domingo, 18 de noviembre de 2012


El 569

José Joaquín Rodríguez Lara


Coleccionaba palabras. Palabras muertas, agonizantes o ya enfermas sin remedio. De tisis. Las buscaba en todo momento, en cualquier lugar, con la avidez de un hambriento, con la pasión de un enamorado, con la osadía de un loco y también con la paciencia taxonómica de un setero. Vivía con los cinco sentidos desplegados, en estado de alerta permanente, ante el posible rescate de un raro ejemplar definitivamente olvidado. Las olía, las veía, las saboreaba y las acariciaba tan pronto como las oía. Recorría con las yemas de los dedos las curvas de sus letras nada más verlas y pararse a inhalar sus aromas, paladeando cada sílaba, el eco de los acentos, antes de acomodarlas en la memoria y, con el mayor de los esmeros, realizar el pertinente asiento contable en su libretilla de las palabras muertas.
“Damajuana: 28 de marzo de 1964: Así llama abuela María a la garrafa del vino que está en el doblao”.
Esta es la primera pieza de su colección, la que le abrió los ojos, descubriéndole que más allá de los volúmenes, de las utilidades, de la musicalidad y de los significados, hay palabras hermosas por sí mismas, joyas del lenguaje que se apolillan en los anaqueles sin que nadie les ofrezca conversación, las envíe en una carta o las engarce en un verso. Durante muchos años, la ‘damajuana’ fue para él todo un yacimiento de evocaciones sobre el que volvía una y otra vez para empaparse de gestos, de olores, de sombras y de partículas de polvo bailando en el chorro de sol que caía en cascada desde el tragaluz.
Tentemozo, aguanieve, soplillo, tamo, aguamanil, gatera, quincalla, alcoba, mojiganga, chirlo, anafre, zamboa, saya, golondrino, arriate, estrampía, azafate, lavativa, tinaja, badila, ubre, jerga (para dormir), borcelana, yunta, poyo, caneco, muchachino, catre, inte, celemín, nalga, chisquero, yesca, fanega, zaguán, dornajo, espiche, verija, entremijo, roña, formón, granza, sobaco, halda (dicha con j), repulgo, escupiña, llares (dicha en plural), pespunte, ox (repetida varias veces –os,os,os– mientras se hacen aspavientos con los brazos para espantar a las gallinas), pilistra, senara, vierteaguas, quintal, melliza, alcuza, arroba…
El día que descubrió la resurrección informática de la arroba se fumó el puro que conservaba desde la boda. La suya. Lo sacó del estuche como si fuese un arma química encerrada en un proyectil metálico, le olisqueó el lomo, mordisqueó la punta, pidió fuego y se fue calle abajo traqueteando y echando humo como una locomotora de vapor, con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en los raíles.
Desde la otra acera le llegó el gimoteo de un crío al que su madre, en chándal rosa, arrastraba camino de la escuela, mientras se quejaba de la llantina parvularia: “Jesú, Llosua, que jediondo qu’eres”. No oyó más. Un taxi le atropelló cuando zapateaba sobre las teclas del paso de peatones camino de aquel manojo mañanero de palabras frescas. Estuvo varios meses dentro de una bolsa de plástico y lo enterraron por aburrimiento. Sobre el cemento húmedo de su nicho garrapatearon el número 569. En un rincón de la Comisaría se quedaron la colilla del puro, sus huellas dactilares y la libretilla de las palabras muertas. Nadie la abrió nunca más.



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