sábado, 8 de noviembre de 2014

El día que fui perro


José Joaquín Rodríguez Lara


Hay dos formas de cazar, solo, aunque se esté rodeado de gente, y en compañía. Yo prefiero la segunda. Me gusta compartir las emociones, el esfuerzo, el agua, el vino y el pan con personas a las que quiero o, al menos, aprecio.


Cacé mucho con mi padre, con mis hermanos y con otros familiares, como mi tío Daniel, y amigos entrañables, pero ya casi no cazo. Me sigue gustando la caza, mas la cacería ha perdido la mayor parte del interés que tuvo para mí. Nunca fui el mejor de la cuadrilla. Mi padre fue un buen cazador, de los de a una liebre por cartucho, y mis hermanos salieron a él. A mí siempre me faltó afición. Me gustaban más los perros que las armas de fuego, y las presas vivas muchísimo más que las abatidas.


Por si esto no fuese suficiente para enojar a mis compañeros de partida cinegética, el campo, la naturaleza, me ha atraído siempre tanto que las estrías de un simple guijarro, los pétalos de una flor, las curiosas formas de un conjunto de rocas colgadas del horizonte o la encalada belleza de un cortijo bastaban para que me olvidase de la caza. Siempre me lo pasé bien cazando con mis compañeros, pero ellos se desesperaban viéndome examinar las vetas de un pedrusco o guardarme flores y hojas en el bolsillo para comprobar luego, en las guías que aún tengo en casa, a qué especie pertenecía la planta.


Pero lo que les sacaba de quicio era que, atraído por no sabían que cosa, me saliese de la mano y llegase hasta lugares a los que no debía llegar. Al menos en ese momento de la cacería. Y si levantaba alguna pieza, sin pretenderlo, y no le disparaba o erraba el tiro, entonces entraban en una fase de abatimiento y dejaban de preguntarse qué iban a hacer conmigo para responderse que no había nada que hacer. "Míralo", decían con desánimo. Para ellos era irrecuperable.


Y encima, en alguna ocasión llegué tan lejos en mis pesquisas que hasta me perdí, con lo que mis compañeros de partida, en vez de buscar liebres, perdices, conejos y zorras, tuvieron que ponerse a buscarme a mí. Un desastre.


Dolmen de La Lapita, en Barcarrota, mi pueblo.

Aquel día había visto yo en la línea cumbrera del cerro, a mi izquierda, un grupo de grandes piedras que parecían formar parte de una construcción megalítica, así que hacia ellas me dirigí, con mi escopeta en las manos y sin dejar de mirar el suelo, por si hubiese entre la poca hierba que suele asomar en noviembre indicios de antiguas civilizaciones o atisbos de ignorados filones mineros.


En estas me andaba yo cuando sentí un ruido a mi espalda. Me volví y encontré a mi hermano Servando que caminaba tres metros por detrás de mí. Se había salido de la mano y me seguía en completo silencio.


-¿Qué haces?, le pregunté intrigado.
-Tú sigue andando, sigue.


Reanudé la marcha y a los pocos metros se arrancó una liebre. Mi hermano menor la mató. Poco antes de llegar a la cumbre del cerro se levantó un bando de perdices, pero en el vuelo se dejaron caer hacia la ladera contraria y aunque mi hermano disparó -yo le dejé hacer muy complacido- no pudo abatir ninguna.


El conjunto de rocas que había llamado mi atención era un afloramiento granítico cuarteado en gruesas hojas por las inclemencias meteorológicas. Un auténtico libro de piedra, bonito pero sin historia.


Para no enfadar a mi hermano más de lo conveniente decidí regresar al rumbo de la mano que daban en aquel momento mi padre, Joaquín Rodríguez Cabalgante, y mi hermano Antonio. Servando empioló la pieza y peinó el pelo rojizo de sus flancos. Era un macho, por lo que ambos intuimos que en los alrededores debía de haber una o dos hembras y tal vez alguna media liebre.


¿Qué podíamos hacer, romper la cuadrilla o reintegrarnos en ella? Le miré a los ojos y apreté el paso, ladera abajo, para acercarme al resto de la partida. Mi hermano no protestó. Simplemente me siguió en silencio, pero seguramente hubiese preferido que yo continuara con mi prospección arqueológica, pues me estaba usando como perro. Servando se había dado cuenta de que cuando yo dejaba de cazar, en mis correrías naturohistóricas, sin proponérmelo levantaba mucha caza. Y no por mi buen olfato ni por mis abundantes conocimientos cinegéticos. Tampoco por un simple y azaroso factor de buena suerte. Encontré una explicación mucho más sencilla: la caza buscaba refugio en aquellos lugares que, por estar fuera de la lógica de las manos, eran menos visitados por los cazadores.

O era esto o las liebres, conejos, zorras y perdices tienen las mismas aficiones arqueológicas y naturalistas que yo.


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