viernes, 30 de noviembre de 2012

- La juventud es un sarpullido
que se corrige mucho con los años.

Primera luz

La luna de tu risa
huye a saltos por la almohada.
Vendaval de la prisa,
escapas azorada
y bella, fulgor en la madrugada.

(De mi poemario 'Liras del delirio')


Espinas en el alma (36)

No hay aullido mayor que tus ojos
ni mirada más honda que tu llanto
ni lágrimas que atormenten tanto
como verte gemir entre despojos.


Alarido del miedo que devora
tu sonrisa, locura de la sierra
que mastica tu carne y entierra
la vida con saña amputadora.


Te envío mis uñas y mis dientes
te envío y araño las ruinas
de tu casa entre cuerpos yacientes


que nunca saldrán ya de las retinas
pues están clavados como espinas
en el alma de los supervivientes.

(De mi poemario ‘La ausencia que te nombra’)





A María Antonia la quieren expulsar

José Joaquín Rodríguez Lara


Las Juventudes Socialistas de Extremadura han iniciado una campaña para que María Antonia Trujillo Rincón, exconsejera de Ibarra y exministra de Zapatero, sea expulsada lo antes posible del PSOE por haber realizado comentarios que la juventud del partido considera impropios de alguien socialista. A María Antonia Trujillo (natural de Peraleda del Zaucejo, provincia de Badajoz) se le acusa por opinar, algo que es un derecho en cualquier democracia, pero que puede ser un delito, y de los gordos, en cualquier partido político español.

No le tengo afecto, ni mucho ni poco ni ninguno, a la exconsejera y exministra extremeña; ni como persona ni como política. Tampoco me entusiasma como escribe, ni lo que dice. Cada vez que me acuerdo de la guapísima Sofía Mazagatos, que fue miss España, y de su impagable “me gustan los toreros que están en el candelabro”, se me vienen a la cabeza las soluciones habitacionales y las viviendas de 25 metros cuadrados made in Trujillo. Un agobio insufrible. María Antonia siempre será para mí la ministra de los minipisos, lo que, créame, es un elogio que le hago a la ex, comparado con lo que dicen de ella algunos de sus conmilitantes y hasta excolaboradores que la consideran mala malísima de la muerte.

Esas microviviendas trujillanas y el conjunto de su trayectoria pública constituyen, en mi opinión, un motivo más que suficiente para que el PSOE hubiese sancionado a María Antonia Trujillo cuando estaba en el cargo. En cualquiera de ellos. E incluso justificaría el que ahora se enjuiciase de forma crítica su actuación.

No fue ni es así, porque entonces a María Antonia la arropaban los paraguas de Ibarra y de Zapatero, así que la acusada podía hablar de minipisos sin cortapisas habitacionales. Ahora no, ahora no necesita tropezar para caer, pues hay muchas personas en el PSOE, desde jóvenes a preabueletes, dispuestas a empujarla por el barranco del descrédito.

Para esas personas, María Antonia Trujillo “no demuestra tener ni un mínimo de conciencia o sensibilidad social, lo cual es inaceptable cuando se lleva el carné socialista en el bolsillo". ¿Y cómo no lo demuestra María Antonia? ¿Metiendo la mano en la caja? No. que se sepa. ¿Haciéndose inexplicablemente rica? No, que se vea. ¿Cobrando comisiones? No, que conste. ¿Estafando con los ERE? No, que se diga. María Antonia, la ministra de los minipisos, demuestra su falta de conciencia y su insensibilidad social, opinando; es decir, haciendo uso de un derecho democrático que su partido no le reconoce. Ella es así, un caso perdido de maldad antisocialista.

En un partido político, en cualquiera de ellos, se odia más al discrepante que al delincuente. Y, además, no se suele distinguir entre la discrepancia, opinar de forma distinta a los demás, y la disidencia, que además de discrepar tiende a hacer de su capa un sayo.

Cuando se publicó el vídeo masturbatorio de Olvido Hormigos, socialista y concejal de Los Yébenes (Toledo), vídeo que la edil toledana dice que grabó para su marido, aunque quien lo recibió fue un amigo de Olvido y el alcalde, María Antonia Trujillo afirmó en Twitter: «Creo que la concejala socialista de Yébenes debe dimitir Si no sabes administrar tu vida privada ¿Cómo vas a administrar la pública?». El comentario de María Antonia me pareció improcedente, y lo dije entonces, pero nunca imaginé que podría dar lugar a una expulsión trufada con deshonores propios de una degradación cuartelera.

Cuando al PSOE y al resto de la oposición política, agarrándose por los pelos a los casos de suicidio, le entraron las prisas para frenar los desahucios, pretendiendo cambiar en una tarde cinco leyes, a pesar de que durante 22 años de gobierno (14 + 8) no solo no lo había hecho, sino que Carme Chacón, siendo ministra de Vivienda, anunció a finales del año 2007 que en Madrid se abrirían 6 juzgados, 6, para agilizar los desahucios, María Antonia Trujillo dijo en Twitter: "El que tenga deudas que las pague". Fue la suya una afirmación no solo gravísima, como se ve, sino que debe de ser contraria a la doctrina socialista y por eso no la entienden en el PSOE. 

Opiniones de este tipo pueden resultar chocantes en un momento en el que medio país tiene problemas hipotecarios, pero ni enriquecen a los banqueros ni son delito ni hacen aumentar los desahucios ni por supuesto multiplican los suicidios, cuyo origen no está ni en las hipotecas, ni en los desengaños amorosos, ni en la violencia machista, sino solo en la cabeza de algunas personas.

Pero lo más grave que ha hecho María Antonia Trujillo, lo que no tiene perdón del Altísimo, es haber atacado al abuelo de las juventudes socialistas. Pedir la dimisión de Alfredo Pérez Rubalcaba, y pedirla públicamente, como ha hecho María Antonia, son palabras mayores. Hay cosas que no se le pueden consentir ni a la María ni a la Antonia ni tampoco a la Trujillo. Ni la Constitución, ni la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ni la democracia, ni la libertad, ni gaitas, la pensión y la tranquilidad del abuelo Alfredo están por encima de todo.

Así que a María Antonia Trujillo la quieren expulsar del PSOE y, salvo que se produzca un estallido de lucidez, la expulsarán; la echarán por manifestar opiniones contrarias a la moral socialista y a la unidad del partido. Tiene suerte la exministra. En tiempos de Franco la hubiesen fusilado, y en la Edad Media, la Santa Inquisición o su rama juvenil la quemarían en la plaza pública, por bruja. Ahora simplemente la expulsarán del PSOE por discrepar, aunque alguien se quedará con las ganas de atarla a una farola, tirar de megáfono y avisar a los desahuciados sin fronteras.



Adiós en noviembre (20)

Mariposas de miel y caramelo,
pétalos del aire, del sol reflejo,
obleas de ocre y oro viejo,
hijas de la luz, envidia del cielo.

De la brisa tul, del viento cortejo,
para el caminante, terciopelo,
manto del desnudo y frío suelo,
del otoño capa y aparejo.

Aladas monedas de leve vuelo
que arropáis la plata del espejo
dorando el agua con el pañuelo,

¿quién os embriagó y os dio consejo
para decir adiós sin desconsuelo,
como si partir fuese un festejo?

(De mi poemario ‘La ausencia que te nombra’)


jueves, 29 de noviembre de 2012

Nuevo empleo


OBESO ALTERNATIVO

¿Le molesta esa barriguita, le acosan esos michelines, esas cartucheras, esos papoplines? ¿Le encanta la comida pero no se atreve a comer por temor a que las miradas ajenas se le claven en salva sea la parte? No sufra más. Su problema tiene solución. Líbrese para siempre de las pesadas comidas familiares, de las estiradas e insulsas comidas de empresa, de las cenas indigestas, de los almuerzos de trabajo, del té de sobrecillo con pastas surtidas y conversación insoportable, de los preparados dietéticos, de la charleta de la boticaria que le vende el producto milagro, de las cremas reductoras y del tipazo de las modelos que anuncian cremas reductoras. No lo piense más, llame ahora mismo a ‘Obesos Alternativos & Gordos de Ocasión’ y vuelva a ser usted, porque su problemón se desinfló. No más pesadillas con la báscula, está usted libre. Nosotros tenemos la solución: comemos por usted. Todo lo que no le guste o no le apetezca o le siente mal o perjudique su imagen, todo nos lo comeremos nosotros. Grasas, calorías, emulsionantes, edulcorantes, acidulantes, conservantes, colorantes, féculas, fibra, comida light, albóndigas de granja en salsa de arándanos, pinchos de feria, galletas de sésamo, bocadillos envueltos en servilletas de papel, cubiertos por una lámina de aluminio y metidos en una bolsa de plástico, sardinas criadas en lata, proteínas, vitaminas, minerales…; lo que nos eche. Vuelva a vivir, luzca en solo tres semanas una figura esbelta y juvenil. Deje que nosotros engordemos por usted. Y no se preocupe por el precio, nosotros siempre le cobraremos al peso.


- Las gafas son el marco de la mirada. 
¿Y las lentillas? El escaparate de los ojos.


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Nuevo empleo

LECTOR AMBULANTE 

Leo todos los libros que usted no tenga tiempo de leer: poesía, novela, cuento, ensayo, crucigramas, sopas de letras, sudokus… todos. Y, si usted así lo quiere, ni siquiera se los cuento después de haberlos leído. Consulto los manuales y las enciclopedias que a usted le aburra consultar y ojeo las revistas que usted no quiera hojear. En silencio y sin necesidad de realizar obras. Cobro en letras, a 30, 60 y 90.



Nuevo empleo

COTILLEADOR DE CONFIANZA

Cotilleos de alto standing. Con las vecinas, los parientes, los amigos, la pescadera, el portero… Con quien usted necesite. No pierda el tiempo cotilleando con la del tercero, ni con su peluquera ni tampoco con Manolo, el del bar: yo cotilleo por usted. Cotilleos frescos, renovados diariamente; cotilleos profesionales, de calidad certificada (diploma ISO); cotilleos venenosos; cotilleos locales, nacionales, internacionales y también interautonómicos. Cotilleos políticos, de embarazos, laborales, de alcoba y, por supuesto, cotilleos taurinos. Si sus obligaciones laborales y familiares le impiden cotillear como Dios manda sobre lo que pasa en su calle, en su ciudad, en su comunidad autónoma o en la cara de Belén Esteban, no se aflija; basta con que me avise para que yo cotillee por usted. Se lo digo yo y lo que yo le digo va a misa. Cobro con discreción, sin darle tres cuartos al pregonero.



Nuevo empleo

ASPERSOR DE ASCENSORES

¿El ascensor de su bloque está limpio, no huele a orina; ni siquiera a meada de chucho? No se preocupe, tengo la solución. Por muy poco precio puede tener a su disposición lo último en aspersores de ascensor. Orines de toda confianza, con aroma a espárragos silvestres, a níscalos, a torta del Casar, a orina retenida... Tengo un amplio surtido de meadas en envase individual, de borrachuzos o familiar. No sufra más al ver su ascensor inodoro, insípido e inmaculado. Tengo el meón de ascensores que usted necesita. Llame, llame antes de que llamen al ascensor; no se arrepentirá. Y pague antes de que suba. De que suba el ascensor.


Nuevo empleo

EXCUSADOR prêt-à-porter

Tengo excusas para todo tipo de situaciones. No se abochorne. En mi catálogo hallará la excusa perfecta, diseñada a su medida, ajustada como un guante. No se confunda, no son mentiras ni embustes ni trolas, son excusas auténticas, sinceras, montadas y listas para ser aplicadas en el momento oportuno. Para ese retraso inexplicable (para eso otro, también), para ese imperdonable olvido, para esa injustificable falta de cortesía, para cualquiera de sus meteduras de pata, por grosera que sea, tengo lo que usted necesita: excusas fiables, sensatas, discretas, eficientes, indubitables e invulnerables. Eso sí, cobro al contado, no admito excusas.



Mucho tiempo después, en el Mercantil 


José Joaquín Rodríguez Lara


Nacieron con pocos días de diferencia y siempre habían vivido relativamente cerca, pero se conocieron muy lejos. En la Universidad.
- En mi piso hay una cama libre y si quieres...
Y así, sin haber sido nunca amigos ni habérselo propuesto se hicieron inseparables. Compartieron habitación, pitillos, lecturas, canutos, el poster del Che, comida, borracheras, amores y supersticiones.
- Es un talismán, no falla. Escondí las sillas en la bañera, como siempre, y tuvo que sentarse en tu cama. Cruzó las piernas, así, como los indios, y me temí que fuese una estrecha, pero el colchón empezó a trabajar y a trabajar…; se quitó los cascos, le acaricié el pelo, la oreja… Joder, que ya tenía en la mano el supositorio ese que sirve como de píldora cuando llegas y me la espantas. ¿Pero tú no habías quedado con una tía de Aluche?
Estaban tan hechos el uno para el otro que hasta coincidían en los planes fallidos y una vez más se pasaron la noche en blanco, contándose, de almohada a almohada, lo que podía haber sido y no fue.
Aquel 14 de abril les atrapó en la calle Princesa. El aniversario de la proclamación de la Segunda Republica había dejado vacías las aulas y los universitarios se apelotonaban entre Moncloa y los aledaños de la Plaza de España. Había banderas republicanas, pasquines incendiarios con hoces y martillos y también alguna que otra pancarta. Al fondo, entre el humo, se adivinaba la muralla gris de los cascos, los escudos, los uniformes y los vehículos con cristales enrejados. Princesa parecía un mar de plomo dispuesto a tragarse los arcoiris tricolores y las arengas libertarias. Los fusiles escupieron las primeras pelotas y los botes de humo embadurnaron el aire. Uno les cayó entre los pies. Nacho quiso devolvérselo a los grises, que avanzaban en bloque, de acera a acera, como una pala excavadora, pero se quemó los dedos y Manolo pateó la lata que, del puntapié, se alojó en la masa policial.
- Corre, tío, corre.
Doblaron la esquina para escapar y se encontraron de frente con los caballos, que aceleraban el trote cuartelero calle arriba. ¿Hacia dónde huir? Los porteros habían cerrado con llave el acceso a sus edificios y contemplaban la represión con la cara pegada a los cristales. La calle se había convertido en un callejón sin salida. Arriba, en Princesa, sonaban ya las sirenas azules de los furgones policiales que se llevaban a los primeros detenidos y por abajo, avanzaba la caballería con las fustas en la mano decidida a molerlos a golpes.
Intentaron esconderse, pero fue inútil. “Allí, entre los coches”, apuntó una mujer que, como muchos otros vecinos, contemplaba la carga policial desde los balcones. Manolo fue arrastrado por los pelos hasta que perdió pie y quedó tendido en el asfalto, doliéndose. A Nacho le cuadricularon la espalda a golpes de cachiporra y aquella noche tuvo que dormir sin la camiseta del Che y boca abajo. Pero ambos revolucionarios debieron de parecerles poca cosa a los agentes y no les detuvieron. Un lástima, porque aquel fue “su bautismo de sangre”, su inmersión en la causa y cada uno de ellos sigue considerando ese 14 de abril la fecha de su incorporación “con todas las consecuencias” “a la lucha por las libertades y la democracia en este país”. Nacho todavía se busca los verdugones de la espalda cuando cuenta lo de su camiseta del Che Guevara.
Terminó el curso y volvieron a casa. El verano fue un paréntesis en su relación. “A ver si quedamos”. Se volvieron a ver la primera semana de octubre, en Madrid. En el bar de abajo. Ya no lo llevaba el Segoviano y, en lugar de morcillas de arroz y de cebolla calentadas en el microondas, servían emparedados de jamón y queso. El piso sí estaba igual que lo dejaron. Algo más pequeño, algo más sucio, algo más caro y algo más viejo. Sortearon el talismán ­-“Cara”. “Joder, que potra tienes”- y le tocó a Manolo. Buscaron a las amigas del curso pasado y a las amigas del nuevo curso y todavía no había terminado el primer trimestre cuando Manolo tuvo que dejar la Universidad.
-Y ahora, ¿dónde encuentro yo a alguien que pague la mitad de la habitación?
-Consuélate, Nacho. Al menos recuperas el talismán.
-Eso sí, la cama es mía y a partir de hoy en esta habitación quedan prohibidos los sorteos, que el juego es un vicio burgués de mierda. ¡Temblad, nenas, temblad!
Desde entonces no habían vuelto a verse. Manolo se hizo cargo del negocio familiar y poco a poco fue llenando el hueco que había dejado su padre. Nacho no era un buen estudiante, pero siguió con los libros y terminó la carrera con un brillante expediente policial. Estuvo un par de veces en la DGS –la segunda de ellas a punto de recalar en Carabanchel–, y cada 14 de abril y cada 1 de mayo le dejaban estar un poco más cerca de la pancarta que abría la manifestación.
Esta noche, después de muchos años, han coincidido en el Mercantil. Manolo se acerca los jueves, que hay concierto, y se toma unas cervezas con gentes a las que conoce desde siempre. La mayoría son ‘del comercio’, como él. A Nacho le han llevado. Vive en otra ciudad y las obligaciones no le permiten este tipo de alegrías. Lleva años embutido en su uniforme de traje y corbata, sin bajarse del coche oficial, y su nombre suena como firme candidato a ocupar una consejería, pero esta noche había un acto sobre derechos humanos en el Colegio de Abogados y, al terminar, se ha dejado arrastrar hasta el Mercantil, que está a la vuelta de la esquina. Enseguida le han hecho un hueco de indiferencia en la barra y un par de conocidos se han acercado a darle la coba que corresponde darle a un director general. Manolo no se ha dado cuenta de que Nacho estaba allí, pero ha visto a Raquel, la abogada de la asociación de autónomos, y al acercarse a saludarla se ha quedado cara a cara con su antiguo compañero de piso.
- Hombre Manolo, no te había reconocido. ¿Cómo estás? Como siempre, ¿no? No se me olvidará nunca el día que los grises te arrastraron por la melena. ¿Te acuerdas?
- ¿Cómo podría haberlo olvidado, don Ignacio? Se me ha caído el pelo, pero no la memoria y aún conservo todos los ideales. Siguen aquí dentro, que es lo que importa. Yo tampoco te había reconocido; estás…, tan elegante. ¿Duermes todavía con la camiseta del Che, Nacho?

martes, 27 de noviembre de 2012


Victoria pírrica

José Joaquín Rodríguez Lara


La victoria electoral del catalán Artur Mas (CiU) es la quintaesencia de una victoria pírrica y como tal debería enseñarse desde las guaderías hasta la univesidad. Perder 12 diputados de una tacada, bajando de 62 a 50, no es una catástrofe aérea, es un accidente de bicicleta. Causa tanto dolor como risas.

Aunque los cronistas de fútbol la utilicen como sinónimo de 'victoria escasa' -generalmente 1 a 0-, o 'victoria por la mínima', la expresión 'victoria pírrica' alude a una situación en la que se pierde más de lo que se gana. Proviene del griego Pirro, rey de Epiro, que derrotó a los romanos a costa de que miles de sus soldados muriesen.

Tuvo tantas bajas el ejército vencedor que Pirro, contemplando apesadumbrado el campo de batalla, dijo: "Otra victoria como esta y volveré a casa solo".

Como general, Pirro (que vivió entre el 318 y el 272 antes de Cristo) y luchó para unir a los griegos, está considerado uno de los mejores líderes de su época.

Lamentablemente, Artur Mas no goza todavía de semejante reconocimiento mediático.


lunes, 26 de noviembre de 2012

- Bebe, vive y deja beber; 
vive, bebe y deja vivir.


Los años se hacen distancia (13)

Cuando tú pasas, pasa todo el universo,
pleno de luz, de misterio y de insolencia
que en tu mirada pregona con elocuencia
el abrazo de lo sublime y lo perverso.


Cuando tú pasas, la vida se me hace verso
y puñalada en la llaga de la ausencia,
sin que repare tu piadosa indiferencia
en que la felicidad también tiene reverso.


Cuando tú pasas, los años se hacen distancia
y los días desembocan en ese abismo
en el que un instante tiene más importancia


para los calendarios que para uno mismo.
Cuando tú pasas, afilan su intolerancia
y hacen del amor un puro anacronismo.

(De mi poemario 'La ausencia que te nombra')


Gambito (19)


No saben de ti mis brazos
ni mi lecho ni mi boca,
ni tu mirada me toca
ni huyo de sus zarpazos.

Nunca nos ataron lazos
ni nos separó la roca
ni hubo mucha ni poca
razón para tus rechazos.

Te conocieron mis ojos,
mi corazón, por oídas,
desabrochó sus cerrojos

y me robaste las bridas.
¿De qué sirven los arrojos
si se pierden las partidas?


(De mi poemario 'La ausencia que te nombra')




Acústico (30)

Agónico
desánimo
magnánimo.
Eufónico.


Satírico
itálico
vocálico.
Onírico.


Isófono
simbólico.
Libérrimo.


Ubérrimo
xilófono.
Diabólico.

(De mi poemario 'La ausencia que te nombra')


jueves, 22 de noviembre de 2012

- Una de las mayores diferencias entre el hombre y la mujer es que el hombre va a comprar y la mujer va de compras.


miércoles, 21 de noviembre de 2012

- Hay personas tan preocupadas por lo que pasa en el mundo
que hasta se preocupan de ordenarnos las preocupaciones
que, en su opinión, deberíamos tener los demás.


- 'La infancia de Jesús', nuevo libro del papa Benedicto XVI, 
se ajusta a la crisis de valores (bursátiles) que vive el mundo: 
los recortes en el empleo castigan a los trabajadores 
(la mula y el buey desaparecen del portal), 
mientras en las alturas se producen ascensos: 
la estrella de Belén, hasta ahora jefa de Mercadotecnia del natalicio para todo el mundo ha sido ascendida 
por Joseph Ratzinger a Supernova, 
un puesto que, por su brillantez, tiene mucha mayor relevancia estelar.


- La hipoteca tiene un nombre que no le corresponde. 
En realidad es una hipotrena.

(Publicado también en Facebook el 21 de noviembre del 2012, a las 1:18.)

martes, 20 de noviembre de 2012

- Fuimos al infierno, le vendimos el alma al diablo 
y no le vimos las fauces a la eternidad 
hasta que comenzamos a pagar la hipoteca. 

(Publicada también en Facebook el 20 de noviembre del 2012, a las 18.20 horas)

- En un mundo que adora al dinero 
por encima de cualquier otra deidad, 
¿no sería más verosímil la existencia del diablo si, 
en vez de situarlo en el inframundo, vestido de rojo, 
con cuernecillos, el rabo terminado en punta de flecha 
y armado con un tridente, lo vistiésemos con traje y corbata 
y lo colocásemos en el mejor despacho de la planta noble de cualquier banco con un palo de golf en la mano?

(Publicado también en facebook el día 20 de noviembre del año 2012, a las 17:53 horas)

lunes, 19 de noviembre de 2012


Jirones deslavazados

José Joaquín Rodríguez Lara


Mucho antes de que la televisión llegase a mi pueblo, Barcarrota (Unión Europea) yo ya tenía abuela. Con dos canales: abuela Julia y abuela María.
Abuela Julia era risueña y una experta en adobar matanzas; tanto que la llamaban de los grandes cortijos para que se encargase de la preparación de la chacina. Hacía un exquisito queso de cabeza, con su lengua, su carrillera, su pestorejo, su gelatina, su laurel, su pimienta, su cebolla, su orégano, su vino blanco y su canesú. El queso de cabeza de cerdo es un fiambre que prácticamente ha desaparecido del repertorio en las matanzas caseras, pero yo sigo acordándome de él y de mi abuela.
Además, abuela Julia era una artista haciendo punto y ganchillo. Cogió las agujas a los seis años y no las soltó hasta que nos dejó, pasados los ochenta. De sus manos rechonchas salieron asombrosas obras de arte, dignas de exponerse en los museos. Más de una vez me pararon por la calle para tratar de descubrir de qué forma se había tricotado el jersey de lana que me hizo con cuadros blancos y negros entre los que no había pegamento ni sutura. Desgraciadamente hace años que le perdí la pista a aquel jersey inconsútil. Sin embargo aún conservo una colcha de soltero y dos de matrimonio que llevan su firma. Kilos y kilos de hilo primorosamente entrelazado. Para mí son como un seguro. Si algún día me hacen la maleta, me llevaré mis colchas. Al tiempo.
Con mi abuela Julia también descubrí que se puede saber lo que ocurre en cualquier parte del mundo con solo escuchar la radio. Vivía tan pegada al receptor como al cesto de las madejas y de los ovillos.
Abuela María reía menos pero canturreaba más. Desconocía la existencia de Japón y no sabía lo que era un ábaco, pero cuando volvía de la compra sacaba el papel de estraza con las anotaciones y repasaba la cuenta con una calculadora casera. Verla era un espectáculo. Yo me quedaba embobado mirándola. Mi abuela ponía sobre el hule de la camilla un puñado de garbanzos y sumaba: diez garbanzos, una perra rubia, cinco, dos reales, un duro, medio cocido…
Pero su especialidad era ‘curar de la Luna’ mediante una especie de ensalmo en el que se entremezclan la satélite Catalina, la Santísima Trinidad, el nombre (“el color”) de la persona enferma, la cruz trazada con los dedos, gotas de aceite de oliva y vasijas con agua. Con tan inocuos fármacos y su fuerte convicción, abuela María –así como alguna hija y nietas a las que enseñó su ciencia- lo mismo te curaba un dolor de cabeza que una tristeza inesperada o un dolor de muelas. No había persona alunada que se le resistiese. Y no solo ponía remedio a males fastidiosos a pesar de su poca entidad, sino que con el mismo sistema –“…por aquí pasó el color (…) cuando la santa Luna vuelva a pasar…”- adivinaba si alguien que no estaba con ella sufría alguna tribulación. Al llegar la noche, la mesa camilla de abuela María se llenaba de platos, tazas y tazones en los que se había ‘curado de la Luna’ tanto a los enfermos presentes como a los ausentes pendientes de diagnóstico. A algunos de ellos los ‘curaba’ varias veces, hasta que las gotas de aceite, al diluirse o no diluirse en el agua, confirmaban y reconfirmaban, sin el menor atisbo de duda, si la persona ‘curada’ estaba ‘cogida por la Luna’ o no. Puedo asegurar que semejante terapia antilunera funcionaba con mi abuela María y sigue funcionando con mi madre, Isabel.
Curar con aceite, agua y oraciones a los alunados debe ser una costumbre tan antigua que tal vez se remonte a la época de los tercios españoles y hasta al tiempo de los romanos, pues he leído que en el norte de Italia algunas abuelas todavía hacen lo mismo. El baño de la Luna en agua y aceite vino de Italia o a Italia lo llevamos desde España, pero debe de tener hondas raíces, puesto que sigue dando frutos.
Además de ‘curar de la Luna’, mi abuela María era experta en romances y trabalenguas especialmente adecuados para entretener a la chiquillería. Nos apacentaba con el milagro de san Antonio de Padua, el de los pajarillos, que era como un documental de La 2, pero canturreado –“salid tortolitas, salid gavilanes”- y en sus sesiones de pastoreo infantil aprendí que “a un capitán sevillano siete hijas le dio Dios y tuvo la mala suerte que ninguna fue varón (¿?), que ninguna(¿?) fue varón”. Supe, además que “hay un Trespascualpérez Tripicalvo Carpintero el de la punta, un Trespascualpérez Tripicalvo Carpintero el del medio y un Trespascualpérez Tripicalvo Carpintero el del rincón”. Y que por ello “ tres Trespascualpérez Tripicalvo Carpintero son”.
Pero la joya de su repertorio era el pregón del parche, que recitaba a gran velocidad. “Unos dicen: yo tengo ruido, zumbido, entaponamiento, padezco de fotofobia, la jaqueca o migraña al momento de la noche que no puedo respirar, una fuerte congestión, una opresión en el pecho…; es para lo que sirve el parche poribisador (¿?) eléctrico, para remediar todo esto, todo lo que sea irritación (¿?) en la sangre”. (…) “No desespere si no puede comprar un automóvil, una mansión o un cortijo, el parche poribisador (¿?) eléctrico, que viene recorriendo por cuyas capitales, villas y aldeas, le será de mucha más utilidad”. (…) “Mas, si a las veinticuatro horas no ha desaparecido el dolor como el que coge un jarro de agua y lo arroja por el balcón a la calle, no se preocupe, yo siempre dispongo de más cantidad”.
La musiquilla que entonaba abuela María al pregonar el “parche poribisador (¿?) eléctrico” sigue revoloteando en mi memoria como mariposa presa de la luz, pero llevo años buscando la letra completa del pregón, para remendar los recuerdos, o al menos algún rastro del charlatán al que mi abuela se lo escuchó y, a pesar de mi empeño, no he conseguido nada aún, por lo que continúo buscando. De quien recorría las plazas de “capitales, villas y aldeas” vendiendo un parche tan eficiente y tan abundante en una época en la que lo único que sobraba eran dificultades, a la fuerza debe quedar algo más que los jirones deslavazados de un pregón en mi memoria.


- El gato siempre se come al perdigón que más canta. 

(Publicada en Faceboock en fecha sin determinar)

- Acertar es difícil, salvo que perjudique. 

(Publicada en Faceboock en fecha sin determinar)

En España el periodismo empieza a ser una profesión fósil 
y los periodistas, tan solo huesos desperdigados. 
¿Qué es un columnista? Un dinosaurio que escribía.
(Publicada en Facebook en noviembre del 2012)

domingo, 18 de noviembre de 2012

Benjamina

José Joaquín Rodríguez Lara


INVESTIGADORES que trabajan en Atapuerca han recompuesto el cráneo de una niña que malvivió hace unos 530.000 años. Poco antes de nacer, a la criatura se le soldó la parte izquierda de la sutura lambdoidea, que articula el hueso occipital con los parietales y temporales, y su cerebro creció de forma asimétrica hacia la derecha. Además de afectar al cráneo, y probablemente a su capacidad intelectual y motora, la anomalía le deformaría la cara y la cría debió de tener la cabeza inclinada por tortícolis.

Un verdadero cuadro. Paleontológico, médico, sociológico y humano. La patología detectada en los restos de la niña encontrados en la sierra burgalesa se denomina 'craneosinostosis de sutura lambdoidea simple' y aún existe. Se registran unos seis casos por cada 200.000 nacimientos. Lo que ocurre es que ahora se opera. Es excepcional que en la muestra de 28 individuos desenterrados hasta hoy en la Sima de los Huesos haya un síndrome tan extraño. Sorprende que la 'craneosinostosis' más antigua documentada esté en Atapuerca - Burgos - España. Asombra que esa criatura deforme viviera hasta la preadolescencia, pues para ello necesitó ser cuidada durante años por los suyos. Pero, sobre todo, maravilla que esos cuidados, tan humanos y propios de la sociedad del bienestar, los realizaran unos individuos que no eran de nuestra especie -Homo sapiens-, ni de la especie que nos precedió en Europa -Homo neanderthalensis (hasta hace 30.000 años)- a la que nos comimos real o metafóricamente y aún no sabemos cómo ni el porqué, sino de una estirpe anterior a los neandertales -el Homo heidelbergensis (hace más de 500.000 años)-, que, sin Ley de Dependencia, sin hospitales ni Declaración Universal de los Derechos del Niño, vivió durante el Pleistoceno Medio.

Hace 530.000 años, la gente de Atapuerca, cuidaba a sus enfermos incurables. No hay constancia de ello, pero tal vez ya se practicase el aborto, pues las plantas abortivas son anteriores a la ministra Aído. Pudiera ser que existiera la eutanasia sin anestesia, aunque no hay pruebas para asegurarlo y, desde luego, había canibalismo. Ritual o gastronómico. En Atapuerca, el Homo antecessor (800.000 años atrás) se comía a los niños. Los restos del festín lo demuestran. 300.000 años después, su pariente el Hombre de Heidelberg cuidó a la niña querida de Atapuerca, Benjamina, que así la llaman.

Hay que suponer que lo hizo por bondad y que la invención de la ganadería vino después.


Cuando una mujer dice no

José Joaquín Rodríguez Lara


Los ojos son poesía, la boca, sensualidad, en las manos hay destreza y elocuencia, y en las orejas, ¿qué hay? ¿Para qué sirve una oreja? ¿Es el gancho en el que se cuelgan las gafas y los audífonos, la repisa que sostiene el lápiz del carpintero y al pitillo que hace antesala, a la espera de ser recibido por la boca? ¿La oreja es la antena parabólica del oído, el pendón arrugado que sirve de enganche a los sonidos? Antes, al menos, era carne de martirio y argolla de los pendientes y arracadas, pero ahora que los pirsin, que no son sino pendientes deslocalizados, taladran la boca, las cejas, la nariz, el ombligo e incluso otros enclaves más recónditos, ¿han perdido cuota de utilidad las orejas? Hay quien todavía las ve como soplillos, o como simples agarraderas; las asas de la perola las llaman, quizá porque, hasta el siglo pasado, España funcionaba a base de carbón y las madres y los maestros agarraban por las orejas a los muchachos traviesos para devolverlos al redil. Pero esos modos ya no se estilan; si acaso serán los mostrencos quienes arrastren por las orejas a madres y profesores para corregir su tozuda incomprensión.
Algunos indicios señalan que la oreja pudiera haber tenido una función relevante en el pasado. En el fondo, allá en el lóbulo, la oreja conserva un poso de erotismo, una pizca de lascivia capaz de despertarse ante una gota de perfume o una sutil caricia. Pero parece demasiada carne para tan ocasional cometido. Los prestidigitadores sacan de las orejas huevos, naipes, monedas, pañuelos y hasta palomas, así que tal vez tengan capacidades ocultas -las orejas- y las estemos pasando por alto. Con las cocochas, que vienen a ser las orejas de la merluza y del bacalao, ocurría algo parecido: nadie las apreciaba hasta que alguien las puso en un menú de cinco tenedores y hoy son consideradas manjares exquisitos. Pero comer la oreja no es comer, sino que es el prólogo de un engaño: empiezan comiéndote la oreja y te la terminan mojando. Y no es que te la mojen para plancharla, porque planchar la oreja es dormir y pegarla, escuchar las conversaciones ajenas; como abrirse de orejas, pero sin que te vean.
La oreja que más se ve y la que más se vitorea es la oreja del toro bravo. El diestro temerario le come la oreja al toro –a veces le come hasta el pitón- y no es que se la moje, es que se la corta después de hacerle pasar una y cien veces bajo las telas del engaño. En el reglamento taurino, la primera oreja la da el público y la segunda acostumbra a racionarla el presidente, que suele ser un policía con vocación de madre y ya se sabe que las madres tienen una incurable propensión a fiscalizar las orejas de sus vástagos. Así que una oreja puede valer por dos. No depende del toro ni del torero ni de la faena ni del público ni siquiera de la presidencia, depende de la plaza. Como lo oye. Por eso vale más una oreja en Madrid que dos en Albacete y un solo apéndice en esa Maestranza de abril invadida por los japoneses que dos orejas y el rabo ganados en buena lid ante la Santísima Virgen de Carrión -a la que la afición le viene de muchísimo más lejos- en su coso de Alburquerque.
Los taurinos aprecian mucho una oreja de ley, una oreja ‘de mérito’. En un festejo celebrado en Salvatierra de los Barros (Unión Europea), un presidente indocto y descreído cedió a los aplausos del público guasón y le concedió dos orejas al torerillo. El becerrista recibió los dos trofeos con gallardía y respeto e, inmediatamente, con tanta ira como vergüenza torera, tiró al suelo uno de ellos enarbolando el otro muy ufano mientras daba la vuelta al ruedo. Y es que los taurinos que se precian de serlo desprecian las orejas regaladas.
Sin embargo, parece que a los no taurinos les place que les regalen la oreja; a pesar de que es lo más parecido a comérsela, disfrutan con los elogios, sean sinceros o interesados. El regalo de oreja más famoso es el que hizo Vincent van Gogh. El artista se cortó con una navaja el lóbulo de la oreja derecha, lo envolvió en un paño y se lo entregó a una tal Rachel que trabajaba en un prostíbulo. Muchas personas consideran que fue un rasgo de locura, pero tratándose del lóbulo y no de la oreja entera, tal vez solo fuese una pizca de honesto arrebato erótico, una satisfacción de servicios sexuales ya prestados y aún no prescritos. ¿Por qué le regaló parte de la oreja y no alguno de sus famosos ‘girasoles’, por ejemplo? Pues porque el artista tal vez quisiera a Rachel con locura, pero no estaba loco. En aquel momento, navidades de 1888, su pintura era muy poco valorada; Van Gogh vendió tan escasas pinceladas en toda su vida que subsistía gracias a la ayuda de Theo van Gogh, su hermano menor, que le daba dinero con frecuencia. Seguramente se lo daba para que le pagase a Rachel, pero Vincent se lo gastaba en lienzos, acuarelas, pinceles y otros caprichos plásticos. En cualquier caso, que el inquilino de la Casa Amarilla le regalase media oreja a la mujer del burdel tuvo una indudable repercusión artística. Van Gogh, que para ahorrar en modelos se hizo 27 autorretratos, se pintó varias veces desorejado y, muchos años, después, en el norte de España, surgió un grupo musical llamado ‘La oreja de Van Gogh’. Este conjunto alcanzó cierta fama, mas no tanto por su música como por su oreja, más tarde conocida como Amaia Montero, que, como la propia oreja del artista, terminó separada de los demás miembros. Cuando ya no era la oreja de Van Gogh, Amaia Montero hizo oídos sordos a las conveniencias sociales y escribió un ‘tuit’ que decía: “A veces cuando las mujeres dicen ‘no’, solo quieren ver de (sic) lo que serias (sic) capaz de hacer por ellas”. La chocante  reflexión auricular originó tal revuelo que a Amaia Montero todavía deben de estar zumbándole las orejas, esas protuberancias cartilaginosas que, al estar situadas a medio camino de la nada, en tierra de nadie, no tienen ni el prestigio del cráneo ni la prestancia de la cara.
Entonces, ¿para qué sirve regalar la oreja? Sinceramente, no lo sé. Y llegado el caso, sería preferible venderla; quizás uno se sintiese asquerosamente materialista e interesado, pero al menos no temería infundir sospechas de adulación o de cualquier otro engaño.



El 569

José Joaquín Rodríguez Lara


Coleccionaba palabras. Palabras muertas, agonizantes o ya enfermas sin remedio. De tisis. Las buscaba en todo momento, en cualquier lugar, con la avidez de un hambriento, con la pasión de un enamorado, con la osadía de un loco y también con la paciencia taxonómica de un setero. Vivía con los cinco sentidos desplegados, en estado de alerta permanente, ante el posible rescate de un raro ejemplar definitivamente olvidado. Las olía, las veía, las saboreaba y las acariciaba tan pronto como las oía. Recorría con las yemas de los dedos las curvas de sus letras nada más verlas y pararse a inhalar sus aromas, paladeando cada sílaba, el eco de los acentos, antes de acomodarlas en la memoria y, con el mayor de los esmeros, realizar el pertinente asiento contable en su libretilla de las palabras muertas.
“Damajuana: 28 de marzo de 1964: Así llama abuela María a la garrafa del vino que está en el doblao”.
Esta es la primera pieza de su colección, la que le abrió los ojos, descubriéndole que más allá de los volúmenes, de las utilidades, de la musicalidad y de los significados, hay palabras hermosas por sí mismas, joyas del lenguaje que se apolillan en los anaqueles sin que nadie les ofrezca conversación, las envíe en una carta o las engarce en un verso. Durante muchos años, la ‘damajuana’ fue para él todo un yacimiento de evocaciones sobre el que volvía una y otra vez para empaparse de gestos, de olores, de sombras y de partículas de polvo bailando en el chorro de sol que caía en cascada desde el tragaluz.
Tentemozo, aguanieve, soplillo, tamo, aguamanil, gatera, quincalla, alcoba, mojiganga, chirlo, anafre, zamboa, saya, golondrino, arriate, estrampía, azafate, lavativa, tinaja, badila, ubre, jerga (para dormir), borcelana, yunta, poyo, caneco, muchachino, catre, inte, celemín, nalga, chisquero, yesca, fanega, zaguán, dornajo, espiche, verija, entremijo, roña, formón, granza, sobaco, halda (dicha con j), repulgo, escupiña, llares (dicha en plural), pespunte, ox (repetida varias veces –os,os,os– mientras se hacen aspavientos con los brazos para espantar a las gallinas), pilistra, senara, vierteaguas, quintal, melliza, alcuza, arroba…
El día que descubrió la resurrección informática de la arroba se fumó el puro que conservaba desde la boda. La suya. Lo sacó del estuche como si fuese un arma química encerrada en un proyectil metálico, le olisqueó el lomo, mordisqueó la punta, pidió fuego y se fue calle abajo traqueteando y echando humo como una locomotora de vapor, con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en los raíles.
Desde la otra acera le llegó el gimoteo de un crío al que su madre, en chándal rosa, arrastraba camino de la escuela, mientras se quejaba de la llantina parvularia: “Jesú, Llosua, que jediondo qu’eres”. No oyó más. Un taxi le atropelló cuando zapateaba sobre las teclas del paso de peatones camino de aquel manojo mañanero de palabras frescas. Estuvo varios meses dentro de una bolsa de plástico y lo enterraron por aburrimiento. Sobre el cemento húmedo de su nicho garrapatearon el número 569. En un rincón de la Comisaría se quedaron la colilla del puro, sus huellas dactilares y la libretilla de las palabras muertas. Nadie la abrió nunca más.




El tiempo escrito con ceniza

José Joaquín Rodríguez Lara


Me acuerdo de cuando teníamos que forrar los libros. Los libros de aprender. Incluso me acuerdo de antes, de cuando no los forrábamos. No teníamos libros en aquellos tiempos, así que tampoco había necesidad de echarles el forro.
       Lo primero que vi forrado en una escuela fueron las piernas de mi maestra. Aquella señorita no era un joven corcovado que pastorease criaturas debido a que el acordeón vertebral le hubiese dejado inútil para la siega, para el gobierno de las mulas y otras tareas comunes en el cortijo. No. Tampoco era una víctima de ‘la polio’ arrastrada por la cojera hasta la sacristía y expulsada de ella, por culpa de la menguada paga de sacristán, para dar tumbos por los oficios de silla y aterrizar en una escuela de campo, tan lejos de su casa que sólo volvía con la familia de quincena en quincena. Ni fue nunca un maestro jubilado, borrachín y con hernia. Nada de eso. Mi primera maestra se forraba las piernas con revistas, pero era una maestra de verdad, de carrera, con su bola del mundo, sus dos mapas de España –el físico y el político-, un Jesusito crucificado, un Franco y un José Antonio –los tres muy serios en su trinidad-, un encerado con una tiza y dos cabezas –la de un negro y la de un chinito-, cada una con su ranura en la mollera, que servían para convertir en cristianos a los niños pobres del mundo que aún no conocían a Jesusito. Pues, a pesar de ese diabólico desconocimiento, la maestra les llamaba ‘la santa infancia’, como si ellos fuesen más buenos que nosotros, que estábamos bautizados, pero nos llamaba ‘herejes’, a pesar de que nos hacía rezar a cada rato y hasta hablábamos con Dios, como si lo conociésemos de toda la vida. Claro que, al Franco y al José Antonio sólo los conocíamos por las estampas que había colgadas en la pared y ‘la santa infancia’ sí que debía de tratarlos en persona, pues la maestra no hablaba de ellos cuando bajaba de la repisa las cabezas vacías y nos pedía dinero para que los pobres santos niños pecadores del mundo conociesen a Jesusito. “Mañana tenéis que traer cada uno una peseta, o al menos dos reales, o lo que sea, para que ‘la santa infancia’ de África conozca a Jesusito”. La primera vez que la oí decirlo pensé que el dinero era para pagar el viaje hasta la escuela, donde estaba el Jesusito, de todos los negritos que, seguramente, vivirían más allá de la pared de Mampolín, por la carretera de Táliga. Lejísimos. Pero no. Según entendí algún tiempo después, era para costear el viaje de Jesusito hasta donde vivía ‘la santa infancia’ de África, que decía la maestra cuando nos pedía limosna a nosotros, ‘los herejes’, para los negritos buenos. Yo no sé en qué se gastarían las perras chicas, las perras gordas, las perras rubias y hasta una moneda de diez reales que oí revolotear dentro de las cabezas del negrito o del chino -entre los dos se repartían el trabajo y las ganancias-, pero durante los meses que estuve en aquella escuela, jamás noté que el Jesusito se hubiese bajado de la cruz para ir a casa de los negros. Siempre estaba igual, inmóvil, colgado de la pared, por encima del Franco y del José Antonio. Ninguno de los tres hablaba, pero tampoco te perdían ojo. Ni un pestañeo.
       A la maestra, en cambio, le gustaba variar y cambiaba con frecuencia el forro de sus piernas. Lo sé porque se notaba en los santos de las revistas. Cada día eran distintos. Se conoce que los leía. Nada más entrar en clase y subirse sobre la tarima en la que estaba su mesa, al lado de la cristalera orientada al patio, le daba una vuelta con la badila al brasero de picón y se forraba las piernas. Para que no se le cayeran sobre el rescoldo y originasen un incendio, la maestra se ataba las revistas con cuatro galones negros, dos por encima del tobillo y otros dos por debajo de la rodilla. Lo sé porque me dormía a veces y ella me castigaba por llegar tarde a clase. La frialdad del suelo congela las rodillas desnudas, pero hasta la cara me llegaba el calorcito del brasero, así que estar arrodillado cerca de la mesa de la maestra no era tan malo. Incluso, en ocasiones, te decía que le dieras una vuelta al rescoldo y, entonces, podías desentumecer las articulaciones y hasta calentarte las manos. Fue así como descubrí las dos piernas forradas de la señorita.
       El día que se lo conté a mi madre se enfadó más que si le hubiese pedido perras para el chino y para el negro. Para los dos a la vez. ¡Qué cara puso! Ni siquiera protestó; directamente me arreó un bofetón. Por mi imprudencia. “Hoy le he visto las piernas a la maestra…”. No pude ni terminar la frase hasta que me recuperé del segundo guantazo. Si lo hubiese dicho muy rápido o al revés –por ejemplo: “se las forra, las piernas, la señorita, hoy, se las he visto”- tal vez habría esquivado al menos el segundo sopapo. Y lo peor no fueron las dos leches que me aventó mi madre, que luego estaba pesarosa, la pobre, sino la explicación que me dio. Decía ella que la maestra se forraba las piernas ¡para que no le salieran cabras! “¿Cabras, mama?”. Las cabras salen de los cercaos y se echan al camino, o salen de los huertos en los que entran a comerse lo que entallan, pero debajo de su mesa, debajo de la mesa de la señorita no hay cabras, que soy el que más vueltas le da al brasero y lo sé muy bien. Si acaso, habrá alguna mierda de gato mezclada con el picón; que huele peor que las cabras, desde luego, pero cabras no. Entonces, mi madre se arremangó las sayas que le llegaban hasta los tobillos, se bajó las medias y me enseñó sus piernas. “Esto son cabras”, dijo señalándolas con el índice. Lo del índice lo digo ahora, pues por aquellos tiempos, al índice yo sólo le llamaba deo, como a cualquier deo sin importancia. Al gordo y al meñique, no, que esos comían aparte y gastaban nombre propio.
       Además de bichos que berrean y dan leche, las cabras eran como una red rojiza que salía en la parte baja de las piernas por arrimarse al brasero o a la lumbre con la intención de espantar al frío. Mi madre presumía de que, gracias a que las sayas le protegían de la candela, tenía pocas cabras en las piernas. En el corral no había ninguna, porque éramos pobres y por eso mi madre vestía sayas y no falda corta y revistas, como la maestra.
       Que en las piernas salen cabras si no te las forras con revistas fue una cosa que recuerdo haber aprendido en aquella escuela de la Corredera, una de las calles más rectas de Barcarrota. La diferencia entre la cabra de leche y la cabra de pierna me la enseñaron junto a la chimenea, a guantazos. El dolor de los sabañones que salen en las orejas lo descubrí jugando en el Altozano y, no sé, supongo que aprendería algo más, porque, a pesar del mucho tiempo que pasé castigado de rodillas, todo un invierno para estudiar las cabras de la maestra hubiese resultado un gasto excesivo en culeras de calzones. Y no digamos nada en la salvación de los negritos. Un capital. Que salvar negritos salía por un pico. Y si eran chinos, otro tanto o más. Un día vino a la escuela el cura. Me estuve fijando, pero no pude ver si gastaba pantalones debajo de las sayas y si también se forraba las piernas para que no le saliesen cabras. La cosa es que entró en la clase, la maestra dio unos golpecitos en la mesa, nos pusimos en pie y, después de las presentaciones, empezó con lo del dinero. “Hijos míos, no podéis permitir que esos angelitos vayan al Limbo por no estar bautizados. Hay que ser generosos.  Tenemos que ser caritativos. Hablad con vuestros padres. Que den todo el dinero que puedan para bautizar a ‘la santa infancia’”.
       “¿Y por qué no la bautizan de balde?”, gritó la Ignacia, una niña rubia muy guapa, que se sentaba en mitad de la clase y a la que, por lo visto, le agobiaba el sufrimiento de tantísima alma negrita sin cristianar. “De balde, el bautizo, gratis. Y a los chinitos, también”. Todos nos quedamos mirándola sin saber la respuesta. “¡Ignacita!”, clamó la maestra, entre el asombro y la indignación. Viendo tantos ojos clavados en su cara, la Ignacia no se atrevía ni a sentarse. La maestra levantó la palmeta, pero el señor cura la apaciguó con un gesto, del índice y de otro deo, mientras se frotaba las manos acercándose a la mesa de la Ignacia. Pensé que con la primera galleta ya le sacaría la cabeza a rosca para encajarla en la repisa de las huchas, con la del chino y la del negro, pero ¡qué va! Ni la tocó. Se puso a darle explicaciones. Vamos, se la dejan a mi madre y espabila a la Ignacia en un santiamén. “Tienes razón, Ignacita”, decía el cura. “Pero no sólo se trata del sacramento del bautismo. Esas criaturas necesitan hospitales, escuelas, medicinas, vestidos, pozos, comida…; hasta letrinas necesita ‘la santa infancia’. Son muchas las necesidades, muchas”. Vamos, que los negritos no tenían ni donde caerse muertos, que hubiese dicho mi madre para no meterse en aguas mayores. Si los niños de la ‘santa infancia’ viviesen en nuestro pueblo y fuesen ‘herejes’, como nosotros, serían pobres y pasarían frío, pero les bautizarían tan pronto como abriesen los ojos y podrían beber de la fuente de Los Corredores, del pilar del Berrocal o de cualquier pozo aunque no tuviesen ni perras rubias ni gordas ni chicas. Y, anda que no hay cercaos ni na en Barcarrota para hacer de vientre a gusto. Eso sí, en mi pueblo tampoco había hospital, porque en la clínica de Quico el Barbero, don Manuel, ‘el Gordo’, te ponía inyecciones y poco más, pero de haber nacido en el pueblo, aunque fuese en el Llano de la Cruz, seguro que tendrían mejor semblante. La verdad es que me resultaba muy difícil comprender el empeño que ponía ‘la santa infancia’ por nacer en África o en China, en lugar de en un pueblo, como nosotros ‘los herejes’.
       Mientras estuve con la señorita también aprendí a campear en el recreo. Además de lo referido, de aquella escuela conservo en la memoria el amplio ventanal con arco de medio punto o casi que todavía mira a la calle, la enorme dimensión del aula y el largo poyo o caballete que había en el patio. Cuando salíamos al recreo, nos subíamos en el caballete –las niñas, no, claro- y nos poníamos a orinar todos al mismo tiempo y en la misma dirección. Ganaba el que más campeaba, el que alcanzaba más distancia con la orina. Una vez todos bien meados, el que se consideraba ganador proclamaba su victoria y para evitar cualquier discrepancia la marcaba con una raya en el suelo arrastrando un pie sobre la tierra. Haber llegado hasta ese pequeño surco paralelo al poyete era un honor, así que todos nos afanábamos en perfeccionar la técnica de estirar lo más posible la manguera y apretar la boquilla para ser el que más campeaba orinando. Las niñas, curiosamente, permanecían ajenas a este campechano alivio de virilidad, como si entonces el tamaño no les importase ni poco ni mucho ni nada.
       Mearle en la cara al recreo debió de ser para mí como un escape. Antes de que mis padres me inscribiesen en aquella escuela de Barcarrota, yo había sido alumno del jorobado, en el cortijo de La Cocosa. Un día acompañé a mi padre hasta la cocina de los mozos, a comprar el pan para la quincena, y, al cruzar la puerta del campo, el maestro, que estaba asomado al patio, dictó sentencia: “Mañana, que venga a la escuela”. Y fui. No tenía cartera, ni siquiera una de aquellas que se hacían doblando un cartón y cosiendo los lados más cortos; no sabía que existían los cabás –de madera, de cuero, de hojalata-, ni las pizarras biodestrozables, con su piedra lisa y negra, su marco de tabla y su trocito de trapo, atado con una cuerda, para borrar lo escrito ayudándose de una escupiña, sin polvos ni química. Por supuesto, ignoraba la existencia de los pizarrines y no digamos nada del plumier y compartíamos la cartilla de leer. La escuela de La Cocosa estaba en un aula pequeña, hermana gemela, por sus dimensiones y orientación, del gallinero, que se encontraba al lado, pared por medio. Tenía bancos corridos, una ventana con rejilla para la gallinería y una tinaja con tapa de madera y cazo para beber. Entré, me senté, me cansé y pedí permiso para ir a mear. Me lo dieron y me puse a orinar tranquilamente desde el umbral del aula, cuya puerta daba al patio del cortijo. “No, ahí no”, me dijo el maestro jorobado, “en el campo”. Crucé la enorme cancela de hierro, que por el día guardaban dos mastines y se cerraba al llegar la noche, y cuando me vi fuera de las tapias cortijeras, ni siquiera me paré a orinar: salí corriendo y me fui directo al chozo en el que vivíamos, golpeándome las nalgas con los zancajos para avivar el galope. Nunca más volví a ver la joroba de aquel maestro y para que llegasen a La Cocosa Aniceto, el sacristán, y don José, el jubilado con hernia, al que terminé sirviendo de escudero cuando salía de pesca, todavía faltaban años. El rato que estuve a la vista del corcovado fue mi primer día de escuela y también el último, hasta que llegué a la clase de la maestra que se forraba las piernas con revistas.
       Entonces leíamos en la cartilla de la bellota y del tomate y copiábamos en la pizarra las muestras y las cuentas que la señorita nos ponía en el encerado, corrigiendo nuestros propios errores a base de escupiñas y de trapo, o con el puño de la manga. No había libros que forrar en aquella época. Años después, yo también aprendí a echarles el forro. Con papel de estraza, con cartulina, con plexyglás, con hojas de revista… Me quedaban tan bien forrados que, al final del curso, hasta parecían nuevos. Ahora hay tantos libros que ya casi nadie se acuerda de forrarlos. ¿Para qué? Por muy flamantes que estén cuando terminen las clases, a nadie le valdrán para estudiar lo mismo el año que viene. Es mejor así. Que las hojas pierdan el filo, que se ablanden con la soba del uso, que se hagan cada día más gráciles y traslúcidas. Como las culeras de aquellos calzones de pana bravía que domamos y dejamos escritas para siempre en los bancos de la escuela; lo mismo que las pizarras de la memoria, escritas y borradas una y otra vez, a base de trapo y de saliva y de lágrimas, hasta las mismas raíces de la piedra y de la ceniza blanquecina que lloraba el pizarrín. Recuerdo que un día, la maestra bajó de la repisa al chino y nos dijo: “Mañana tenéis que traer cada uno una peseta, o al menos dos reales, o lo que sea…”. Entonces, todavía no teníamos libros de forrar.

lunes, 12 de noviembre de 2012


En un banco de piedra


José Joaquín Rodríguez Lara


Me la imagino rubia y con el pelo por los hombros, o más largo aun; pero tal vez sea morena y se peine a lo ‘garçon’. ¿Pelirroja acaso? No lo creo. Nunca la he visto aunque me resulta tan familiar como si viviese conmigo, con todos nosotros. Supongo. ¿Será la hija…?, la madre…?, la esposa…?, la hermana…?, la cuñada…?, la vecina…?, la amante…?, la amiga…? ¿Qué le será? La suegra no, desde luego. O tal vez sí, hay suegras muy jóvenes; hasta hay rubias con el pelo por los hombros que son suegras. Además, ella no envejece. Lo noto en el timbre de su voz, que corta el aire de las calles como un bisturí que se abriese paso en la manteca.
Puede decirse que la conozco ‘de toda la vida’. Seguramente habrá estado mil veces a mi vera, pero nunca me atreví a buscar sus ojos; ni siquiera a preguntar su nombre. Sólo sé que es ‘la voz’ del tapicero. “…butacas, butacones, sofás, sillas, sillones, mecedoras, descalzadoras…”. Así una y otra vez, y otra y otra y otra, sin perder el ritmo, inasequible al desaliento. Lo mío con ella es un sinvivir. Se para ante mi ventana y me entran ganas de bajar y presentarme en la furgoneta del tapicero para arrancarme la angustia de no verla, pero trabajé en la radio –con Isabel Gemio, que entonces se llamaba Francisca, imagínese- y conozco las reglas: si la voz del locutor te enamora, no te pases por la emisora.
Aunque la buscase entre las telas de chenilla, de gabardina, rasos, lonetas, astracanes, alcántaras, escais y otros hules, por más que removiese chinchetas, flecos, borlones y albaranes, seguramente no la encontraría. Ella no estará en la ‘emisora’ del tapicero; o estará de modo vicario, en una cinta, en un CD o en cualquier otro soporte informático. La ‘voz’ del tapicero está en todas partes y en ninguna, viaja de ciudad en ciudad, de barrio en barrio, de pueblo en pueblo y nunca se la ve. Es el misterio de los misterios.
Cristina Elisabet Fernández de Kirchner, presidenta de Argentina, tiene tres ‘voces’ oficiales, además de su YPFhuracanado grito. Dos de las tres ‘voces’ oficiales de la presidenta argentina son de mujer, la tercera de hombre y la cuarta de sargento de artillería. La más famosa de las cuatro es Natalia Paratore, locutora e hija de locutor, a la que llaman “la locutora militante”, por el empeño que pone en callar a los argentinos para que hable la viuda de Kirchner. Pues la militancia de ‘la locutora militante’ es un karaoke comparada con el afán de ‘la voz’ del tapicero. Ni Soraya Sáenz de Santamaría, la ‘voz’ de Rajoy, vende el tapizado -… “recortes, recortaduras, limitaciones, reducciones, restricciones, amputaciones”…- con semejante énfasis y tanto talento vocal. La ‘voz’ del tapicero es inimitable, algo verdaderamente extraordinario.
En 33 años de periodismo, nunca se me ocurrió entrevistarla. Pido perdón por tan imperdonable impericia profesional. Intentaré reparar mi falta antes de que el paro eche sobre mis costillas la última paletada de tierra. Todo personaje tiene su entrevista y ‘la voz’ del tapicero es un personaje digno de figurar entre las entrevistas con los protagonistas de la Historia que realizó Oriana Fallaci. Hablar con ‘la voz’ del tapicero sería mucho más que entrevistar a Napoleón, a Tutankamón, a Julio César o a Ibarra; sería tan impresionante como poder preguntarle por causas, razones y motivos al hechicero del Triángulo de las Bermudas. Espero quedar con ella en algún parque y hablar sobre todo lo divino y lo humano, sentados los dos en un banco de piedra, intapizable.




domingo, 11 de noviembre de 2012

De burros, sabios y tontos


José Joaquín Rodríguez Lara


La burrina de tía Felisa era rucia, mansita, pequeña, peluda y suave, pero no se llamaba Platera ni tenía nombre conocido. La llamábamos la burra; así, a secas. Era una burra sabia. Sabía poco, pero lo poco que sabía se lo sabía muy bien. Me convencí de ello el primer día que tía Felisa nos la prestó. Mi madre quería que fuésemos al cortijo de Los Cabezúos, al otro lado del arroyo de Hinojales, a comprar verduras y quizás algún huevo. El Hinojales es un arroyo manso, pequeño, que se desliza suavemente por los llanos de Herrera y La Cocosa acariciando hierbas y florecillas, como Platero. Pero cuando al Hinojales se le hinchan las narices, y se le hinchan con bastante facilidad tanto en otoño, como durante el invierno y en el arranque de la primavera, las aguas reclaman el terreno que es suyo, se extienden sobre los campos y cortan carreteras y caminos, sin respetar urgencias ni conveniencias ajenas. Mi madre lo sabía muy bien y la burrina de tía Felisa, mucho mejor.

-Isabelilla, tú no te preocupes. Te montas en la burra con el Joaquinito y ella te llevará a Los Cabezúos.

-Pero, ¿por dónde cruzamos el arroyo, tía Felisa? Con tanta agua como lleva todavía, lo mismo hasta tenemos un percance.

-La burra se sabe el camino y las ‘paseras’; ella os llevará por sitio seguro.

Y así fue. Pusimos a la burra mirando hacia el Poniente, nos encaramamos sobre el aparejo, mi madre dijo ¡arre! y la burrina se puso en marcha. No hubo que decirle nada más ni tampoco tuvimos que reconducir su andadura tirando del cabresto, que entonces todavía no se llamaba ronzal. Sin aflojar ni apretar el paso en ningún momento, la burra de tía Felisa tomó el camino de las Tres Fuentes, costeó las aguas crecidas del Hinojales, se metió entre las juncias, espadañas y tamujas, atravesó la corriente y se paró en la puerta del cortijo de Los Cabezúos.

Y allí estuvo el animal, sin moverse durante dos horas largas, hasta que, con las hortalizas ya pagadas, subimos de nuevo sobre su lomo y mi madre volvió a ponerla en marcha: ¡arre! Entonces, la burra deshizo lo andado y, sin un titubeo ni un resbalón ni una espantada ni un rehúse, cruzó las aguas del Hinojales y nos llevó de vuelta hasta la puerta del chozo de tía Felisa, en La Cocosa.

Repetimos este viaje varias veces en dos o tres años y también fuimos a Valverde de Leganés, a por los avíos, ‘an ca Julián’, cuyo comercio estaba en el Llano Lagar. Para ir a Valverde bastaba con poner a la burra mirando hacia el Naciente y decir ¡arre! Ella se sabía las veredas, los caminos, la carreterilla y la carretera y conocía el tranco más recomendable para cada ocasión, tanto a la ida como a la vuelta.

Me he acordado de la burrina de tía Felisa al remover en unos cajones y encontrar, perdido entre papeles, el GPS que me compré harto de sufrir cada dos o tres meses las inclemencias del tráfico madrileño. Mi navegador GPS no es un Tom Tom, pero es primo hermano suyo; y más tonto todavía. A principio era divertido: “a—dos-cientos – metros—gire a la derecha,----gire a la derecha”. En aquel tiempo yo escuchaba a mi GPS con devoción; le admiraba, le obedecía, le compré mapas y lo actualicé, le cambiaba el idioma, le hacía trampas… “recalculando, recalculando”. A cambio de mis desvelos, el GPS me enseñó el mundo mostrándome paisajes desconocidos para mí, pues se empeñaba en llevarme por carreteras de muy poco tránsito, en ocasiones de casi ninguno, que a veces ni siquiera venían en los mapas de carreteras impresos en papel.

Mi relación con el navegador empezó siendo un entretenimiento y se convirtió en una tortura. El día que rompí con él me sentí profundamente liberado. Ahora el trasto está en desuso, guardado en un cajón, y yo me he convencido de que no hay en el mundo un GPS que iguale en buenos modales, conocimientos, firmeza de criterio y seguridad a la burrina de tía Felisa. ¡Arre, tontón, arre!

miércoles, 7 de noviembre de 2012

- Lo difícil no es tener una idea de gobierno, sino ponerle una cara (Obama, González, Suárez, Ibarra...)
y que el electorado confíe en ella. 

(Publicada en Twitter el 7 de noviembre del 2012)

martes, 6 de noviembre de 2012

- La humildad es una virtud que se evapora 
tan pronto como se la exigimos a los demás.
(Publicada en Facebook el 6 de noviembre del 2012 a las 16.04)