en el suelo, y la historia del Teatro Romano emeritense cambió para bien y para siempre. Y con ella, la de Mérida y la de toda Extremadura, que tiene en el Festival de Teatro Clásico una joya de relevancia internacional.


Ahora se ha decidido celebrar en el Anfiteatro de Mérida una competición deportiva y se escuchan voces en contra, como si la lucha deportiva con raquetas de pádel fuera una afrenta a un recinto en el que se peleó a muerte con espadas, redes, tridentes y colmillos; como si una pista de pádel pudiera causarle a la arena del Anfiteatro el daño que no le hicieron los escenarios teatrales en los gobiernos de Ibarra y de Vara; como si un graderío de quita y pon fuese más dañino para la historia que miles y miles y miles de turistas caminando sobre el monumento. La campaña de salvación del Anfiteatro está en las redes sociales. Curiosamente, muchos de esos mensajes que pretenden salvar de oprobio al Anfiteatro está ilustrados con fotos ¡del Teatro! Es decir que hay quien confude al Anfiteatro con el Teatro pero se considera una autoridad y llama “burro”, textualmente, a quien autoriza el uso del Anfiteatro para un evento deportivo.


El pádel no es el principal peligro al que está sometido el Anfiteatro Romano de Mérida. No se le va a sacar de una urna de cristal para exponerlo al aire libre. Lleva más de 2.000 años a la intemperie. Las autoridades que autorizan su utilización como escenario de una competición deportiva no están menos cualificadas que las que permitieron que se usase para representaciones teatrales. El celo que se pondrá en evitar que el monumento sufra daños no va a ser inferior al que se puso cuando gobernaba el PSOE. 


Por no recordar que uno de los alcaldes emeritenses más preocupados por la cultura y por la historia de Mérida, el socialista Antonio Vélez, ahora concejal de SIEX, llegó a plantearse la posibilidad de utilizar el Anfiteatro para una naumaquia, es decir, una batalla naval, para lo cual había que llenar de agua el monumento. O tal vez fuese para una corrida de toros, como en Nimes. No sé. Ha pasado tanto tiempo que ya Ni-me acuerdo. Pero gladiadores no eran, ¿verdad, Antonio? Eso lo tengo claro. Y que lo que pretendías era usar los monumentos romanos, sin dañarlos, en beneficio de Mérida y de los emeritenses también me consta.

 

Los gladiadores vinieron después, con sus luchas fingidas y sus armas sin filo, con las que sólo se puede matar el tiempo. Hay fotos de ellos en Internet. También vinieron los artistas, con su arte decorativo, o lo que sea. Y siguieron llegando turistas y la historia siguió pasando, sin detenerse, sobre un Anfiteatro que permanece desde el año 8 antes de Cristo echado boca arriba sobre la tierra emeritense. No se sabe si escudriña los cielos con su único ojo, si tiene la boca abierta por el asombro o es que bosteza de aburrimiento. Pero ahí sigue.


miércoles, 11 de marzo de 2015

- ¿Presentirá la oruga su destino como mariposa
 y que deslumbrará con sus alas a los cielos?

-¿Recordará la mariposa que fue oruga

 y arrastró su vientre por los suelos?


lunes, 9 de marzo de 2015


Que la Virgen de Guadalupe le ilumine, monseñor


José Joaquín Rodríguez Lara


Monseñor Braulio Rodríguez, arzobispo de Toledo, ha reducido a un “problema político” y hasta “un poco nacionalista" el legítimo deseo existente en Extremadura de que el santuario de la patrona de la región, Nuestra Señora de Guadalupe, dependa de una diócesis extremeña.


"Es un problema político y me atrevería a decir que un poco nacionalista", ha dicho monseñor Rodríguez, mostrando un desconocimiento absoluto de lo que sienten muchísimos extremeños respecto a su Virgen y al santuario que la acoge.
Hay un fondo de desprecio perceptible en las palabras del arzobispo de Toledo. Un menosprecio que ni Extremadura ni los extremeños se merecen. Esta tierra lleva años solicitándole al arzobispado de Toledo y al Vaticano que consideren la posibilidad de que el santuario de la Puebla de Guadalupe y todo lo que el monasterio conlleva dependan de una diócesis extremeña, de la que la Iglesia quiera.


Siempre se ha solicitado de forma respetuosa, sincera, sin dobleces, de modo directo y firme, sin titubeos. Y la Iglesia siempre había respondido hasta ahora con el silencio o dando largas. Nunca ha negado la posibilidad de acceder a lo solicitado ni jamás ha dicho que sí.


Pero es la primera vez que una autoridad eclesiástica, y nada más y nada menos que el arzobispo de Toledo, responde de un modo tan grosero, tan impropio de la Iglesia y con una formulación tan mezquina como acaba de hacerlo monseñor Braulio Rodríguez, que o no se entera o quiere ofender sin que se le haya provocado para que reaccione de esta forma.

Le aseguro monseñor Rodríguez que nunca fue la política y mucho menos el nacionalismo lo que ha movido a los extremeños que llevan años solicitando, con toda la humildad del mundo, que Guadalupe dependa de una diócesis extremeña. Se lo aseguro como periodista veterano, como amigo de personas destacadas que apoyan esa solicitud y como extremeño que la comparte plenamente.


Monseñor Braulio Rodríguez, arzobispo de Toledo
 y de Guadalupe.
 (Fotografía publicada por www.revistaecclesia.com)
Usted no “se atrevería a decir que (la reivindicación extremeña de Guadalupe es) un poco nacionalista”, usted se ha atrevido, lo ha dicho, monseñor, y creo que se equivoca de parte a parte. Es una reivindicación cristiana y social, no política. La apoyan extremeños de muy diferentes ideologías. No conozco entre ellos a alguno que sea nacionalista.


Y aunque así fuera, no sería un pecado, monseñor. Una de las características de la Iglesia a lo largo de sus más de 2.000 años de historia es haberse sabido adaptar a las condiciones sociopolíticas en las que, a través de los siglos, de los regímenes políticos y de las sociedades, ha tenido que existir. Desde Belén hasta Moscú, desde el Imperio Romano hasta la Europa comunitaria. Una Iglesia que, en este país, en España, a través de alguno de sus obispos, se ha mostrado, en determinadas ocasiones, digamos que comprensiva con actitudes políticas y nacionalistas condenadas tanto por el Evangelio como por el ordenamiento jurídico y que, sin embargo, en algo tan sencillo como desear que la patrona de Extremadura esté vinculada a un obispo que resida en la región extremeña, sólo había encontrado el desentendimiento de la jerarquía toledana y vaticana hasta que usted ha menospreciado el sentimiento de muchísimos extremeños reduciendo su anhelo a “un problema político” y, se ha atrevido a decir, “un poco nacionalista”.


Que la Virgen de Guadalupe le ilumine, monseñor. A usted y a quienes le asesoran.



martes, 3 de marzo de 2015



La vedette incorrupta


José Joaquín Rodríguez Lara

 (Enviado especial a Écija)


Centenares de personas aguardan, desde el miércoles, ante el cementerio de Écija, a la espera de que se les permita acceder al recinto mortuorio y contemplar con sus propios ojos el sepulcro que, rápida e inesperadamente, se ha convertido en un lugar de peregrinación popular.

La mayoría son personas mayores, pero también hay jóvenes y hasta niños y familias enteras que, en algún caso, han hecho centenares de kilómetros desde sus lugares de residencia y llevan días ante las tapias del cementerio astigitano para no perder su puesto en la cola. Casi todas ellas tienen un ramo, o al menos un clavel, generalmente blanco, en las manos. Otras tienen velas encendidas incluso de día. Tampoco faltan quienes muestran con orgullo viejas fotografías, algún cartel descolorido, carátulas y antiguos discos de vinilo. Y si se les olvidó traer algo de sus casas, pueden comprarlo sin dejar de hacer cola, pues en la puerta del cementerio del Nuestra Señora del Valle, además de flores y velas, ya se venden bocadillos, agua, tarjetas postales y hasta toallas de playa con estampación de recordatorio.

DESCONOCIDA Y FAMOSA

Todas las personas que pacientemente aguardan ante el camposanto ecijano esperan llegar hasta la sepultura de Antonia Sayago Colmenero. El nombre, por sí mismo, no sólo dice poco o nada en la cola de la devoción, sino que hasta hace unas horas era desconocido para los propios sepultureros, como ha podido comprobar este enviado especial al hablar con alguno de ellos.

Antonia Sayago Colmenero falleció a los 61 años de edad, cuando aún era una artista de renombre y empezaba ya a ser un mito con una carrera artística repleta de éxitos y de alguna que otra miseria. Pero su arte lo eclipsaba todo. Antonia ha sido una de las artistas más queridas en este país, aunque prácticamente nadie la recuerde por su nombre de pila, pues su gracia bautismal desapareció aplastada por la imparable popularidad de Rocío del Río.

Ahora, sí, ¿verdad? Ahora sí sabe usted de quién estamos hablando. Ahora, hasta sería usted capaz de arrancarse con alguna de las canciones que hizo famosas esta mujer. “En un recodo del camino / bajo la sombra de un pino / deja mi voz y mi nombre / y todo lo que como hombre / soñaste hacer conmigo”. O esta otra copla inolvidable: “Hay una mata de claveles / en el balcón de los cielos / claveles de puro anhelo / que se enredan en mi pelo / que se enredan en mi pelo / con relinchos de corceles”.

Son algunos de los éxitos que, para reforzar su admiración y entretener la espera, tararea el público agolpado a las puertas del cementerio astigitano. Un público que no se resigna a haberla perdido, que quiere volver a verla, a sentir la presencia de quien fue su ídolo durante décadas. Un público que aguarda con auténtico fervor, como si pudiera conseguir que Rocío del Río se levante de su féretro y cante, regalando un inesperado bis a sus admiradores.

No ocurrirá semejante prodigio, naturalmente, pero al público tampoco le importa demasiado. Desde que se corrió la voz de que Rocío del Río había reaparecido, incólume, como la despidieron sus admiradores puestos en pie, con el nupcial atuendo de su postrera actuación –“en el balcón de los cielos / claveles de puro anhelo”-, la gente tomó el camino del cementerio de Écija para volver a verla. Si no sobre los escenarios, sí en el ataúd expuesto en brazos de la leyenda, a merced de la adoración popular, en la antigua sala de autopsias del cementerio de Nuestra Señora del Valle. “Es una santa, una santa”. La afirmación corre de boca en boca y es posible que hasta haya llegado ya a los oídos de quien empieza a ser denominada ‘la vedette incorrupta’.

EL NACIMIENTO DE UNA ARTISTA

Rocío del Río nació a la gloria en el madrileño teatro de La Latina, pero su predecesora, Antonia Sayago Colmenero, vino al mundo muy lejos de allí, en algún lugar del sur de Extremadura, sobre las tablas del carromato en el que su familia recorría los pueblos con un espectáculo –mitad flamenco, cuarto y mitad de saltimbanqui, un poco de cabra y una pizca de burros sabios- con el que, durante los aciagos años de la posguerra, medio podían alimentarse los Sayago Colmenero y su ‘troupe’.

Sobre las tablas de ese carromato dio Antonia su primer espectáculo en público, ante los ojos atónitos de su hermana mayor, que todavía era una niña, y de una contorsionista con aficiones de tragasables que ofició de partera. Casi no hablaba todavía y Antonia ya formaba parte del reparto de la compañía: pasaba el platillo tras las actuaciones. Enseguida aprendió a contonearse; más tarde, a bailar y, finalmente, a cantar. Sólo tenía quince años y quien la veía no podía quitarle los ojos de encima. Era bellísima. No guapa, no, bellísima. Sus ojos negros hacían palidecer al carbón; su cabellera era una selva de emociones; sus labios, la puerta de acceso al cielo…

Fue una adelantada a su tiempo. Era un monumento desde la cabeza a los pies. Nada de la típica tonadillera guapa y gordita. Un monumento. Antonia tenía talla de modelo y tipo y ademanes para haber desfilado en las mejores pasarelas. De haber nacido ahora sería una ‘top model’ de fama universal. Era una estrella. Pero su talento no lo descubrió un fotógrafo de alta costura. Su descubridor fue un empresario. El famoso Matías ‘Colsada’, el gran magnate de la revista. 'Colsada' bajó a ‘la Antonia’ del carromato, la subió a los escenarios y la convirtió en una celebridad a los 17 años.

Antonia Sayago Colmenero pasó de actuar en los descampados y en las plazas de los pueblos a triunfar en los mejores escenarios. Así dejó de ser ‘La Antonia’ para convertirse en Rocío del Río. Matías ‘Colsada’ no sólo descubría a las estrellas. Además de descubrirlas, les ponía nombre. Y hasta cuna.

REGRESO A LA TIERRA

Antonia Sayago Colmenero tenía una endeble noción de que había nacido en el campo, camino de Azuaga, al sur de la provincia de Badajoz, pero no tuvo problema alguno para convencerse, como le aseguraba 'Colsada', de que había venido al mundo en el barrio ecijano de La Alcarrachela, donde parece que sus abuelos compartieron una casa. Tal vez Écija no fuese su tierra, pero en Écija se la dieron y en Écija ha descansado, desde su muerte hasta su reaparición, una artista que permanece en la memoria y en el corazón de decenas de miles de personas. Antonia Sayago tuvo un origen humilde, pero Rocío del Río fue grande entre las grandes y, tras su prodigiosa reaparición, se empieza a pedir para ella la peana de la santidad.

La enorme conmoción que ha despertado la apertura del sepulcro de Rocío del Río sólo es equiparable a la que consiguieron sus grandes noches de éxito en los teatros. El bulo se transformó en rumor, el rumor en noticia, la noticia en fenómeno social y el fenómeno empieza a mirar hacia el mismísimo Vaticano. Y todo en sólo 23 días. Si tiene usted valor, siga leyendo: ‘Los muertos salen de sus tumbas en Écija para ver la reaparición de la vedette Rocío del Río’, ha llegado a titular en portada un periódico gratuito estos días. En los medios digitales, el sensacionalismo es incluso mayor.

LA BANDA DEL TITANIO

Pues aunque parezca exagerado hay en todo ello un fondo de verdad. En el camposanto astigitano hay sepulturas que se han abierto y féretros, como el de Rocío del Río, que permanecen con la tapa levantada desde hace días. Pero la Policía está a punto de cerrarlas y de dar por cerrado el caso. La explicación, todavía oficiosa, de lo ocurrido no es paranormal ni tampoco milagrera, sino mucho más pedestre.

Según los agentes, el cementerio de Écija fue asaltado, hace 24 noches, por una banda de ladrones de metales. Armados con picos, palanquetas, linternas y bolsas de basura, los necrófilos abrieron dos docenas de sepulcros. Todos ellos correspondientes a personas que habían fallecido con más de 60 años de edad y con menos de 80. Personas que, en todos los casos, habían muerto durante el último decenio.

Por el estado en el que han quedado los restos, a los ladrones les interesaban los anillos, las medallas y los pendientes de oro, pero también las prótesis de rodilla y las de cadera, así como las dentaduras postizas. El rastro que han dejado los autores del expolio no permite albergar dudas. Allí donde hubo una prótesis, los huesos siguen mostrando las señales inequívocas de la intervención quirúrgica pero, además, están desordenados y las articulaciones y demás órganos artificiales han desaparecido. “Los sinvergüenzas se han llevado hasta el ojo de cristal de una difunta, según me ha contado entre lágrimas su hijo”, comenta un agente al que no se identifica en este reportaje por razones obvias. Está confirmada la desaparición de seis prótesis de rodilla y de tres de cadera. Un suculento botín, pues hay prótesis que cuestan varios miles de euros. Al valor de las articulaciones artificiales hay que añadirle lo que los expoliadores consigan por la venta de las medallas, pendientes y anillos de oro. “Y por el ojo de cristal”. Y, al menos, por un ojo de cristal, como muy bien apunta, el mencionado agente.

Se ha demostrado, la Policía no tiene la menor duda, de que los necrófilos buscaban el vil metal. El titanio de las prótesis y el oro de las joyas. Todo ello parece tener fácil venta en el mercado negro, que en el caso de las prótesis, ojos de cristal incluidos, se nos antoja negro negrísimo. “Roban los cables de cobre, despojan de las prótesis a los muertos… Cualquier día de estos arramplan con el aire y nos dejan sin respiración”, se queja un sepulturero.

EL MISTERIO DE ROCÍO DEL RÍO

Pero si la hipótesis que maneja la Policía pone en claro el ‘leit motiv’ del expolio de esas dos docenas de sepulcros, no aclara sin embargo lo ocurrido con Rocío del Río. Su cuerpo sigue intacto. No han desaparecido ni las joyas ni las prótesis, y la artista se llevó a la tumba más de una y más de dos. Y de las más caras. ¿Qué pasó? ¿Se asustaron los ladrones al descubrir el cuerpo incorrupto de la famosa vedette? ¿La reconocieron, a pesar de que en la lápida no figura su nombre artístico, y por esa razón no la desvalijaron? ¿Además de ladrones y necrófilos, eran admiradores de la artista? ¿Fueron sorprendidos por algo o por alguien en plena operación y tuvieron que huir dejando la tarea a medio hacer?

Son muchas las preguntas y muy pocas las respuestas. Todas las hipótesis que maneja la investigación encajan en el caso. Al menos por ahora. Pero lo único cierto es que el cuerpo de Rocío del Río permanece incorrupto once años después de su fallecimiento y no hay constancia documental de que fuese embalsamado o sometido a otras prácticas de conservación en el momento del óbito. Tampoco se conocían muchos de los retoques estéticos y funcionales que se había hecho la vedette, en los pómulos, en la nariz, en la barbilla, en los senos, en las costillas, en la cadera izquierda y en ambos pies, y que ahora están a la vista. Por los restos mortales de Rocío del Río no pasan los años. Entre otras cosas, porque el titanio no se oxida. Pero sus fervientes devotos no aceptan otra explicación al fenómeno que no sea el de la santidad. Se niegan a creer que buena parte de quien fue su ídolo fuese una belleza de artificio. Todo lo contrario, proclaman a voz en grito y con los ojos anegados en lágrimas que Rocío del Río fue una santa, además de una artista gloriosa.

Por eso hacen cola ante el cementerio de Écija, para pedirle a santa Rocío del Río remedios para sus males. Lo primero, la salud, después el dinero, “que está la vida mu achuchá”, pero también piden suerte en el amor, algo que nunca le sobró a Rocío del Río, y hasta que vuelva a sonar como el primer día ese viejo disco de vinilo rayado de tanto escucharlo en el ‘pick up’. Tienen impresas en la memoria las letras de sus canciones, pero no se conforman con ello y desean que, además de darles vueltas en la cabeza, la inconfundible voz de Rocío del Río vuelva a brotar de los viejos discos, como en su días de mayor éxito.

“Hay una mata de claveles / en el balcón de los cielos / claveles de puro anhelo / que se enredan en mi pelo / que se enredan en mi pelo / con relinchos de corceles”.



domingo, 1 de marzo de 2015

- La imaginación es tan sexy que difícilmente encuentra pareja.



Y ahora, ¡a cuidarse!


José Joaquín Rodríguez Lara

El abuelo sólo era un muchacho. Su hermano mayor le llevaba veinte años. Tenía sobrinos que eran mayores que él. Y más fuertes. Pero él era el tito. El tito chico. Me lo han dicho.


Su madre murió en el parto y se crió bajo las faldas de su abuela, de sus hermanas mayores y de una cuñada. “Todos en torno al mismo puchero”, dice mi madre.


Pero el abuelo “era agostizo. No tuvo buena teta”. Así que era, con diferencia, el más endeble de los hermanos. Algo que nunca le eximió del trabajo. El abuelo cuidaba los guarros.


Aquel día no se presentó a la hora de la comida, pero a nadie le pareció raro. Las cochinas “estaban pariendo” y, como todos los días, él se había llevado “el tarro con las sobras del cocido”. Pero cayó la tarde “y no había dado la cara”, así que la matriarca, algo preocupada, le ordenó a dos de los sobrinos que fueran a buscarle.


Al abuelo se lo encontraron “tirado en una cochinera”, sin fuerza, casi a merced de las guarras que hociqueaban la cancilla para entrar y darle de mamar a sus camadas.


Los sobrinos arreglaron al ganado, subieron al tito chico a la burra y lo llevaron a casa. La abuela se puso las manos en la cabeza y “se cubrió las canas y el moño con el pañuelo negro”. Las titas lo descalzaron y, a medio vestir, lo metieron “en el catre de la alcoba”. ¿Qué te pasa, niño?, le preguntarían.


Que no tenía fuerzas para estar en pie. Eso le pasaba al niño. “Se había ‘abarrancao’”. Por fin se avisó al médico. “Don Ángel llegó con su sombrero y su maletín. Le puso las gomas”. Lo reconoció de arriba abajo “a la luz de la palmatoria”. Y no halló razones para tanta debilidad. “Astenia la llamó él, pero, vamos, que era una flojera”.


“Bueno, el mozo no tiene nada grave. Si acaso un poco de astenia. Necesita reposo, tranquilidad y vida sana. Que se olvide del campo por unos días y, ahora, a cuidarse”.


El médico se fue como había venido. Ni siquiera “le recetó bicarbonato” al abuelo. Eso sí, a falta de recetas sacó el recetario. El de cocina. Por prescripción facultativa, el abuelo se metía “entre pecho y espalda”, nada más despertarse, “un huevo batido con vino”. El huevo era fresco, del corral, y el vino “de la tinaja”, pero como el abuelo seguía encamado, la abuela -la suya-, pensó que tal vez el tinto corriente no era suficiente remedio y, tras “aconsejarse con el cura”, empezó a batir los huevos con vino de misa, “que algo tendrá el agua cuando la bendicen”. Al abuelo le costó acostumbrarse al sabor de aquel vino añejo, a veces algo rancio, que usaba el cura en la misa, pero luego “se le hizo la boca a lo sacro y hubo que ponerle la damajuana de a cuarto junto al orinal”. No quería vino sin cristianar. Su “agua bendita” lo llamaba él.


Así que el abuelo se despertaba con huevos batidos con vino de consagrar, echaba una cabezada después de haberse tomado un “caldo de gallina vieja”, merendaba, sin salir de la cama, con “lo mejor del puchero”, le despertaban de la siesta con “un cacho de pan migado en café” y concluía su jornada de recuperación con “algo de la matanza, un par de huevos fritos, con su aceite y su vera de pan, o una tortilla de papas, cuando no cenaba un escabeche de peces de huerta” o algo igualmente ligero.


El pescado casi no lo probó el abuelo durante su convalecencia, pues al pueblo sólo llegaba algo de “cazón, pocas sardinas y algunos jureles” que, por ser pescado azul, estaban fuera de la dieta. Sólo en ocasiones muy contadas las mujeres encontraban en la plaza un “rabo de pescada” y el abuelo cenaba pescadilla frita, “y se la comía con la navaja”, o guisada y entonces pedía la cuchara.


Tanto se prolongó la convalecencia del abuelo Demetrio que el gallinero comenzó a despoblarse, las palomas empezaron a peligrar y pocos conejos llegaban al segundo mes de vida. Hasta hubo que comprar jamón para recuperar al convaleciente. “Jamón de pobre, pues es bien sabido que cuando el pobre come jamón, o está malo el pobre o está malo el jamón”. En este caso estaba malo el abuelo, pues el jamón estaba buenísimo, según sus sobrinos. Y el vino de misa también.


Se acabaron los huevos de corral y hubo que comprarlos en la calle. Se terminaron las gallinas y los calditos empezaron a ser de pichón, primero, y de palomo, después, hasta que en la cuadra sólo quedó una paloma viuda y los “huesos del jamón” se deshicieron en el puchero a fuerza de hacer caldos.


La flojera del abuelo acabó con todo menos con el abuelo que, a base de “vino de misa con lo que cayese”, no sólo se repuso, sino que hasta engordó y crió ganas de comerse el mundo. Por eso lo puedo contar yo ahora. El abuelo sanó, le pidió relaciones a la abuela, nació la tía Encarna, después el tito Deme, luego mi madre y, con los años, vino al mundo mi hermana y finalmente yo.


Mi madre dice que soy igualito al abuelo. No sé si tiene razón, porque yo no le conocí y las fotos que he visto de él no me dicen nada. Pero alguna diferencia debe haber entre el abuelo y yo, porque a mí no me dejan beber vino de misa. Y tampoco me despiertan con huevos batidos.


El día que me caí en el instituto me llevaron a urgencias en la ambulancia. Yo creo que no habría una burra en cien kilómetros a la redonda. En urgencias me hicieron de todo, con gomas y sin gomas, y el médico nos mandó a la farmacia con media docena de recetas en el bolsillo. A la misma hora que al abuelo le daban un caldito de gallina, a mí me dan una pastilla con agua. Si quiero un caldo tiene que ser de gallina blanca, de tetrabrik. Yo como bastante más pescado que carne, y más azul que de cualquier otro color. No sé a qué sabe “el rabo de pescada” frita. Y no es que no me dejen comer en la cama, es que casi no me dejan dormir.


“Levántate, hijo, que ahora tienes que cuidarte. Así que, a moverse”. ¿Qué me mueva, mamá? Pero si no paro. “Lo que no paras es de jugar con el ordenador”. Si ya juego muy poquino, mamá. Si me voy a quedar manco. “¿Manco? ¿Cómo tu abuelo? No digas eso hijo mío. Dios no lo permita.” Gracias, mamá. Si yo sé que estás muy orgullosa de que yo sea un pros, pero como no coja más el ordenador me voy a convertir en un manco. “Mira, Demetrio, no me líes.” Que es verdad lo que te digo, mamá. Y como me quede manco nadie querrá jugar conmigo. Te lo aviso, ¿he? “Bueno, cómete la fruta. Y aquí tienes el jamón.” Gracias, mamá.


Sí en algo nos parecemos mi abuelo Demetrio y yo es en el jamón. Desde que me puse malo como todo el jamón de york que quiero. Como el abuelo. Está buenísimo.