lunes, 23 de marzo de 2015


Homenaje póstumo a Fernando Serrano Mangas.


Hola, beduino


José Joaquín Rodríguez Lara


Desde que te has marchado no logro verme libre de ti, amigo mío. Más que amigo, hermano, hermano mío. Se me agolpan en el tragaluz de los recuerdos los detalles de todo lo que nos unió, y creo que estoy más cerca de ti en estos momentos de lo que lo estuve hasta ahora.


Me acuerdo de los días de instituto en Barcarrota, en aquel caserón de la Plaza del Altozano, y repaso las clases que compartimos bajo el magisterio de don Hilario, del que tanto aprendimos los dos. Y no sólo en conocimientos académicos; también en actitud ante la vida, en la necesidad de apostar por el trabajo, el esfuerzo y el sacrificio personal como calzado indispensable para recorrer la existencia.


Tú, que siempre fuiste muy porrinero, y eso te honra ante mis ojos y en la consideración de todos tus amigos, salías de clase antes. A ti y a todos los alumnos que vivían en Salvaleón y estudiaban en Barcarrota no os salvaba la campana, si me permites que parodie el título de aquella famosa serie de televisión, os salvaba el Leda, el autobús de línea, que pasaba por la Plaza de los Corredores, creo, a eso de las seis de la tarde, una media hora antes de lo que debía ser el final de nuestra jornada estudiantil. Todos os veíamos marchar con envidia, no siempre sana, porque sabíamos que en ese momento empezaba lo más duro para nosotros, la parte final de una clase que, con don Hilario, nunca se podía decir cuando y como terminaría.


No te lo cuento con pesar, bien lo sabes, Fernando. Te lo cuento por hablarte de algo de lo que ambos formamos parte, sin llegar nunca a haberlo compartido, porque tú siempre fuiste muy porrinero y yo era de Barcarrota.


Contigo aprendí mucho. Tú también nos enseñaste a todos, amigo. De ti aprendimos el amor por la historia, la fortaleza del humor, de ese humor inagotable y peculiar, tan tuyo, el respeto a la amistad, a la justicia, a las convicciones, así como el rigor intelectual y la generosidad que han caracterizado tu vida hasta que el rayo de la enfermedad te ha derribado con estrépito.


Pero no quiero hablar de tristezas, hermano. Todo lo contrario. Me acuerdo de ‘La Fogata’, de aquel rincón en ruinas en el que, los días de frío, durante el recreo, encendíamos una lumbre para calentarnos. Allí se fraguó nuestra amistad, entre el chisporroteo de las tablas en llamas y las conversaciones sobre lo divino y lo humano. Y más sobre la humanidad con trenzas que sobre cualquier otra humanidad.


Fue en ‘La Fogata’ donde celebramos aquel San Fernando, tu santo, un 30 de mayo que, por el calor, ya empezaba a invitar al sesteo. No se te ocurrió mejor cosa que comprar una caja de vino de Jusancu, ocho botellas de a litro creo que fueron, y que nos la bebiéramos, a tu salud. ¡Qué borrachera! El bueno de Susi, que no abría la boca ni cuando cantaba, tuvo que beber quisiera o no. Y Primitivo… A Primi lo llevamos a la fuente del Altozano para refrescarle un poco. Paquita Velasco, que todavía no imaginaba que un hijo le ganaría el Tour varias veces, Manoli, Maricarmen, Carmen, todas las niñas… no podían dar crédito a sus ojos.


Y don Hilario, empeñado en dar la clase; y precisamente en el estudio chico, calentado por el sol de la tarde. Menos mal que el sentido común derrotó a su acendrado sentido del deber y el buen hombre optó por mandarnos a casa. Años después me reconoció que le habíamos puesto en un compromiso, pero no nos guardaba rencor. Sabía que éramos buena gente. Creo que a ti también te ha perdonado ya.


Una de las veces que entreviste a Fernando Serrano Mangas
fue en la casa de su suegra, en Salvaleón (Badajoz).
Salimos al patio de la vivienda y le hice esta fotografía.
Creo que el doctor Serrano Mangas sostiene en las manos
su tesis sobre los galeones en la carrera de Indias.
¿Te acuerdas de aquel verano que nos dio por recorrer la comarca? Tú, siempre a lo tuyo: la historia, los monumentos, la arqueología… No te imaginas lo que daría yo en estos momentos por tener fuerzas para ir desde Barcarrota hasta el castillo de Nogales en bicicleta. Y no por el kilometraje, que a lo mejor, si me pongo… Lo digo por el equipaje, por volver a hacer el recorrido Salvaleón-Nogales-Nogales-Salvaleón en agosto y en una bicicleta, una sola, contigo subido en el portamaletas. Y sin frenos, que te dejaste la suela de las zapatillas de deportes en la rueda de atrás, tratando de parar en la cuesta que baja al arroyo, y gastaste toda tu imaginación en darme ánimos para que luego siguiera pedaleando cuesta arriba.


No cuento aquí el timo del limpiabotas en un quiosco de San Francisco, en Badajoz -cinco duros quería el tipo por quemarme el zapato-, porque ya lo contabas tú en cuanto tenías ocasión y te hartabas de reír con mi invocación a “tu tío el policía”.


Siempre nos lo pasábamos bien, ya lo sabes. ¿Pero quién iba a suponer que de aquel mostrenco porrinero que escribía a mano y distribuía un periódico, al que llamabas ‘La Boronía’, haríamos carrera? Y no una carrera cualquiera, una carrea de doctor en Historia y de investigador de lujo. Una carrera que ha frenado con un hachazo alevoso la enfermedad, cuando estabas en lo mejor de tu trayectoria profesional y habías descubierto datos importantísimos con tus investigaciones.


Quienes te queremos y te admiramos nos sentimos orgullosos de ti y de tus libros. ‘Los Galeones de la Carrera de Indias’ es una obra genial; ‘Armadas y flotas de la plata’ resulta aleccionador; ‘Función y evolución del galeón para la Carrera de Indias’ me entretuvo; ‘Naufragios y rescates en el tráfico indiano durante el siglo XVII’ me encanta; ‘La crisis de la isla del oro’, ‘Vascos y extremeños en el Nuevo Mundo durante el siglo XVII: un conflicto por el poder’, ‘La encrucijada portuguesa’… Para qué seguir si tú te los conoces mejor que yo. Pero, como barcarroteño y como periodista, me quedo con ‘El secreto de los Peñaranda’. Ese libro es tu libro, Fernando. Tu libro y el nuestro. Aunque sólo hubieses escrito ese libro estarías en la historia. A mi modesto entender, el mérito de descubrir que fue Francisco de Peñaranda, judío, médico y llerenense, y no un “librero irresoluto e ignorante”, como llegó a publicar el académico Francisco Rico, quien escondió los textos de la Biblioteca de Barcarrota en la tapia de un doblao, es muy superior al de haberlos hallado 400 años después, o al de estudiarlos y reeditarlos.


Con ese complejo de inferioridad que nos caracteriza a los extremeños, el Gobierno de Rodríguez Ibarra buscó fuera de Extremadura a los mayores expertos para que dictaminasen sobre los libros de Barcarrota y su origen. Pero tuvo que ser un extremeñito del pueblo de al lado, un porrinero listo y sin ínfulas, quien desentrañase el misterio. Tienes mucho mérito, hermano, mucho. Y te has ido sin que te lo reconozcamos, porque aquí el trabajo intelectual sólo se agradece, si es que llega a agradecerse, cuando el homenajeado ya no puede defenderse de los elogios. ¡Qué se le va a hacer! Somos asina, que decía Luis Chamizo.


Al menos, le hicimos justicia al doctor Peñaranda, gracias a la entonces concejala de Cultura, Marina González, hija de mi maestro Antonio ‘Cuerda’, que acogió inmediatamente, con tu aquiescencia, desde luego, mi sugerencia de cambiarle el nombre a la biblioteca municipal y llamarla ‘Francisco de Peñaranda’. Dicho y hecho. El Pleno municipal lo aprobó inmediatamente y ahí está, gracias a que tú nos descubriste al dueño del Lazarillo. Espero que algún día, además de en la portada de tus libros, tu nombre también esté escrito en una fachada de Barcarrota, de este pueblo que es tan tuyo como de los barcarroteros.


Y no lo digo con la intención de mitigar mi pesar. Bien sabes que eso es imposible. Al dolor de perderte se une la pena de no poder seguir leyéndote. Esperaba yo, con impaciencia, ese libro sobre Hernando de Soto en el que trabajabas cuando se te declaró la enfermedad.


- “Tengo datos muy gordos”, me dijiste.
- ¡Se confirma que es de Barcarrota!, ¡¿verdad?!, te respondí esperanzado.
- “Ya veras, ya verás”.
- ¡Pero dime algo, hombre!
- “Se aclara todo el misterio sobre su origen. Ya te contaré, ya”.


Pero te has ido sin contármelo, mal amigo. En nuestra última conversación, cuando por fin accediste a ponerte al teléfono –comprendo perfectamente que no te apeteciese hablar ni un día, ni otro, ni una semana ni tampoco al mes siguiente–, ­­en ese breve contacto telefónico te animé a que escribieses tu libro sobre Hernando de Soto y volví a pedirte que terminases la investigación sobre la familia de Milano, el naviero judío que dominó Barcarrota y los pueblos aledaños y que te condujo hasta los Peñaranda. Ahora comprendo que lo que entonces me impulsó no era el deseo de darte ánimos, hermano, sino el temor a que tu obra quedase inconclusa, hundida ya para siempre en el fondo de una caja de cartón, como esos pecios llenos de tesoros que tú localizaste buceando en el Archivo de Indias, en Sevilla. Datos maravillosos que, tal vez, ya nunca saldrán a la luz, que jamás serán libros, o que alguien expoliará en su propia gloria y beneficio; retazos de nuestra historia que probablemente pasarán de tu cabeza al olvido, como los libros que Francisco de Peñaranda tapió en el doblao -es que no me gusta llamar desván ni sobrado ni doblado al doblao-, en el doblao, insisto, de su casa solariega, en Barcarrota.


Y ¿quién vendrá detrás de ti, Fernando, con el pico del albañil en la mano, con tu inteligencia, con el rigor de tu profesionalidad, con el celo protector de la paja centenaria y de la tapia de un doblao de Barcarrota y, sobre todo, con tu generosidad humana e intelectual, para desempolvar tus notas, para ordenar tus fichas y retomar, con la fina prosa que siempre te ha caracterizado, tu discurso interrumpido por el rayo de esa carne que, a veces, se nos amotina en las entrañas y nos crece hasta destruirnos?


¿Quién, Fernando, quién? No dejo de preguntármelo y no sé que responderme, hermano. Es curioso, por no decir cruel, que la obra que con tanto esfuerzo y tanto mimo has elaborado durante años pueda pasar de tus notas al olvido, como ocurrió con los textos de Francisco de Peñaranda. Si a él, por haber escondido sus libros en la tapia, le pusimos una biblioteca, tú, por escribir los tuyos y descubrir al propietario de los ajenos, por lo menos te mereces una imprenta.


Bueno, beduino. Tengo que despedirme. Ya te contaré más otro día. Pero esto no es un adiós, ni siquiera un hasta luego, porque vas a seguir conmigo hasta el final. Sobre todo ahora que cuando suene el teléfono, nadie me preguntará “¿cómo estás beduino?” para que, durante un buen rato, hablemos de naufragios, de libros, de don Hilario, de amigos, de política, del Madrid y de nuestra muy admirada Charlize Theron, a la que tú tienes tan impresionada como ella me tiene a mí.


Estés donde estés, cuídate, hermano.


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