sábado, 11 de diciembre de 2010


Unión de consumidores

José Joaquín Rodríguez Lara


LA escasez de azúcar causa miedo. No es un descubrimiento científico realizado con ayuda de la Nasa y la presencia, testimonial, de un investigador español (catalán para más señas), es una noticia periodística de ayer, de hoy y de mañana. Algunos supermercados portugueses están racionando la venta de azúcar debido a que 'el oro blanco' escasea -al parecer en Portugal existe un problema de refino y, consiguientemente, de distribución- y las amas de casa lusas compran azúcar aunque no la necesiten, no vaya a ser que se acabe y no puedan cocinar sus bolachas y pasteles navideños, con lo que agravan el problema y acentúan el racionamiento. Es la 'burbuja del azúcar', se compra al precio que sea aunque no se precise; algo así como el 'globo inmobiliario' que nos hundió en el lodazal de la crisis, pero en dulce y sin hipoteca. Aunque, eso sí, engorda.

El azúcar siempre fue un producto muy sensible. Durante los tiempos del estraperlo -si el asunto no le suena, es inútil que lo busque en la Wikipedia, pues el estraperlo o se sufrió o es difícil de comprender- y las cartillas de razonamiento -más de lo mismo-, regalar medio kilogramo de azúcar era un gesto de extrema generosidad o de miseria extrema, que los extremos se tocan como puede verse, y más en Extremadura. Había familias que tomaban el café -la achicoria- a palo seco para regalarle a la señorita, al amo, a los de la 'casa grande', a los dueños del cortijo, en definitiva, el azúcar que se ahorraban en cada sorbo. Endulzar el paladar de los ricos, aún a costa de la amargura propia, siempre fue una propensión común entre la más común de las gentes.

Los dueños de Cuba -que no es una isla, sino un azucarero con forma de lagarto verdinegro- los amos, los hermanos Castro -que son lagartos verdinegros aislados en su amargo desvarío revolucionario-, le racionaban el azúcar a las muchachas quinceñas que soñaban celebrar con un pastel su fiesta de los 15 años, un hito con gran predicamento tanto en el Caribe como en otros lugares de Latinoamérica. Lo paradójico es que, hasta en el país del ¡asúcar, Selia, asuquita!, escaseaba el dulce que tanto se pregonaba.

Un dulce que en Badajoz fue utilizado por alguna gran superficie (ya he empezado a leerlo, Pilar) como gancho para atraer clientes; muchos de ellos, portugueses, que llegaban en masa a comprar azúcar a mitad de precio. Una gran operación de mercadotecnia. Por las cajas registradoras salían carritos rebosantes de dulzor camino de los hogares previsores. Ahora engordan la clientela con bonificaciones en el precio de los carburantes, pues a pesar de abaratar el azúcar, algunos maridos iban a comprar a regañadientes, pero bajando el precio de la gasolina, los hombres empujan con entusiasmo el indómito carrito del híper aunque a la mujer le salgan el ¡asúcar! y la salsa hasta por los andares, como si fuera Celia Cruz.

Es de suponer que el racionamiento del azúcar en Portugal acreciente el número de vecinos que cruzan la raya para aprovisionarse en España de bacalao, de gasóleo y de otros productos de primera necesidad. Extremeños y alentejanos tenemos un objetivo común: llenar el carrito de la compra. El consumo está haciendo más por la unidad ibérica que todas las declaraciones políticas. Temo que los portugueses descubran la dulcería de Marabé. A partir de ese día no los echarán de Barcarrota ni la Guardia Civil. Los mejores merengues tienen los días contados. Y no es por el Barça.

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