jueves, 25 de diciembre de 2014

¿POR QUÉ?


Preparamos un gran menú.

 Nos colocamos en torno a una amplia mesa,

 sentados en sillas casi siempre vistosas,

 con un buen respaldo

 y, a todo esto, le llamamos banquete. 

¿Banquete?

 ¿Y por qué no le llamamos sillita o mesita o comidita?

 ¿Cuánto queda del humilde banquete,

 del banquillo

 o del banquito,

 en un banquete?

Hubo una época, y hasta una era, en la que comer sentado,

 aunque fuese en un simple banquete,

 era un lujo, un auténtico banquete.

 Pero eso cambió hace tiempo y, actualmente, la mayoría de las personas

 que se sientan en una banqueta, en un taburete,

 a la hora de comer,

 lo hace porque no tiene tiempo para sentarse a la mesa. 

Entonces, ¿el porqué llamamos banquete

 a la comida en la que no hay banquete

 y no llamamos banquete

 a comer deprisa y corriendo levemente posados sobre un banquete?


miércoles, 24 de diciembre de 2014

Comadrón de ovejas


José Joaquín Rodríguez Lara


Estaba tupida, oronda como una sandía de huerta, pero no había llegado su hora. Yo llevaba semanas vigilándola, pero ella no se daba por aludida. ¡Qué si quieres arroz, Catalina! Sus dos compañeras de paritorio llevaban ya varios días amamantando a sus respectivos recentales y ella continuaba pastando la hierba fresca en la resolana del invierno sin dar señales. Ni una.


Pero la mañana del día de Nochebuena, con la última luna creciente del año, todo cambió: se puso de parto. Había subido a ver como estaba y vi un hociquillo que trataba de succionar su primera migaja de aire. Intento vano, pues no había roto aún la bolsa vitelina.


Durante 15 o 20 minutos lo observé todo a distancia, para no molestar a la madre con mi presencia, y lo que vi me preocupó. El alumbramiento no avanzaba. Llamé a Narciso, al que la necesidad le ha hecho experto en este y en muchos más contratiempos rurales, pero no había cobertura. Mi preocupación se agravó: estaba solo.


La oveja tan pronto se echaba al suelo como se levantaba, comía un poco de hierba, alzaba la cabeza y miraba al cielo implorando ayuda, balaba lastimeramente... El animal estaba sufriendo. Me temí lo peor y decidí intervenir. Metí dos dedos entre la testuz del cordero y la vulva de su madre y logré que aflorase toda la cabeza y las orejotas. Limpie la boca y las fosas nasales del corderillo e inmediatamente me retiré. A ocho o diez metros de distancia, el cordero parecía un trébol negro abierto en una pelota de lana sufriente.


Pasaron los minutos y no pasó nada. El cordero tenía la lengua fuera de la boca y la movía a veces, así que estaba vivo. El teléfono no, el teléfono estaba muerto o en coma profundo. Cada vez que marcaba el número de Narciso para pedirle consejo, terminaba maldiciendo una y mil veces la falta de cobertura.


Creí que no debía esperar más y me arremangué. Tuve que meter la mano desnuda, pues no tenía guantes ni nada más que mi deseo de ayudar a la oveja y al cordero, y la metí hasta el codo. El cordero estaba atorado en el canal de parto. No sólo era muy grueso, sino que tenía las manos dobladas hacia atrás, lo que ensanchaba aún más su contorno e impedía el alumbramiento.


Al tacto, como pude, localicé una de las manos del corderillo, la izquierda, y no sin poco esfuerzo conseguí extraerla. Busqué la otra y no pude sujetarla, así que tirando de la mano libre, del cuello y, más tarde, de la espalda del borreguillo y balanceándolo suavemente, conseguimos su madre y yo que terminase de nacer.


Era muy grande, pero no me paré a ver si era macho o hembra. Tan pronto como lo tuve en mis manos se lo puse delante a la oveja que comenzó a lamerlo y a balarle. Fue una bonita escena, pero no disfruté de ella nada más que unos segundos y me retiré para no interrumpir las presentaciones entre madre e hijo, un proceso que los etólogos llaman impronta, que debe completarse en los primeros minutos de vida y que marca las relaciones maternos filiales para toda la existencia. Si la madre no reconoce al hijo, si no lo acepta y lo lame, si no permite que le mame, el problema es incluso mayor que el de un parto difícil, pues no dura unos minutos, sino desde el nacimiento hasta el destete. Mes y pico en el caso de los corderos.


Pero todo parecía ir bien y me retiré bastante confiado. Tenía muchas cosas que hacer y lo primero era prepararle un alojamiento seguro y confortable a la madre y a su hijo. El mejor paritorio para una oveja es el campo, pero enseguida hay que procurarle refugio contra las inclemencias del tiempo y contra las alimañas, que también tienen crías a las que alimentar.


Cuando volví al paritorio, una hora más tarde, el corderillo estaba más relamido y repeinado que un muchacho vestido de disanto por la hermana, solterona, de su madre. Y no sólo eso, además se mantenía torpemente en pie y buscaba los pezones. Todas las señales que emitía el recién parido eran muy buenas. No ocurría lo mismo con la madre. Me preocupé. Tal vez le había hecho daño al tratar de ayudarla.


Oveja de raza suffolk con sus corderillos.

La oveja seguía inquieta. Se echaba, se levantaba, caminaba un poco, comisqueaba, miraba al cielo como implorando ayuda... Yo miré al teléfono, pero la señal seguía atorada entre las nubes. En torno a Los Cañuelos, ya se sabe, hay más antenas que ondas de comunicación al alcance de cualquier persona necesitada. Y un día de Nochebuena, ni le cuento. Me fijé en que la oveja estaba expulsando una bolsa con líquido amniótico y, en mi impericia de comadrón debutante y sin formación específica, supuse que era la placenta del corderillo que acababa de nacer. Pero no lo era. Se trataba de una segunda placenta. Ya me estaba arremangando cuando, a toda velocidad, vino al mundo otro corderillo, mucho más negro que su hermano y la tercera parte de hermoso que él. Se escurrió entre la hierba como un boquerón lanudo.


Inmediatamente la madre se puso a lamerlo y yo bajé al pueblo para poder hablar con Narciso. Por él supe que no lo había hecho mal, pero que también podría haberlo hecho mucho mejor. Si al buscar las patas del primer borreguito, en vez de hacer salir la cabeza la hubiese presionado hacia el interior del vientre materno, habría localizado más fácilmente las manos del animal y lo habría extraído mejor y con menos esfuerzo. Otra vez será.


- Ahora agarras un cordero con cada mano y los llevas a lugar seguro. La madre te seguirá.
- Es que está coja, como sabes. Por eso quería que me tú ayudases a subirla al carro.
- En el carro irá peor y se puede hacer más daño con el balanceo. Haz como te digo.


Dicho y hecho. Con un cordero en cada mano tomé el camino y la oveja me siguió a su paso. A veces descansábamos, pero más por mí que por ella.


Mientras debutaba como comadrón de ovinos desee con todas mis fuerzas que el corderillo se salvase, que la oveja saliese indemne del parto y que la criatura fuese hembra y pudiese quedarse a vivir con su madre. El primer deseo me fue concedido, el segundo creo que también, pero el tercero no. El primer animal que he ayudado a venir a este mundo -como aprendiz de comadrón, a mi pesar-, es un macho muy robusto. Y su mellizo, otro varón, aunque más bien escurrido de carnes.


Pero bueno, lo importante es que tanto la madre como los recién nacidos parecen encontrarse en buen estado, lo cual no es poca cosa cuando se debuta como comadrón de ovejas sin haber recibido ni siquiera un cursillo ni poder consultar la Wikipedia durante el parto.


¡Feliz Nochebuena, feliz Navidad!

lunes, 15 de diciembre de 2014


La 'Burra' en la cárcel


José Joaquín Rodríguez Lara



He tenido la suerte de pasar unas horas en la cárcel, en el centro penitenciario de Badajoz. El amigo Justo Vila, escritor y profesor en la prisión pacense, me invitó a la clausura del IV Otoño Literario y acepté de mil amores.

Cada año, los profesores y los responsables de la cárcel de Badajoz organizan unas actividades que consisten en que las internas y los internos que participan en ellas lean obras de cuatro autores que posteriormente se reúnen, por separado, con esas personas para comentar la obra. Durante este otoño, los presos y las presas han leído ‘La burra con GPS y otros avíos de comer’, mi último libro, y el día 11 estuve con ellas y con ellos, hablando de mi obra.

Ha sido una experiencia muy interesante, inolvidable para mí. Que los lectores hablen de la obra con su autor es muy gratificante para cualquier persona que escribe. La literatura tiene mucho de grito en soledad. A veces, ese grito rebota en la crítica y te llega envuelto en literatura. O choca contra la amistad o la enemistad y te alcanza bañado en empatía o en animadversión. En muchas menos ocasiones tienes la oportunidad de que el eco del lector anónimo, del que no te conoce y al que no conoces, de quien nada te debe y a quien no le debes nada, te devuelva tu grito. Y te lo devuelve ahormado en su personalidad, incorporando su experiencia vital a tu obra, entrando en ella y recorriéndola como si cada lector fuese un personaje de la misma. Es la mejor forma de releer lo que uno ha escrito.

Sentado en la capilla de la cárcel de Badajoz, ante un auditorio de varias decenas de presas y presos –muchos más hombres que mujeres- que esperaban pacientemente, agrupados por módulos y alineados sobre los bancos, me sentí un escritor diminuto, como un grano de imaginación frente a una montaña de fantasías.

¿Cómo podrían interesar las pequeñas historias que cuento en mi libro a quienes han sido y son protagonistas de tantas historias gigantescas? El contenido de ‘La burra con GPS y otros avíos de comer’ es verdad en el 99 por ciento de sus páginas. Sólo hay una historia ficticia y parece ser la más auténtica de todas. La vida de quienes me han leído en la prisión es una realidad, de cabo a rabo, aunque esté tintada de ficción. Cada una de esas personas lleva dentro un cuento, una novela, un drama, una tragedia. Todas y cada una de ellas son personajes de una trama a la que, quienes vivimos fuera de la cárcel, nos consideramos inmunes, pero que también forma parte de nuestras vidas. Porque la cárcel no sólo es un lugar, también es una situación.

Pero hay que pasar por ella, aunque sólo sea de visita, para aquilatar con precisión el peso de los muros, la risa desdentada de las alambradas, la opresión de los patios, la eternidad guillotinada en rodajas por las rejas de corredera, el calendario que corretea por los pasillos como un ratón que buscase una salida para escapar de su laberinto.

La cárcel es una cápsula del tiempo. Tres horas no son nada cuando se vive fuera, pero son demasiado, una eternidad, cuando el reloj de la vida está encadenado al reglamento, cuando todo lo que se puede hacer está regulado en el fondo, en la forma y en la ocasión.

Gracias José María; hablé con tu padre. Está bien. Gracias Valeriano, gracias Antonio, gracias Yolanda, gracias César, gracias María Isabel, gracias Pierre, gracias Adriano, gracias Victoria, gracias José Luis, gracias Francisco Manuel, gracias Julián. Gracias a todos por leer ‘La burra con GPS y otros avíos de comer’, gracias por escuchar mi grito. Y gracias también a ti, Justo, y a tus compañeros. Sé que dejo nombres fuera, pero recuerdo vuestras palabras.

Este artículo viaja por las redes sociales desde que termine de escribirlo. Ya sé que Internet no puede atravesar los muros de las prisiones, pero espero que alguien lo imprima y se lo haga llegar a mis lectores en la cárcel de Badajoz.

Leed y no os rindáis. La vida os espera fuera y, con un poco de suerte, hasta os dará una última oportunidad.


viernes, 12 de diciembre de 2014

domingo, 7 de diciembre de 2014

El cucharro


José Joaquín Rodríguez Lara

La fuente y el cucharro siempre me parecieron una pareja bien avenida. Una de esas parejas que inducen a creer que puede haber maridajes sin desencantos ni desencuentros.

En mi pueblo, Barcarrota (Unión Europea) se llama fuente a la fuente propiamente dicha; con su ración de agua, su chorro, su caño, si lo tiene, su pretil rústico o de cantería, sus labrados y volutas y hasta sus trabajos de forja si, además de fuente con agua, es fuente con pretensiones, fuente ornamental.

Y en Barcarrota llamamos cucharro a lo que propiamente es un cucharro. No cabe confusión, pero tal vez todavía sí haya que explicarle a alguien la vida y milagros del cucharro.

Se trata de una vasija con forma de cazo o cucharón, construida en una pieza y labrada en corcha de alcornoque. En el mango, casi siempre ancho y plano, al cucharro se le practica un agujero, para ensartarlo en un clavo, o para hacer pasar por él un cordelillo con idéntica finalidad.

El cucharro se utiliza para beber. Y digo que se utiliza y no que se utilizaba, porque me niego a creer que el cucharro ya sólo sea una de esas piezas que pierden toda su utilidad y se convierten en extraños cacharros almacenados en los museos etnológicos, etnográficos y etnomuertos.

Cucharros para beber colgados en una cocina alentejana.
Hasta donde me alcanza la memoria, no recuerdo un campo sin su fuente, ni tampoco una fuente sin su cucharro. Cucharros pulidos por las manos y los labios de aquellas personas a las que sirvieron. Cucharros encanecidos, como si fuesen pantalones de pana, por el sol y por la lluvia y por el viento y por la helada y, sobre todo, por la precipitación más devastadora de todas: por el tiempo.

Cucharros que saciaron la sed de labriegos, de pastores, de mozas de refajo, de cazadores, de mochileros y otros contrabandistas, de mulilleros, de mercachifles, de piconeros, de huidos, de lañadores diestros en reparar tiestos rajados,  de guardias civiles y demás fusileros de vereda, de esparragueros, de locos, de recoveros saltalindes y de esforzados excursionistas de lo rural.

En llegados a la fuente, poco importaba el oficio, el uniforme o la procedencia. Todo se quedaba en nada al lado de la sed. El sediento tomaba el cucharro, ponía en su fondo un poco de agua, enjuagaba el cazo, tiraba ese agua primera, llenaba a continuación el cucharro hasta el borde y se lo llevaba a la boca una vez y dos y tres y todas las veces necesarias. Hasta saciarse.

El mismo cucharro usado por tantas bocas, durante generaciones, y nadie supo jamás de alguien que hubiese cogido una infección por beber con el cucharro de todos. Nadie murió ni enfermó por haber saciado su sed en una fuente en la que hubiese un cucharro, una fuente de agua natural, sin cloro ni canesú, una fuente de agua sin boticario ni servicio municipal de domesticación del agua, una fuente sin letrero de agua potable, pero con un cucharro que lo decía todo. No había mejor marchamo para garantizar la bondad del agua de la fuente que el cucharro. Si había cucharro el agua era de confianza. Al menos antes de que el agua tuviese, como tiene ahora, prospecto, con su nombre, sus principios activos y sus indicaciones, como los medicamentos.

Pero, además, el cucharro no sólo garantizaba que el agua era buena, sino que mejoraba su calidad. La existencia del cucharro evitaba meter la cara en la fuente y zugar; o poner la boca bajo el chorro y tragar, o hacer un cuenco con las manos y llevarse al sorbo de los labios el agua que no se había escapado entre los dedos.

El cucharro permitía disfrutar del agua, beber con tranquilidad, en tragos largos pero espaciados, tomando conciencia de lo que se hacía y hasta mirando, por encima del labio de la corcha, hacia el camino, a la sierra, a la yunta, al hombre, a la casa, a los afanes, al ganado, a la vida y al destino.

Para todo eso y para mucho más daba de sí el cucharro de la fuente.

Un cucharro de beber, porque hay otros cucharros, seguramente derivados de él, también estrechamente vinculados a las fuentes, en los que no se bebe, pues se utilizan para lavar la ropa. Unos cucharros, los de lavar, en los que millones de mujeres se han dejado el aliento y la salud con la condena de la pulcritud como horizonte y cárcel de sus vidas. Esos cucharros, sin cable ni cortavientos, también se merecen unas letras, pero ya tendrá que ser otro día.

Ahora me pongo en pie, me echo al hombro la vida y retomo mi camino. ¡Qué buen agua hace el cucharro de esta fuente!

martes, 18 de noviembre de 2014

A mí también me persiguió un ovni


José Joaquín Rodríguez Lara


Tuve un Ford Fiesta de color gris grafito. Fue un buen coche, aunque tal vez algo bajo. Lo conduje durante tanto tiempo que me dejó algunas anécdotas curiosas.

Una noche circulaba con él por la carretera que comunica a Badajoz con Valverde de Leganés (Unión Europea), creo que con destino a Salvatierra de los Barros, aunque ya no me acuerdo, cuando noté un ruido fuerte y muy raro. Venía de la parte trasera del vehículo. Miré por el espejo retrovisor y vi una luz blanca, vivísima, que daba destellos irregulares y parecía querer penetrar en el automóvil.

Inmediatamente me puse en lo peor: me perseguía un ovni. Aceleré para quitármelo de encima, pero aquel objeto volante no identificado no me dejaba. Seguía pegado al coche. Y hacía un ruido cada vez más ensordecedor.

Me hice el valiente y detuve el vehículo al lado de la cuneta. El ruido desapareció al instante y la luz se volvió mortecina. Pero allí seguía. No sin tomar algunas precauciones, bajé del coche, me acerqué al lugar del que provenían tanto el ruido como los destellos luminosos y me quedé helado con lo que vi. De muy buena gana me hubiese abofeteado allí mismo, pero me contuve.


Mi coche era como este, pero en gris grafito.
 (Imagen publicada por motorfull.com)
Mi Ford Fiesta tenía un portón trasero que, seguramente por haberlo cerrado mal, se había abierto completamente y permanecía en lo más alto que le permitían sus bisagras, sostenido por los dos resortes diseñados con esa finalidad. Yo llevaba en el maletero un gran plástico blanco con el que había cubierto, o pretendía cubrir, no sé qué cosa. Con la velocidad, la mitad del plástico se había salido del maletero y ondeaba como una bandera en un vendaval, causando un ruido espantoso. Además, al abrirse el portón del maletero se había encendido la correspondiente luz de cortesía. Sus rayos se reflejaban en el plástico y daban destellos blanquísimos.

Tras unos instantes de desasosiego, me consolé. Yo tenía razón, me estaba persiguiendo un objeto volante no identificado: era un plástico.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Al rebusco y a la peva


José Joaquín Rodríguez Lara


Fui niño y fui a la peva. También fui al rebusco, pero nunca he ido a respigar. A la peva fuimos casi todos los muchachos de mi pueblo, Barcarrota, hasta  la década de los años 70 del siglo pasado. Era una práctica iniciática.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua no incluye la palabra peva; tampoco la admite con b, peba. Pero la peva existe, aunque los académicos no la reconozcan. Existe la peva del melón y la de la sandía, la peva de manzana y la de naranja. A las pevas del melón, de la sandía y demás frutas, la Real Academia las llama pepitas. Queda muy fino, pero también muy ridículo.

Ni mis compañeros de correrías ni yo hubiésemos ido jamás 'a la pepita'. Ni habríamos ido 'a la pepita' ni hubiésemos jugado a la roli (vulgo rayuela) ni a la comba ni tampoco con muñecas. Nosotros íbamos a la peva, aunque el diccionario no se lo crea.

El asunto consistía, básicamente, en saltar la pared, meterse en el huerto de alguien, apañar unas manzanas, unas peras, higos, nueces o cualquier otro fruto apetecible y comérselo sin dejar de correr para que no te alcanzase el dueño. Con la peva, uno merendillaba (pretérito imperfecto del verbo tomarse la merendilla) y hacía ejercicio, cosas ambas muy recomendables cuando se tienen entre 8 y 15 años.

La mayoría de las veces es una necesidad, incluso vital,
 pero el rebusco también puede ser un entretenimiento.
 (Imagen publicada por bagosdeuva.blogspot.com)
Al rebusco fui con mi abuelo José, un hombre alto, flaco, serio y bueno. Salimos al campo con una cesta hecha con potroneras (vulgo verdascas) de olivo y entramos en un olivar que estaba casi limpio. No recogimos ni dos puñados de aceitunas, arrancadas con dificultad al barro a base de hurgarle con los dedos, por lo que saltamos a un olivar aledaño. Todavía no habíamos visto ni una aceituna cuando se presentó un hombre. Llevaba una cesta en el brazo. Pensábamos que sería otro rebuscador, pero no, era el dueño del olivar. Nos arrebató nuestra cesta de las manos, la vacío en la suya y nos echó a la carretera.

Mi abuelo José, que ya era un anciano, se quedó atónito y yo, que tendría 10 o 12 años, no supe qué decir. Siempre me he reprochado aquel silencio mío y no puedo olvidar lo impotente que se sintió mi abuelo ante el ladrón que nos robaba las aceitunas. Si pudiese rebobinar el carrete de la vida, no dudaría en regresar a aquel momento, a aquel olivar, en la carretera de Barcarrota a Salvaleón, pasado el cabezo Terrazo, a la izquierda, para cantarle las cuarenta y algo más al tipejo que no respetó a un viejo ni tuvo consideración con un niño y les quitó un puñado de aceitunas que no habían criado sus olivos. Espero que le aprovechasen.

La Real Academia de la Lengua sí reconoce la palabra rebusco y los verbos espigar y respigar, que no es sino un rebusco de espigas. Respigar y espigar consiste en recoger las espigas que se quedan en el suelo, sueltas, fuera de los jaces (vulgo haces) por haber escapado a las manos de los segadores. El poeta Luis Chamizo (Guareña, 1894- Madrid, 1945) habla de ello en su poema 'El porqué de la cosa'. "Miá, Celipe, ¡qué gusto!, tres manojos / d'espigas rapañás en un instante".

La docta casa es un caso. Se pega el gustazo de dedicarle dos verbos, espigar y respigar, a la misma cosa, se permite el lujo de distinguir entre rebuscar uvas o aceitunas y rebuscar espigas y no reconoce lo que es ir a la peva. ¿Nunca fueron niños los académicos? ¿Ninguno de ellos ha vivido en un pueblo? Pues no saben lo que se pierden.

Aquí, en Extremadura, el Parlamento acaba de aprobar, con los votos a favor de la oposición y la abstención del PP/EU, una propuesta de impulso presentada por Izquierda Unida que, durante un año, ampara el rebusco de uvas, aceitunas y demás frutos campestres, según la tradición de cada localidad. No es mucho, pero menos es na (vulgo nada). Como Pedro Escobar, portavoz de IU, se empeñe, cualquier día de estos nos aprueban una ley para regular el modo y manera de meterse a la peva. ¿Qué no? Escobar es de pueblo.

lunes, 10 de noviembre de 2014


Monago tiene la llave

José Joaquín Rodríguez Lara

José Antonio Monago lleva unos días dando cuenta como presidente del Gobierno de Extremadura de lo que hizo como senador entre la primavera del 2009 y el otoño del 2010. Sus viajes a Canarias, 32 o los que fueren, continúan girando a toda velocidad en el ojo del huracán.


Monago le ha pedido al
Senado la relación de sus viajes de la polémica, ha anunciado que devolverá hasta el último céntimo de lo que costaron, ha hecho ya un depósito para cubrir la cifra resultante y ha decidido comparecer en el Parlamento de Extremadura para seguir dando explicaciones.


Pero nada de esto parece ser suficiente para la oposición parlamentaria que insiste en que Monago debe dimitir, condenándole antes de que se demuestre su culpabilidad o, como mínimo, obligándole a demostrar que es inocente, para no exigirle la
dimisión. Una muy curiosa interpretación del Estado de Derecho.


No hace falta explicar que, por encima de cualquier otro pesar, la dimisión es una decisión personal que, en última instancia, siempre depende de la voluntad de quien dimite. Te pueden echar o despedir o destituir, pero no te pueden ‘dimitir’, como tampoco te pueden ‘suicidar’.


Desconozco lo que hará José Antonio Monago, pero apostaría a que no dimitirá. Es más, creo que con los pocos meses que faltan para las elecciones autonómicas y estando en pleno proceso la tramitación de los Presupuestos del 2015, sería un enorme error que dimitiera como presidente por su actuación como senador.


Pero la oposición –toda, desde PREX/CREX hasta el PSOE pasando por IU/V- sigue empeñada en que Monago se vaya y, hoy sí, estaría dispuesta a echarlo con una
moción de censura. Lo que pasa es que no puede.


¿Y por qué no puede?


Pues no puede porque el PSOE apostó a una moción de censura para iniciar su reconquista del poder –ya sabe, la
Agenda del Cambio- y lo hizo a mediados de mayo, cuando faltaba aproximadamente un año para la terminación de la legislatura, un margen de maniobra muy estrecho, tanto si la moción hubiese prosperado, como si fracasaba, que es lo que finalmente ocurrió. El PSOE lo sabía y, aún así, presentó la moción en pleno debate sobre el estado de la región.


Y no sólo eso. Además no se le ocurrió mejor cosa que poner en la moción la firma de todos y de cada uno de sus 28 diputados. Es decir, administró muy mal sus recursos, pues se gastó todo lo que tenía para conseguir algo que sabía que era imposible.


El artículo 29, punto 1, del
Estatuto de Autonomía establece que la moción de censura debe ser propuesta al menos por el 15% de los diputados de la Asamblea. El 15% de 65 diputados es 9,75; es decir, 10 diputados, pues las personas no tienen decimales. El PSOE quiso ganar la partida y ‘arrastró’ con la totalidad de sus 28 diputados, 18 más de los que necesitaba.


Y el punto 4 del citado artículo 29 establece que: “En una misma legislatura, los signatarios (diputados firmantes) de una moción de censura rechazada no podrán impulsar otra hasta transcurrido un año desde la presentación de aquella”. Así que la oposición necesita 10 diputados, punto 1, para presentarle otra moción de censura a Monago. Y no los tiene. Los 28 del PSOE están inhabilitados, punto 4, pues no ha pasado un año desde que presentaron la moción de censura en mayo. IU/V tiene 3 diputados y con PREX/CREX, que tiene 2, sumaría 5. Le faltan otros 5. ¿Quién se los prestaría? ¿El PP?


En mi opinión existe una mínima posibilidad de presentar una moción de censura. No es difícil de poner en marcha, pero sí bastante retorcida y, además, puede salir cara.

José Antonio Monago, líder del PP, y Guillermo Fernández Vara, líder del PSOE, en el Parlamento de Extremadura.
 (Imagen publicada por www.lacronicabadajoz.com)


Consciente de lo difícil que sería desalojar a Monago de la Presidencia del Gobierno, el PSOE extremeño, y también UPyD, pretenden que Monago se someta a una
cuestión de confianza. Este es un mecanismo parlamentario al que se recurre, cuando se gobierna en minoría, para saber si se cuenta con el apoyo de la Cámara a la hora de afrontar asuntos de gobierno especialmente difíciles. Es mucho menos usual que se emplee para justificar acciones ya realizadas, y bastante más raro cuando esos actos se hicieron en el desempeño de un cargo absolutamente diferente al que se ocupa al presentar la cuestión de confianza, a la que, equivocadamente, algunas veces, se denomina moción de confianza.


Al contrario de lo que ocurre con la moción de censura, para conseguir el apoyo parlamentario a través de la cuestión de confianza sólo se necesita mayoría simple. Por lo tanto, bastaría con que un diputado de la oposición, uno solo, votase sí (si se abstuviera habría empate), o que dos se abstuviesen o se ausentaran del hemiciclo durante la votación, para que Monago lograse el
apoyo del Parlamento.


Pero no se presenta una cuestión de confianza cuando se corre el riesgo de perderla y, por consiguiente, de tener que abandonar el cargo. Antes de perder a sabiendas una cuestión de confianza se dimite y, al menos, se sale por voluntad propia y no defenestrado. Así que es difícil imaginarse a Monago reclamando el apoyo del Parlamento a través de una cuestión de confianza.


En definitiva, como la normativa vigente no establece el mecanismo de reprobación del presidente, lo que equivaldría a una moción de censura sin candidato alternativo, la posibilidad de que José Antonio Monago deje de encabezar el Gobierno de Extremadura, por vía parlamentaria y antes de que se celebren elecciones, resulta bastante improbable. Esta vez la llave del hemiciclo no la tiene
Izquierda Unida, la tiene el propio Monago. Él y los diputados del PP/EU, por supuesto.



(Artículo publicado en www.elcorreoextremeño.com)


sábado, 8 de noviembre de 2014

El día que fui perro


José Joaquín Rodríguez Lara


Hay dos formas de cazar, solo, aunque se esté rodeado de gente, y en compañía. Yo prefiero la segunda. Me gusta compartir las emociones, el esfuerzo, el agua, el vino y el pan con personas a las que quiero o, al menos, aprecio.


Cacé mucho con mi padre, con mis hermanos y con otros familiares, como mi tío Daniel, y amigos entrañables, pero ya casi no cazo. Me sigue gustando la caza, mas la cacería ha perdido la mayor parte del interés que tuvo para mí. Nunca fui el mejor de la cuadrilla. Mi padre fue un buen cazador, de los de a una liebre por cartucho, y mis hermanos salieron a él. A mí siempre me faltó afición. Me gustaban más los perros que las armas de fuego, y las presas vivas muchísimo más que las abatidas.


Por si esto no fuese suficiente para enojar a mis compañeros de partida cinegética, el campo, la naturaleza, me ha atraído siempre tanto que las estrías de un simple guijarro, los pétalos de una flor, las curiosas formas de un conjunto de rocas colgadas del horizonte o la encalada belleza de un cortijo bastaban para que me olvidase de la caza. Siempre me lo pasé bien cazando con mis compañeros, pero ellos se desesperaban viéndome examinar las vetas de un pedrusco o guardarme flores y hojas en el bolsillo para comprobar luego, en las guías que aún tengo en casa, a qué especie pertenecía la planta.


Pero lo que les sacaba de quicio era que, atraído por no sabían que cosa, me saliese de la mano y llegase hasta lugares a los que no debía llegar. Al menos en ese momento de la cacería. Y si levantaba alguna pieza, sin pretenderlo, y no le disparaba o erraba el tiro, entonces entraban en una fase de abatimiento y dejaban de preguntarse qué iban a hacer conmigo para responderse que no había nada que hacer. "Míralo", decían con desánimo. Para ellos era irrecuperable.


Y encima, en alguna ocasión llegué tan lejos en mis pesquisas que hasta me perdí, con lo que mis compañeros de partida, en vez de buscar liebres, perdices, conejos y zorras, tuvieron que ponerse a buscarme a mí. Un desastre.


Dolmen de La Lapita, en Barcarrota, mi pueblo.

Aquel día había visto yo en la línea cumbrera del cerro, a mi izquierda, un grupo de grandes piedras que parecían formar parte de una construcción megalítica, así que hacia ellas me dirigí, con mi escopeta en las manos y sin dejar de mirar el suelo, por si hubiese entre la poca hierba que suele asomar en noviembre indicios de antiguas civilizaciones o atisbos de ignorados filones mineros.


En estas me andaba yo cuando sentí un ruido a mi espalda. Me volví y encontré a mi hermano Servando que caminaba tres metros por detrás de mí. Se había salido de la mano y me seguía en completo silencio.


-¿Qué haces?, le pregunté intrigado.
-Tú sigue andando, sigue.


Reanudé la marcha y a los pocos metros se arrancó una liebre. Mi hermano menor la mató. Poco antes de llegar a la cumbre del cerro se levantó un bando de perdices, pero en el vuelo se dejaron caer hacia la ladera contraria y aunque mi hermano disparó -yo le dejé hacer muy complacido- no pudo abatir ninguna.


El conjunto de rocas que había llamado mi atención era un afloramiento granítico cuarteado en gruesas hojas por las inclemencias meteorológicas. Un auténtico libro de piedra, bonito pero sin historia.


Para no enfadar a mi hermano más de lo conveniente decidí regresar al rumbo de la mano que daban en aquel momento mi padre, Joaquín Rodríguez Cabalgante, y mi hermano Antonio. Servando empioló la pieza y peinó el pelo rojizo de sus flancos. Era un macho, por lo que ambos intuimos que en los alrededores debía de haber una o dos hembras y tal vez alguna media liebre.


¿Qué podíamos hacer, romper la cuadrilla o reintegrarnos en ella? Le miré a los ojos y apreté el paso, ladera abajo, para acercarme al resto de la partida. Mi hermano no protestó. Simplemente me siguió en silencio, pero seguramente hubiese preferido que yo continuara con mi prospección arqueológica, pues me estaba usando como perro. Servando se había dado cuenta de que cuando yo dejaba de cazar, en mis correrías naturohistóricas, sin proponérmelo levantaba mucha caza. Y no por mi buen olfato ni por mis abundantes conocimientos cinegéticos. Tampoco por un simple y azaroso factor de buena suerte. Encontré una explicación mucho más sencilla: la caza buscaba refugio en aquellos lugares que, por estar fuera de la lógica de las manos, eran menos visitados por los cazadores.

O era esto o las liebres, conejos, zorras y perdices tienen las mismas aficiones arqueológicas y naturalistas que yo.


viernes, 7 de noviembre de 2014

Pasión escrita


José Joaquín Rodríguez Lara


Lo nuestro estaba escrito. Era un libro abierto. Se podía leer de arriba a abajo, de abajo a arriba y de atrás hacia adelante. También desde delante hacia atrás, pero así era menos entretenido. Y no importaba saltarse páginas ni capítulos enteros, pues todo se entendía y se disfrutaba. Pasé tanto tiempo leyendo y releyendo aquellas frases rotundas, aquellos pensamientos extraordinarios, que temí caer en el pozo sin fondo de la lectura compulsiva y no ver nunca más la televisión ni volver a mirar el móvil. Enloquecí. Eso fue lo que me ocurrió. Perdí el sentido de la realidad. Me desquicié. Se me llenó la cabeza de tinta. Menos mal que un día encontré bajo su talón el código de rayas. Tatuado. Era el precio. Fue lo último que supe de ella, de aquella pasión escrita.







(Fotografía publicada por http://leondelahoz.com)

 

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El REFRANERO y el CONTRAREFRANERO.-


- Vísteme despacio que tengo prisa.
- Desnúdate rápido que tengo tiempo.


- En un banco se entra sin prisas o con un arma en las manos.

 Hacerlo de cualquier otro modo es perder el tiempo.


lunes, 3 de noviembre de 2014

Los pelos de la espuma


José Joaquín Rodríguez Lara


(Imagen publicada por pcisa.wordpress.com)
En Delos, isla griega en la que nacieron Apolo y Artemisa, había un pastor, ciego de nacimiento, que cuidaba cabras y se alimentaba de su leche. Jamás había percibido ni siquiera un hilo de luz, pues los dioses le negaron el amanecer a sus pupilas. El sol había curtido su piel y amasado su carne y torneado sus huesos, pero era el mar el que llenaba las cuencas de sus ojos y cada vez que alguien pasaba por su lado le suplicaba que le hablase de él.

- ¿Cómo es el mar?, decía, ¿cómo es?

- Es profundo y azul y verde y negro y salado, le respondían.

Entonces el pastor se bebía las lágrimas e imaginaba que el mar sería tan profundo como su pena, tan salado como sus lágrimas y tan imposible de imaginar como lo azul, lo verde y lo negro, pues quien vivió siempre en la oscuridad ni siquiera sabe de qué color es su ceguera.

- ¿Es alegre el mar?, insistía el cabrero.

- Sí, es alegre. Puede ser terrible, fiero, devastador, pues su ira es incontenible, pero también ríe, sí. El mar tiene sonrisa de espuma, más blanca que la leche de tus cabras.

Y el pastor se relamía entonces, saboreando el tibio y nutricio color de la espuma, de la que jamás habría sospechado que tuviese pelos.

- La mayoría de las personas se empeñan en mantenerse en forma

 cuando ya están casi completamente deformadas.


El REFRANERO y el CONTRAREFRANERO.-


- A quien madruga, Dios le ayuda.

- Quien mucho madruga, antes empieza a pecar.


jueves, 30 de octubre de 2014


Un cuadro con historia


José Joaquín Rodríguez Lara


Cervantes ya lo hizo con su novela 'Coloquio de los perros', Stanley Kubrick lo repitió en su película '2001: Una odisea del espacio', Nuria Llop lo utilizó en 'La joya de mi deseo', Juan Mayorga también se sirvió de ella en 'El arte de la entrevista' y Alfonso Zurro acaba de hacer lo mismo en 'Historia de un cuadro'.

Son sólo algunos ejemplos, pero hay muchos más, porque la técnica funciona y le ofrece ventajas al creador. Se trata de utilizar personajes, como los perros Cipión y Berganza, u objetos, como el misterioso monolito hallado en la Luna, en realidad un prisma rectangular de apariencia metálica, la enigmática perla peregrina, una simple cámara de vídeo o una pintura, como pretexto para recorrer y mostrar diferentes vidas, situaciones o etapas de la historia. Alfonso Zurro lo hace con una supuesta tabla de El Greco en 'Historia de un cuadro', obra representada en el 37 Festival de Teatro de Badajoz.

Desde el futuro hacia atrás, José Manuel Seda,
 Manolo Caro y Roberto Quintana. (Fotografía publicada
 por culturavaldepenas.blogspot.com)
El montaje, que acaba de estrenarse -antes de llenar el teatro López de Ayala sólo se había representado dos veces-, realiza un ameno recorrido por la historia, "una indagación a través del tiempo", escribe Zurro en el programa de mano. Y lo hace de un modo original, contando lo ocurrido al revés, desde el final hacia el principio. Se trata de un espectáculo agradable de ver con muchos personajes y sólo tres actores: Roberto Quintana, José Manuel Seda y Manolo Caro. Los tres realizan un buen trabajo, aunque cualquier obra de teatro es un ser vivo que puede evolucionar y hasta mejorar.

Por ejemplo, la estrategia de la representación arqueológica, desde el final hacia el principio, acrecienta el interés del público. Aunque ya se le ha contado lo que pasó, se genera en los espectadores el deseo de saber no lo que pasará, sino las causas que dieron origen a lo ya ocurrido. Cada escena despeja dudas, pero plantea otras. Es un buen sistema.

Inexplicablemente esta buena línea narrativa se quiebra al final en dos escenas. Primero, cuando uno de los personajes va al estudio de El Greco, en Toledo, para cobrar un deuda que antes ya había puesto sobre el escenario; y, segundo, cuando el último poseedor del cuadro le da a la tabla su destino final.

Para el primer caso no hallo justificación, aunque seguramente Alfonso Zurro, autor y director de 'Historia de un cuadro', tendrá razones para hacerlo así. Y para el segundo creo que hay varias soluciones, alguna de las cuales contribuiría, además, a que el público entreviera definitivamente la pintura.

La obra está segmentada en tiras, como las tiras de los cómic, cada una de las cuales cuenta lo ocurrido en una fecha concreta. Cada tira es presentada al público por un actor que, a modo de acotaciones, le explica en qué año y en qué lugar se sitúa lo que verán a continuación. Estos frontis rompen el ritmo del espectáculo y podrían ser sustituidos por textos proyectados contra el fondo del escenario, o aprovechar los cambios de decorado -uno por cada frontispicio- para agilizar la explicación.

Por último, al final, cuando se desvela la identidad de uno de los personajes, quien más y quien menos ya sabe de quién se trata y lo que habría de ser una sorpresa y hasta causar asombro se convierte en la constatación de una obviedad, perdiendo toda la gracia, como un chiste ya sabido. Bastaría con invertir el orden de las explicaciones del personaje en su escena final, que desvelase primero quién es y a continuación contase a qué dedica el tiempo libre, para asegurarse el efecto sorpresa.

Pero la obra entretiene y puede funcionar bien, pues plantea situaciones, tanto reales como ficticias, que, en general, interesan al público.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Mi vecino tiene pies de big foot


José Joaquín Rodríguez Lara


Me sorprendió, lo confieso, y no he podido olvidarlo, a pesar de que ocurrió hace bastante tiempo.

Seguramente por error, el cartero dejó en nuestro buzón una carta que tenía como destinatario a un vecino. Me di cuenta cuando revisaba el correo, mientras esperaba que bajase el ascensor.


Si me hubiese limitado a depositar la carta en el buzón correcto ya habría olvidado lo sucedido y no estaría hablando de ello ahora. Pero, en vez de enmendar con displicencia el error del cartero, me empeñé en practicar la cortesía vecinal y le llevé la carta a mi vecino, personalmente.

La verdad es que me caía de paso, así que llegué hasta la puerta de su vivienda, pulsé el timbre y esperé a que abriera. La hoja de la puerta está lacada en el mismo color y con la misma textura que muchos ataúdes estandares, por lo que, transcurridos unos instantes, bajé la vista y me puse a mirar el felpudo. Tendido a mis pies, ovalado, fabricado con fibras vegetales, con el lomo encrespado como el de un animal a la defensiva, por un momento pensé que no era una naturaleza muerta, sino que estaba vivo y aguardaba a que la próxima presa saliera de su madriguera para saltar sobre ella y devorarla.


Salió al fin. Casi no sentí que se abriese la puerta, pero salió. Sobre el mármol del piso apareció entonces un abanico de uñas largas, afiladas, muy negras, auténticas garras. Di un respingo. Las uñas salían de unos pies enormes, cubiertos con abundantes y largos pelos blancos... Parecían las garras de un gigantesco oso polar; de un plantígrado que acabase de participar en una batalla a muerte, pues sobre los pelos blancos caían grandes e irregulares chorreones rojos. Pensé que eran manchas de sangre y volví a respingar acercándome un poco más al ascensor.


Al separarme de la tapa del ataúd pude descubrir que las zarpas ensangrentadas era unas botas, unas pantuflas de fantasía, regalo del día de reyes. Las bocas de las botas eruptaban las perneras de un pijama a cuadros, igualmente ofrenda navideña, cubierto con un batín -ídem de lienzo- ceñido a la cintura por un cinturón anudado descuidadamente. Dentro de todo ello estaba mi vecino. Envuelto para regalo.


Me miró con extrañeza, le adelanté la carta, se puso las gafas, leyó el nombre y la dirección del destinatario, asintió con la cabeza, se dio media vuelta y desapareció tras la puerta. Creo que me confundió con el cartero.


Me he vuelto a acordar de todo esto mientras contemplaba el espectáculo 'Cenizas o dame una razón para no desintegrarme', representado en el teatro López de Ayala -mucho menos de media entrada- dentro del 37 Festival de Teatro de Badajoz.


Alberto Velasco, a la izquierda, el tenedor gigante y Chevi Muraday.
 (Imagen publicada por costacontemporanea.es)
En 'Cenizas o dame una razón para no desintegrarme' hay texto, pero se trata de un espectáculo de danza. De danza contemporánea, aunque a veces más parece danza primigenia y primordial. No sé como clasificarlo. Es un montaje muy singular. El decorado reproduce una habitación de evocación daliniana, pintada en rojo, decorada con cenefas, con un espejo de tipo cornucopia, de pared, la estampa de una virgen adornada con pequeñas flores, un jarrón de bazar chino, una silla, veintidós espectadores -un profesor, seis alumnos y quince alumnas distribuidos sobre sillas en dos frentes de once localidades cada uno-, varias lámparas eléctricas con apliques que semejan candelabros, libros, tenedores, incluido un tenedor gigante que baja con la tramoya, lluvia de confeti, una cascada de sombras de tenedores y poco más.


Como únicos intérpretes, dos danzantes: Alberto Velasco, en el papel de madre institutriz y terapeuta, y Chevi Muraday, que encarna a un personaje con graves problemas motrices de tipo neurológico. Ambos danzan como las aspas de un molino manchego. Don Quijote les hubiese confundido con gigantes, y tal vez habría acertado, pues acaso lo sean.


Los jóvenes espectadores instalados en el escenario, como público de proximidad, se lo pasaron muy bien, a pesar de qué no pudieron moverse y tampoco sabían para qué se requería su presencia. En realidad no hicieron nada, salvo formar parte pasiva del espectáculo. Otra parte del público que siguió la representación desde las butacas también aplaudió, y un profesor experto en sociología y asiduo seguidor del Festival de Teatro de Badajoz, y del teatro en general, me preguntó por el significado de la obra. "No me he enterado de nada. ¿Qué nos quieren decir?".


Inmediatamente se me vino a la mente la respuesta más lógica y coherente: mi vecino tiene pies de big foot.

Pero no me atreví a responderle. Me di la vuelta y me marché.


martes, 28 de octubre de 2014


El teatro también cura


José Joaquín Rodríguez Lara


Pues parece que al final sí que se casan. Es lo más habitual en estos casos: ambos está locos. Pero no locos de amor, ni locos el uno por el otro. Locos a secas, locos cada uno por su lado, locos de atar.


Y no es que se crean Josefina y Napoleón, no. Están locos, pero no locos de ese modo. Digamos que están majaras, majaretas, chiflados, sin que ninguno de ellos se considere un extraterrestre ni tampoco un terrestre abducido por los alienígenas de Burgos. Están desalados, como perdiz plomeada; se les ve tocados del ala; son inestables, tanto juntos como por separado. Vamos, que son americanos y van más veces a la consulta del psiquiatra que al grifo de la cocacola. Y mire usted que cada psiquiatra es un número: la doctora Bornikoff, el doctor Martone, la madre de Teo... A cada cual más loco.


Pero al final, se casan. Y es una suerte pues, como bien dice el vulgo, para que fracasen tres parejas -Óscar, el novio, es bisexual y binovio; Teo se llama el afortunado-, digo que como bien dice el vulgo, para que fracasen tres parejas, mejor que sólo fracase una.


Andy, el camarero gay, Teo, el homosexual, Pruden, la chica, el doctor Martone y la doctora Bornikoff,
 psiquiatras, y Óscar, el bisexual y binovio. (Imagen publicada por www.bybizkaia.com)

El texto lo firma el norteamericano Christopher Durang. La versión y la dirección del montaje representado en el 37 Festival de Teatro de Badajoz es de Rafael Calatayud. La obra se titula 'Terapías' y con razón, aunque sea un mal chiste, pues los personajes o son psiquiatras o es su colega el camarero o se pasan la vida en un sofá -tapizado en rojo, tamaño familiar, americano, de cuatro plazas para culos muy gordos- perfecto tanto para psicoanalizarse como para otros menesteres de pareja, que en esta comedia loca, aunque no esté Woody Allen, además de psiquiatras hay problemas sexuales por todos lados.


Asistir a la representación de 'Terapias' le viene muy bien al paciente público, que llena el teatro López de Ayala -criaturas abstenerse o informarse antes, aunque vayan acompañadas-, pues se ríe y lava la mente sin necesidad de hablar de su infancia ni de explicar como se lleva con su madre. A todo ello contribuyen con singular acierto Mikel Losada, Dorieta Urretabizkaia, Ane Gabarain, Ana Pimenta, Mikel Laskurain, Kepa Errasti y Asier Oruesagasti. Cómicos y del norte, lógicamente, enrolados en las compañías vascas Vaivén y La Pavana.


lunes, 27 de octubre de 2014

Isabel, la contracrónica


José Joaquín Rodríguez Lara


Una combinación acertada de versos clásicos, tanto místicos como profanos, de música antigua, de magníficas voces y del tópico chismorreo de siempre, ¡qué sería del arte sin el sexo!, hacen de 'Así es, si así fue. España: de los Trastamara a los Austrias', de Juan Asperilla, un espectáculo interesante.


Verónica Forqué, Juan Fernández, José Manuel Seda, Joaquín Notario, en el elenco actoral, y los músicos Marcos León y Rodrigo Muñoz, dan vida a este montaje que, bajo la dirección de Laila Ripoll, ha ocupado la octava jornada del 37 Festival de Teatro de Badajoz. El López de Ayala volvió a llenarse.


Sus intérpretes la definen como una comedia, pero 'Así es, si así fue' no es propiamente una obra de teatro, aunque cuente historias. Tampoco es un musical, a pesar de que el canto y hasta el baile estén incluidos en la representación. A veces parece teatro leído, pero tampoco lo es. En ocasiones recuerda a las actuaciones del grupo humorístico argentino 'Les Luthiers'; incluso puede establecerse un paralelismo de gestos entre Joaquín Notario y Marcos Mundstock. En definitiva, 'Así es, si así fue' es un espectáculo que se alimenta de varios géneros y que funciona aceptablemente bien.


Rodrigo Muñoz, Juan Fernández, Marcos León, al fondo casi completamente tapado, Verónica Forqué,
 Joaquín Notario y José Manuel Seda, en una representación de 'Así es, si así fue'.
 (Imagen publicada por www.lasendaburgos.com)


El dúo musical ejecuta una veintena de instrumentos, antiguos y contemporáneos, casi todos de cuerda y percusión. Hay en su actuación, y en el conjunto de la obra, rasgos del mundo juglaresco y del mester de clerecía, pues hasta se le piden disculpas al público, aunque no un vaso de buen vino, como reclamaba Gonzalo de Berceo. La música subraya los recitados de la actriz y de los tres actores, que van pasando revista a diversas etapas de la historia de España, a los largo de los siglos XV y XVI; un tema, el de la historia de España, que se ha puesto muy de moda entre los espectadores gracias a la magnífica serie de televisión sobre la reina Isabel la Católica. A la reina de Castilla se le dedica buena parte de este espectáculo, que no la retrata con el halo de heroína que se observa en la pequeña pantalla. Y la misma suerte corre su esposo, el rey Fernando de Aragón. En todo caso, 'Así es, si así fue' sería la contracrónica de Isabel y Fernando, la serie. La Real Academia no admite el sustantivo contracrónica, pero creo que el concepto tiene la suficiente entidad para hacerse un hueco en el diccionario.


Verónica Forqué e Isabel la Católica, dos mujeres de su tiempo.
 (Imagen publicada por elcultural.es)

Y lo mismo ocurre con el tratamiento que se le da a otras figuras regias en un espectáculo que ahonda en asuntos, digamos, poco edificantes cuando no directamente escatológicos.


Pero el punto fuerte de 'Así es, si así fue' no es el rigor histórico, como ya sugiere el dubitativo título. Destacan mucho más las extraordinarias voces, de Joaquín Notario, de Juan Fernández, de José Manuel Seda y de Marcos León, que en el reparto figura como músico, pero canta, baila, interpreta y, por supuesto, toca, además de poner sus conocimientos artísticos al servicio del montaje.


Cuando en este país sólo había dos canales de televisión, los españoles veían, una semana sí y otra también, las mejores obras del teatro clásico español. Lope, Calderón, Tirso de Molina y otros autores no tan clásicos pero sí de enorme calidad, como Zorilla, entraban en los hogares patrios por la ventana practicable del televisor, con aquellos 'Estudio 1', de Televisión Española, que tuvieron en el actor y catedrático de Declamación Manuel Dicenta a uno de sus emblemas más señeros. Muchas de aquellas obras, por no decir todas o casi, eran en verso, una forma de expresión difícil de encontrar en los escenarios actuales.


Por eso se agradece escuchar versos declamados sobre las tablas de un teatro; aunque el espectáculo no sea propiamente una obra de teatro con planteamiento, nudo y desenlace, por más que sean versos de atril, leídos por rapsodas, y lleguen al espectador con más brillo en la dicción que emoción en lo dicho.


- A veces, las palabras se desparraman por el suelo

 como cuentas de un collar al que le rompieron el hilo.


viernes, 24 de octubre de 2014

Aplausos para Alicia Hermida en Badajoz


José Joaquín Rodríguez Lara


Mientras los espectadores presentes en el teatro López de Ayala, otra vez lleno, aplaudían con afecto a Alicia Hermida, a sus espaldas, sobre el escenario, Luisa Martín, Elena Rivera y Ramón Esquinas, subrayaban a su vez con aplausos la ovación que el público le dedicaba a la veterana actriz.


Las palmas no se limitaban a reconocer y gratificar el buen trabajo de Alicia Hermida sobre las tablas del López de Ayala, sino que tributaban el reconocimiento a toda una trayectoria, a toda una vida empleada en vivir la vida de otros para alegrarle la vida a los demás.


Al contrario de lo que se suele decir, el público español sí honra a sus artistas veteranos, sí reconoce su entrega, su capacidad, su mérito. Y lo hace sin reparos cuando no se siente utilizado y despreciado por cuestiones impuramente ideológicas.


Alicia Hermida tiene un papel protagonista en 
'El arte de la entrevista', obra del prestigioso Juan Mayorga, representada en la quinta jornada del 37 Festival de Teatro de Badajoz. La función satisfizo al respetable.


De izquierda a derecha, Luisa Martín, Alicia Hermida,
 Ramón Esquinas, Elena Rivera y la cámara de vídeo.
 (Fotografía de MARCOSGPUNTO publicada por
 http://cultura.elpais.com)

'El arte de la entrevista' es una tragedia sin sangre en la que no faltan pinceladas de humor, sarcástico. La obra muestra la anatomía de una familia a la que Mayorga disecciona y casi le hace la autopsia.


Además de los cuatro personajes humanos -la abuela, la hija, la hija/nieta y un masajista de lo psíquico- en la obra hay un quinto pasajero, un alien que invade el chalé de una familia acomodada y se apodera de los misterios que guarda cada uno de sus integrantes. Se trata de una pequeña cámara de vídeo con la que la más joven de la casa pretende hacer la entrevista que le ha encargado su profesor. A lo largo de la representación, la cámara es usada por todos y cada uno de los cuatro personajes de carne para extraerle a los demás sus secretos, esas mentiras y medias verdades que resultan incontrolables cuando abandonan sus rincones de oscuridad y se manifiestan cual fantasmas.


Todos tenemos misterios, intimidades nunca compartidas, fantasmas con los que podemos convivir siempre que no se manifiesten y, sobre todo, que no se manifiesten al ser llamados por los demás. La vida entre fantasmas puede ser llevadera, pero sólo cuando los espíritus permanecen recluidos en la glándula de almacenar espíritus molestos y siempre que estos no se manifiesten por los pasillos o en mitad del jardín.


Y si algo hay que hacer para que permanezcan encerrados es no ponerles delante una cámara. En presencia de una cámara, los fantasmas se desmandan y pueden destrozar la plácida vida de una familia acomodada, con chalé, con jardín, con sus rutinas y su canesú. La vida cómoda, incluso anodina, puede convertirse en un sinvivir si está presente una cámara.


Es algo tan natural que puede ocurrirle a cualquier familia. Por eso, para contarlo desde un escenario, hay que hacerlo con naturalidad, con mucha naturalidad, con una naturalidad muy profesional, como lo han hecho en Badajoz Alicia Hermida, Luisa Martín, Elena Rivera, Ramón Esquinas y, por supuesto, la cámara de vídeo. La veteranía es un grado, pero la profesionalidad da, por lo menos, para tres grados más.


jueves, 23 de octubre de 2014

Teatro de Azoro ofrece en Badajoz un alegato genial


José Joaquín Rodríguez Lara


Maravilloso, tétrico, fascinante, soberbio, increíble, sorprendente, atroz, brillante, preciso, precioso, imprescindible, desgarrador, lúgubre, hiperrealista, sobrecogedor... 


Todos estos elogios, pues elogios  son, y muchos más se merece el espectáculo 'Los más solos', que la compañía salvadoreña Teatro del Azoro ha presentado en el 37 Festival de Teatro de Badajoz. Una obra de arte que agarra al espectador con la historia que cuenta, lo cautiva con la puesta en escena y lo desarma con la interpretación. Sencillamente genial.


Escena del inicio de la obra.
 (Imagen publicada por www.pasionporlacultura.es)

La obra está inspirada en el artículo 'La Caverna de Chorejo', publicado en el periódico digital El Faro, y en un trabajo de investigación realizado durante nueve meses en el ala penitenciaria de un hospital psiquiátrico salvadoreño, según anuncian sus intérpretes. La codirigen sus creadores, Egly Larreynaga y Luis Felpeto, un pacense que salió de Badajoz cuando tenía tres años y ha vuelto a su ciudad natal para hablarle desde las tablas del teatro López de Ayala. La disfrutan quienes tienen el acierto de asistir a su representación.


'Los más solos' cuenta las atrocidades que sufren los presos recluidos en el ala psiquiátrica de una prisión de El Salvador. Y lo hace con tal crudeza que nos retrotrae a la locura de los antiguos manicomios. Salvo que el manicomio doblemente carcelario al que se refiere la obra no es antiguo, sigue abierto y los cuatro internos cuyas desgracias se cuentan desde el escenario, además de tener nombres, apellidos y motes, son de ahora mismo, no de un pasado remoto. El teatro es con frecuencia un trasunto de la vida, pero 'Los más solos' refleja de modo tan descarnado la realidad que, más que un reflejo de la vida, es la vida misma.


Cuatro personajes tiene la obra y cada uno de ellos vive agarrado a su cama, un somier plegable que sirve como camastro, como reja del penal, como portería para jugar al fútbol dándole patadas a una zapatilla, como pareja de baile, como trinchera, como arma, como máquina de tortura y hasta como perro. La interpretación es tan buena que la razón no puede evitar el engaño. Hay tanta precisión y tal calidad en los movimientos, en los ruidos, en los gemidos, en las palabras, monocordes, reiterativas, inconexas como cuentas que se desparramen por el suelo al romperse el hilo del diálogo, que casi nadie cae en la cuenta de que los cuatro personajes varones presos en el pabellón psiquiátrico salvadoreño están interpretados por cuatro mujeres, Paola Miranda, Pamela Palenciano, Alicia Chong y Egly Larreynaga, a las que el público, que permaneció en absoluto silencio durante la representación, premia con una larga ovación por haberle hecho disfrutar de un espectáculo tan bueno y tan interesante como 'Los más solos', que es un alegato sobrecogedor contra la locura atroz de los manicomios para presos con problemas mentales.



A Ildefonso Ferrera Moreno

Amigo mío,
perdido en tu pueblo y mi pueblo,
triste y enamorado,

no sabes bien de qué, ni desde

cuando.
Amigo mío,
amigo primero, quizás único,
sembrador de sueños, jinete
desbocado, que persigues
el triunfo con brazo moreno y mirada
ancha, con sudor y risa
mojada en vino.
Amigo mío,
sé fiel a tu corazón,
a tus sueños de hombre bravo,
y siéntete brotar en cada esquina
de rayo, de olivo o de trigo,
siéntete guerrero y esposo
y ama la tierra,
asédiala,
y que tu pecho no pare hasta la muerte.


(De mi libro 'La tierra al fondo',
publicado en Badajoz por la Institución Cultural Pedro de Valencia, en 1980.)