lunes, 19 de noviembre de 2012


Jirones deslavazados

José Joaquín Rodríguez Lara


Mucho antes de que la televisión llegase a mi pueblo, Barcarrota (Unión Europea) yo ya tenía abuela. Con dos canales: abuela Julia y abuela María.
Abuela Julia era risueña y una experta en adobar matanzas; tanto que la llamaban de los grandes cortijos para que se encargase de la preparación de la chacina. Hacía un exquisito queso de cabeza, con su lengua, su carrillera, su pestorejo, su gelatina, su laurel, su pimienta, su cebolla, su orégano, su vino blanco y su canesú. El queso de cabeza de cerdo es un fiambre que prácticamente ha desaparecido del repertorio en las matanzas caseras, pero yo sigo acordándome de él y de mi abuela.
Además, abuela Julia era una artista haciendo punto y ganchillo. Cogió las agujas a los seis años y no las soltó hasta que nos dejó, pasados los ochenta. De sus manos rechonchas salieron asombrosas obras de arte, dignas de exponerse en los museos. Más de una vez me pararon por la calle para tratar de descubrir de qué forma se había tricotado el jersey de lana que me hizo con cuadros blancos y negros entre los que no había pegamento ni sutura. Desgraciadamente hace años que le perdí la pista a aquel jersey inconsútil. Sin embargo aún conservo una colcha de soltero y dos de matrimonio que llevan su firma. Kilos y kilos de hilo primorosamente entrelazado. Para mí son como un seguro. Si algún día me hacen la maleta, me llevaré mis colchas. Al tiempo.
Con mi abuela Julia también descubrí que se puede saber lo que ocurre en cualquier parte del mundo con solo escuchar la radio. Vivía tan pegada al receptor como al cesto de las madejas y de los ovillos.
Abuela María reía menos pero canturreaba más. Desconocía la existencia de Japón y no sabía lo que era un ábaco, pero cuando volvía de la compra sacaba el papel de estraza con las anotaciones y repasaba la cuenta con una calculadora casera. Verla era un espectáculo. Yo me quedaba embobado mirándola. Mi abuela ponía sobre el hule de la camilla un puñado de garbanzos y sumaba: diez garbanzos, una perra rubia, cinco, dos reales, un duro, medio cocido…
Pero su especialidad era ‘curar de la Luna’ mediante una especie de ensalmo en el que se entremezclan la satélite Catalina, la Santísima Trinidad, el nombre (“el color”) de la persona enferma, la cruz trazada con los dedos, gotas de aceite de oliva y vasijas con agua. Con tan inocuos fármacos y su fuerte convicción, abuela María –así como alguna hija y nietas a las que enseñó su ciencia- lo mismo te curaba un dolor de cabeza que una tristeza inesperada o un dolor de muelas. No había persona alunada que se le resistiese. Y no solo ponía remedio a males fastidiosos a pesar de su poca entidad, sino que con el mismo sistema –“…por aquí pasó el color (…) cuando la santa Luna vuelva a pasar…”- adivinaba si alguien que no estaba con ella sufría alguna tribulación. Al llegar la noche, la mesa camilla de abuela María se llenaba de platos, tazas y tazones en los que se había ‘curado de la Luna’ tanto a los enfermos presentes como a los ausentes pendientes de diagnóstico. A algunos de ellos los ‘curaba’ varias veces, hasta que las gotas de aceite, al diluirse o no diluirse en el agua, confirmaban y reconfirmaban, sin el menor atisbo de duda, si la persona ‘curada’ estaba ‘cogida por la Luna’ o no. Puedo asegurar que semejante terapia antilunera funcionaba con mi abuela María y sigue funcionando con mi madre, Isabel.
Curar con aceite, agua y oraciones a los alunados debe ser una costumbre tan antigua que tal vez se remonte a la época de los tercios españoles y hasta al tiempo de los romanos, pues he leído que en el norte de Italia algunas abuelas todavía hacen lo mismo. El baño de la Luna en agua y aceite vino de Italia o a Italia lo llevamos desde España, pero debe de tener hondas raíces, puesto que sigue dando frutos.
Además de ‘curar de la Luna’, mi abuela María era experta en romances y trabalenguas especialmente adecuados para entretener a la chiquillería. Nos apacentaba con el milagro de san Antonio de Padua, el de los pajarillos, que era como un documental de La 2, pero canturreado –“salid tortolitas, salid gavilanes”- y en sus sesiones de pastoreo infantil aprendí que “a un capitán sevillano siete hijas le dio Dios y tuvo la mala suerte que ninguna fue varón (¿?), que ninguna(¿?) fue varón”. Supe, además que “hay un Trespascualpérez Tripicalvo Carpintero el de la punta, un Trespascualpérez Tripicalvo Carpintero el del medio y un Trespascualpérez Tripicalvo Carpintero el del rincón”. Y que por ello “ tres Trespascualpérez Tripicalvo Carpintero son”.
Pero la joya de su repertorio era el pregón del parche, que recitaba a gran velocidad. “Unos dicen: yo tengo ruido, zumbido, entaponamiento, padezco de fotofobia, la jaqueca o migraña al momento de la noche que no puedo respirar, una fuerte congestión, una opresión en el pecho…; es para lo que sirve el parche poribisador (¿?) eléctrico, para remediar todo esto, todo lo que sea irritación (¿?) en la sangre”. (…) “No desespere si no puede comprar un automóvil, una mansión o un cortijo, el parche poribisador (¿?) eléctrico, que viene recorriendo por cuyas capitales, villas y aldeas, le será de mucha más utilidad”. (…) “Mas, si a las veinticuatro horas no ha desaparecido el dolor como el que coge un jarro de agua y lo arroja por el balcón a la calle, no se preocupe, yo siempre dispongo de más cantidad”.
La musiquilla que entonaba abuela María al pregonar el “parche poribisador (¿?) eléctrico” sigue revoloteando en mi memoria como mariposa presa de la luz, pero llevo años buscando la letra completa del pregón, para remendar los recuerdos, o al menos algún rastro del charlatán al que mi abuela se lo escuchó y, a pesar de mi empeño, no he conseguido nada aún, por lo que continúo buscando. De quien recorría las plazas de “capitales, villas y aldeas” vendiendo un parche tan eficiente y tan abundante en una época en la que lo único que sobraba eran dificultades, a la fuerza debe quedar algo más que los jirones deslavazados de un pregón en mi memoria.


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