lunes, 17 de noviembre de 2025

Deogracias, el hombre que tocaba los platillos

José Joaquín Rodríguez Lara
https://elpostigodelara.blogspot.com/

Se llamaba Deogracias. Deogracias Méndez Cuenda. No le conocí. Pero era mi tioabuelo. Hermano de María Cuenda. Mi abuela. Madre de mi madre. Isabel. Mi abuela materna nunca me habló de su hermano. Me enteré de su existencia cuando yo era un adolescente y ella padecía demencia senil. Mientras comíamos.
    Estábamos toda la familia… Mi madre, mis hermanos, mis hermanas y yo sentados en torno a la mesa camilla. Mi padre, no. Mi padre estaba en Alemania. Era emigrante. Había tenido que emigrar para que pudiéramos comer. Literalmente. Mi madre servía los platos y nosotros mirábamos la televisión. En el comedor, debajo de donde estuvo la campana de la chimenea, había un televisor. Lo había traído mi padre. De Alemania. Él que ni siquiera había tenido receptor de radio, porque no podía gastar dinero en semejantes lujos, cuando trabajaba en el campo. En la finca La Cocosa. Donde se crío y fue pastor, yuntero y tractorista.
    El televisor era de color. De la marca Grundig. En aquella época, lo mejor de lo mejor. Pero lo veíamos en blanco y negro porque, entonces, ni Televisión Española ni la portuguesa, que se veía muy bien en Barcarrota, mi pueblo, emitían en color. Es curioso porque Televisión Española tenía dos canales, dos cadenas, y sólo nos llegaba La 1. La VHF. La portuguesa tenía otros dos y solamente nos llegaba el segundo. En la portuguesa ponían muchas corridas de toros. Por la noche. Los jueves. Festejos de ocho toros. De rejones. También ponían muchos anuncios de una marca de refrescos llamada Sumol. Laranjina Sumol. Sumol é outra música, decía el anuncio.
    Así fue como nos enteramos de que habíamos tenido un tioabuelo llamado Deogracias. Estábamos viendo el Telediario, mientras comíamos. El informativo le dedicó una noticia al gran director de orquesta austriaco Herbert von Karajan, un astro musical universal, y a la filarmónica de Berlín. Palabras más que mayores.
    - Yo tuve un tío músico –dijo mi madre como si fuese la cosa más normal del mundo. Tocaba en la banda añadió.
    En el contexto del rutilante Von Karajan, con honores de Telediario, de aquellos Telediarios, la noticia nos sorprendió a todos. Nada sabíamos sobre nuestro pariente músico. Hasta desconocíamos su existencia. Inmediatamente le pedimos a mi madre más datos sobre él. Así nos enteramos de que era hermano de nuestra abuela María, no de nuestro abuelo José, y de que se llamaba Deogracias. El nombre, por inusual, acrecentaba el misterio y el interés  que nos había despertado el personaje.
  - ¿Y qué instrumento tocaba? –preguntó mi hermana Maribel.
    - Los platillos –dijo mi madre. Tocaba los platillos en la banda del pueblo.
   La carcajada fue general. Para nuestra mentalidad infantil, por la edad y por la endeblez cultural, los platillos no eran un instrumento musical. Para tocar los platillos en la banda municipal de música de tu pueblo ni siquiera hacía falta ser músico.
    - Con tener cuidado para no pillarse los dedos… dije yo ignorante de mí e inmisericorde con mi desconocido pariente.
    Con los años me enteré de que mi tioabuelo Deogracias Méndez Cuenda, el hombre que tocaba los platillos, tuvo méritos muchos más destacados que el de formar parte de la banda municipal de música de su pueblo. Según fui conociendo su vida aumentó mi respeto y mi aprecio hacia él.
    Además de músico, el hombre que tocaba los platillos, lo que ahora me parece una clara predisposición a colaborar con su población en beneficio de la cultura, Deogracias fue zapatero. Un humilde zapatero remendón. Me lo imagino en su pequeño taller doméstico, cubierto por un mandil oscuro, sentado en una silla baja, con el hondón de bayón. Estaría rodeado por leznas, ovillos de cabo, zerote, tenazas, satines… Todo dispuesto de forma ordenada en pequeños cajetines. De madera. Desportillados. Por aquí y por allá habría hormas, retazos de cuero y de caucho. Albarcas, borceguíes, sandalias, quizá algunas botas altas y hasta zapatos finos a medio remendar se alinearían en algún estante. De las paredes seguramente colgarían láminas taurinas, alguna sobre el cante flamenco y hasta otras de carácter revolucionario. Porque mi tioabuelo Deogracias fue concejal en aquellos años convulsos. Concejal de izquierdas. Trato de averiguar si socialista o lerruxista.
   La debilidad física, las malformaciones corporales, problemas respiratorios o cardiacos es lo que solía condenar de por vida a la pena de la lezna y el cabo a quienes terminaban como zapateros remendones. Por eso trabajaban sentados. Bajo techo. En sus talleres siempre había uno o dos asientos libres. Más que para la clientela, esas sillas estaban destinadas a los amigos. Sin buscarlo ni pretenderlo, en los talleres de zapatería, de aquellas zapaterías, tenían lugar tertulias en las que se debatía largo y sentado sobre política. Es difícil ser de derechas cuando careces de casi todo y tu puchero depende de tu habilidad al manejar la lezna y el cabo porque tu cuerpo no te da para echarte a los caminos a pelear por el sustento. Era muy difícil sentirse de derechas cuando veías a tantas criaturas descalzas porque sus padres, si es que aún los tenían, carecían de los medios necesarios para comprar un par de albarcas o de sandalias de cuero. Incluso unas humildes alpargatas de esparto.
    En cualquier caso, además de tocar los platillos en la banda, de remendar calzado y de desempeñar sus responsabilidades políticas en la Corporación Municipal de Barcarrota, mi tioabuelo Deogracias repartía un periódico. Ignoro cual era. Trataré de averiguarlo. Pero supongo que sería de ideología socialista, anarquista, radical o, incluso, agraria. Aunque los agrarios eran o estaban más cerca de la derecha.
    Por lo demás, Deogracias estaba casado, parece que tenía dos hijas, y era un buen hombre. Mi madre, que entonces era una niña, me contó que su tío la sacaba de paseo, con sus hijas, y les daba de beber a todas en el caño del pilar de El Berrocal, que todavía existe. Seguramente viviría cerca. Se valía para ello de la petaca en la que guardaba la picadura de tabaco. Todo esto lo he contado de forma más pormenorizada en mi libro de relatos titulado ‘Ese gato amarillo, ¿de quién es?’, publicado en Amazon.
    En 1938, este hombre fue fusilado por las huestes franquistas. En Nogales. El pelotón de fusilamiento no sólo terminó con la vida de Deogracias Méndez Cuenda. Se llevó por delante a decenas de personas. Murieron 90, según una de las fuentes que he consultado. Entre ellas había varias mujeres. Sigo investigando, pero por lo que he podido saber hasta ahora las personas asesinadas fueron detenidas en varios pueblos y trasladadas a Nogales. La sinrazón por la que se las fusiló fue dar un escarmiento a los antifranquistas. Al parecer, alguien había matado a un oficial de la Guardia Civil. Creo que a un teniente. Y se pretendió castigar el homicidio asesinando indiscriminadamente a decenas de personas significadas por no ser franquistas. Entre ellas estaba mi tioabuelo Deogracias, que entonces ya no sería, ya no podía serlo, concejal. Ni repartir por las calles un periódico de izquierdas. ¿Por qué se le consideró entonces culpable del crimen? ¿Por remendar zapatos? ¿Por haber sido concejal? ¿Por su ideología de izquierdas? ¿Por haber repartido un periódico? ¿Por tocar los platillos en la banda municipal de música? Seguramente se le condenó sin juicio simplemente por el terrible delito de existir. Casi con total seguridad su crimen fue ese. Fue declarado merecedor de la muerte por el mero hecho de estar vivo.
    El escenario del fusilamiento no se eligió a la ligera. Fue en un enclave llamado, todavía, El Contadero. Está a la salida de Nogales. Entre las carreteras de La Morera y de Salvaleón. El Contadero, llamado así porque según parece allí se reunía al ganado para contarlo, está situado en la base de la Sierra de Monsalud, en la que se escondían mucho huidos. Antifranquistas. Se pretendió sin duda que la vista del fusilamiento y hasta el estruendo de los disparos llegase hasta los maquis que se escondían entre las chaparras de la sierra.
  Los huesos de las personas fusiladas permanecieron décadas enterrados en una fosa común en El Contadero. Hace unos años se excavó el lugar de la masacre y los restos fueron depositados en un pequeño mausoleo construido en el cementerio parroquial de Nogales. El nombre de las personas fusiladas, ignoro todavía si todas, así como una sucinta referencia a las circunstancias de la ejecución, se muestran en unas lápidas de mármol.
    He subido hasta el alto y diminuto cementerio de Nogales, blanco de cal y muy limpio, barrido por la barriga de los vientos, en busca del lugar en el que reposa mi tioabuelo Deogracias. Su nombre está en la lápida principal. No sé qué habrá de él dentro del mausoleo. Prometo visitar este lugar, ahora que sé donde está, cada vez que pueda. No para hacer una reivindicación antifranquista. No a modo de una periódica romería institucionalizada, como ocurre con otras fosas de fusilamiento. Ese tipo de celebraciones, tanto las de un bando como las del otro, me parecen contraproducentes. El odio se alimenta con celebraciones, con discursos y con otros odios. Renovados. Yo, que no olvido ni perdono ni siquiera los pisotones involuntarios, no me había desentendido de mi tioabuelo Deogracias Méndez Cuenda desde que conocí su existencia. Pero tampoco enarbolo su memoria como bandera o pancarta. En mi familia no se hablaba de él, más allá de la anécdota de los platillos, pero según me iba enterando de cosas por fuentes ajenas a la familia, aumentó mi interés.
   Ya lo tengo localizado. En el cementerio parroquial de Nogales. En la cumbre del cerro. Junto al castillo, del siglo XV, que fue de los Suárez de Figueroa, poderosos señores de las hojas de higuera, dueños del ducado de Feria. El camposanto raya con la iglesia de San Cristóbal, del siglo XVI, con ábside en forma de fornido torreón. Está al final de una cuesta que se clava en las piernas y en el pecho y no termina más allá de las nubes, pero casi casi. 
    El ancho mundo que se divisa desde lo alto de este cerro nogalero compensa el esfuerzo de gatear la cuesta para llegar hasta él. Mejor subir y bajar a pie, aunque sea con el cuerpo molido, que en coche fúnebre. Ahí está mi tioabuelo Deogracias, el zapatero remendón y concejal de izquierdas, músico con platillos en las manos, redondos y brillantes como soles, el repartidor de periódicos, junto a sus compañeras y compañeros de martirio, en el cielo de Nogales, a la sombra de la Sierra de Monsalud, fragosa cresta de gallo en la que hubo un tiempo durante el que la libertad, escondida entre las chaparras, se hacía esperanza.

martes, 11 de noviembre de 2025

 El troncomóvil hispano


José Joaquín Rodríguez Lara

https://elpostigodelara.blogspot.com/


La Justicia española no tiene edad. Ni edad, ni sexo, ni clase. Clase social. Por no tener, la Justicia española carece hasta de diligencia. Y tampoco es que se desplace a caballo, como los sheriff del Far West. La Justicia va en trocomóvil. Como los Picapiedra.

    Pasan los años. Prescriben los delitos. Quienes delinquen campan a sus anchas. Libres. Disfrutando de sus botines. Y, con un poco de suerte, les llega la vejez y hasta la muerte antes de que les alcance la Justicia. Se van al otro barrio con los botines puestos. Bailando claqué. Sin haber reparado el daño causado. Dejan atrás a sus víctimas. Indefensas. Desesperadas y desamparadas por la Justicia. Porque la Justicia española tiene más pompa que jabón. Ya se sabe que el jabón resbala. Acelera el movimiento.

  En España, quienes delinquen, la gran delincuencia, no necesita abogados. Les basta con la lentitud, con la torpeza judicial.

    Hay quien dice que la Justicia española es garantista. Pero no es verdad. No te garantiza nada. Ni siquiera que te haga justicia. La verdad es que la Justicia de este país está impregnada del general papeleo nacional; sumergida en la sempiterna burocracia hispana; acogida al castizo vuelva usted mañana que con tanta puntería describió don Mariano José de Larra y Sánchez de Castro, para quien escribir en Madrid era llorar. Imagínese usted lo que diría Fígaro ahora si viviera en Badajoz, esperando que le llegase el tren de la felicidad, con su querida, en todas las académicas acepciones, Dolores Armijo.

    Dolores, el desdén que cargó su pistola aquel malhadado 13 de febrero de 1837. En la calle del desengaño fue. Del desengaño vital. Vulgo calle de Santa Clara. En pleno Madrid de los Austria. A los 27 años.
   Larra, madrileño con raíces en Extremadura, como tantísimos madrileños, no hubiera servido para juez español. Era demasiado eficiente. A pesar de que también tenía raíces portuguesas, que son más pastueñas. 
    ¿Qué pasa con el tren Lisboa-Madrid, vecinos? ¿A qué juez español cargado de puñetas le han encargado ustedes que ponga en marcha de una puñetera vez el futuro peninsular?

lunes, 10 de noviembre de 2025

- Todavía eres lo que más me gusta de mí.

 

martes, 28 de octubre de 2025

La canción del Otoño

José Joaquín Rodríguez Lara

Al final del Invierno, los países nórdicos reciben con patatas cocidas y otros alimentos a las grullas, que llegan de España en cuyos campos se han estado alimentando, desde el final del Verano, con bellotas de las dehesas extremeñas, con maíz de las tierras de regadío y con otros granos.
    En los países nórdicos, el gruar de las grullas, su trompeteo, anuncia la Primavera. ¡El final del frío y el de los hielos!
    Yo acabo de salir al balcón para recibir a la lluvia. Llega del Noroeste, después de haberse alimentado en el Océano. La acaricio mientras me empapa. La recibo con esperanza, porque fecunda a las dehesas y anuncia que empieza el Otoño. La mejor estación del año, la más generosa, la plena de sensata madurez, la de frutos más necesarios. Si no hubiese castañas, bellotas, nueces, piñones..., el año moriría de hambre tras el Verano.
    La lluvia es la canción del Otoño. Y las grullas lo saben.

lunes, 27 de octubre de 2025

Guardiola deja a Gallardo sin piso de soltero


José Joaquín Rodríguez Lara


Doña María Guardiola, que preside el Gobierno de Extremadura, ha tomado la legítima decisión de adelantar la convocatoria de las elecciones regionales al 21 de diciembre. Esto es bueno y malo, a la vez y en igual medida, para Miguel Ángel Gallardo, protagonista estelar en la contratación del hermano de Pedro Sánchez, como coordinador musical de la Diputación de Badajoz cuando la presidía el propio Gallardo.
     Se dice, se comenta, se especula con que el PSOE elegiría a Gallardo senador, por la Asamblea de Extremadura, en sustitución del fallecido Guillermo Fernández Vara. D
urante esta legislatura. Esto acrecentaría su blindaje frente a la Justicia y entorpecería el procesamiento del hermano músico. La disolución de la Asamblea, debido a la convocatoria de elecciones, ya no permite o, al menos, retrasa la designación de Gallardo para ocupar un escaño en la Cámara Alta. También dificulta enormemente la designación de un cabeza de lista sin juicios pendientes que sustituya a Gallardo en la papeleta electoral. Salvo que se haga manu militari, usando el dedo índice como espada de gobernar.
    Se dice, se comenta, se especula con que el sustituto de Gallardo iba a ser el también extremeño Carlos Cuerpo, actual ministro de Economía y de algunos departamentos más. Sacar a Cuerpo del gabinete de Sánchez para hacerlo cabeza de lista y candidato a la Presidencia de la Junta de Extremadura es un buen pretexto para justificar y difuminar una crisis de Gobierno más amplia, ahora que los amigos catalanes aseguran que van a dejar vendido y en la cuneta a Sánchez.
  Sin embargo, todo parece muy precipitado. Demasiadas urgencias. Excesiva improvisación. No está el horno para bollos y hasta las recetas más simples requieren su tiempo para cocinarlas. Así que la convocatoria electoral deja a Gallardo, por ahora, sin piso de soltero en Madrid, tan cerca y tan lejos de la habitación de invitados que seguro hay en el palacio de la Moncloa, pero a cambio le garantiza seguir viviendo del sueldo de diputado por la Asamblea cuatro años más.
     Menos da una piedra, niño.

viernes, 17 de octubre de 2025

Narración escrita y publicada por mi amigo y colega Julián Leal.


UN RINCÓN DEL MERCANTIL

(Dedicado a J. J. Rodríguez Lara)


Conocí a Joaquín una noche. De invierno, supongo, porque recuerdo que hacía frío y la ciudad parecía como dibujada en papel de estraza, como ese que los carniceros utilizan para envolver la mercancía. Todo adquiría ese color gris de ceniza y quedaba sin contornos, casi disuelto entre el vaho de una espesa niebla. Sólo al llegar a la puerta del Mercantil se podía distinguir la luz de neón que rotulaba su nombre. Dentro del local, el ambiente no era muy diferente al de la calle. Una espesa capa de humo flotaba ondulándose sobre las cabezas de los clientes, los habituales de madrugada. Yo había llegado poco antes de que él apareciera y me acodé en el rincón en que solía refugiarme. Le vi entrar con ademán resuelto, enfundado en un sombrero de ala ancha, con su gabardina desabrochada y con un envoltorio de periódicos bajo el brazo. No distinguí bien su cara, porque mis gafas estaban tan empañadas como la noche y tan pastosas como el suelo del bar. Ya había visto lo suficiente y no me preocupaba de limpiarlas.
        El recién llegado se recostó en la barra y apoyaba su pierna en el taburete sobre el que puso el fajo de periódicos y su sombrero. Desprendido de él bajo y bajo los focos de luz pude leer su cara en la distancia. Ojos vivos, nariz achatada y barba recortada en un rostro redondeado de rasgos achinados. Ése es un sabueso, murmuré en voz baja antes de agotar de un trago la cerveza.
     -Es un periodista, me corrigió Lucky atento siempre a mis necesidades, mientras arrancaba la chapa de una nueva botella de Budweiser.
      -Es un sabueso, insistí. Será un periodista, pero de ésos que olfatean la noticia y no descansan hasta arrancarla a dentelladas y conseguir su presa. Pero parece de fiar, buen muchacho, dije con un golpe de hipo.
         -Sí, es un gran tipo, apostilló Lucky.
       Policías, periodistas, detectives...los mismos perros con distintos collares. Sabuesos. Podía identificar a los de esa raza a distancia y sin ver. Sé dónde suelen husmear y adónde acostumbran a acudir cuando siguen algún rastro. Los bares como el Mercantil son buenos caladeros donde echar las redes para captar confidentes y pescar noticias frescas. En esos lugares siempre hay gente dispuesta a hablar de más y revelar algún secreto a voces por unas copas. Sabuesos. Les conocí bien en los tiempos en que trabajaba para El Polaco, un tipo sin escrúpulos y sin estómago que fabricaba fiambres por encargo y podía tragárselos si convenía para ocultar el cuerpo del delito. Fue en esa época, ya hace años, cuando empecé a notar muchos huecos en la boca y mi nariz quedó aplastada con la rotura del tabique nasal. La vida me ha dado muchos golpes por cuenta ajena. Ahora los únicos dientes que me quedan son los de mi peine y éste ya no tiene cabellos que alisar.
     -Por los viejos tiempos, dije balbuceando en un brindis conmigo mismo alzando el botellín
   En aquel momento nuestras miradas se cruzaron. El periodista me descubrió en el rincón y pensó que tal vez yo sabía algo del caso que traía entre manos. Algo susurró a Lucky por que vi a éste inclinarse y pegar su oído a la boca de Joaquín. El camarero meneó la cabeza en sentido negativo. Seguramente intentaba invitarme para entablar conversación y hacerme alguna pregunta. Y yo, Lucky lo sabía, no me prestaba a eso. Ya no estoy para nadie. Ni siquiera para Susan, quien a pesar de todo aún está dispuesta a recogerme y a prestarme su cama las noches que me dejan tirado a la puerta del Mercantil. Ahora el único cuello que sé abrazar es el de la botella y la única boca que beso es la que puede proporcionarme un chorro de cerveza.
        -Ponme otra, Lucky.

lunes, 13 de octubre de 2025

 Vivir entre ramblas


José Joaquín Rodríguez Lara

https://elpostigodelara.blogspot.com/


Anoche, mientras la madrugada daba sus primeros saltos sobre las paseras de algodón para vadear el río de las sombras y cruzar hasta la orilla de un nuevo día, vi que el cielo se iluminaba con fogonazos blanquísimos. Más blancos, incluso, que la cara de la Luna, asomada en cuarto creciente, como quien se despierta y continúa en la cama, aguardando a que algún empujón de la voluntad le ponga en pie. La tormenta estaba alta y lejana. Allá por El Charco. Hacia el Atlántico. En el Oeste. Se veían las explosiones de luz, pero no los relámpagos. Tampoco oí truenos. Aquella tormenta me pareció una solitaria bombilla que pendiera de un hilo eléctrico y se encendiese brevemente según la zarandease el viento. Destapé los caños para prevenir inundaciones. Pero no llovía. Esta mañana, los sumideros estaban tan secos como ayer.  Mientras tanto, en el Levante, continuaba lloviendo a mares.
        En días así siento que nos han secuestrado la lluvia. Que amarran las nubes a la otra orilla para ordeñarlas con avaricia hasta dejarlas secas. Luego, cuando llegan hasta nosotros, si es que logran escapar del corral en el que las encierran y se nos acercan, vienen ya con poca leche. Sin agua.
        Lo que más me asombra es que tanto la mucha lluvia como su carencia les destroza la vida a quienes viven mirando al cielo. ¿Qué esperan que ocurra si habitan entre ramblas?