miércoles, 27 de mayo de 2009


El retrato de Gray


José Joaquín Rodríguez Lara


ANDA Florentino con su 'casting' de entrenadores para elegir a uno cuya elegancia haga juego con los trajes de Valdano, que nunca tuvo la imagen artificial tanta importancia social como ahora. Ni cuando las gentes se teñían de ocre, con óxido de hierro, grasa y sangre, y se perforaban el tabique nasal, las orejas y los labios con huesos, trozos de madera, metal o cerámica. Tampoco en el Egipto de Cleopatra y sus baños en leche de burra; ni en el Japón imperial, empeñado en atarle con vendas los pies a sus niñas por la excitación sexual que le causaban, y parece que todavía le causan, las mujeres de pies diminutos. Ni siquiera en aquellos pueblos, que alargan el cuello de sus chiquillas insertándoles arandelas de bronce bajo el mentón para convertirlas en 'jirafas' cautivas.

Jamás se acicaló tanto la fachada humana ni se usó con tal frivolidad la imagen como valor contante y sonante. La industria de la belleza genera millones de millones en afeites, cirujanos, moda, dietas, gimnasia, tatuajes, 'piercings' y demás tratamientos psicológicos. No importa que el sueldo se vaya en potingues, ni pagar operaciones a plazos, ni cambiar la comida por el vestido, ni matar el hambre de una dieta con otra, ni desaparecer bajo arabescos de tinta, ni tampoco pagar el gimnasio aunque no se use y se le cause un problema de suministro eléctrico al país, pues todo el mundo sabe que las máquinas de los gimnasios no funcionan con electricidad, sino que la producen y sus kilovatios se venden a buen precio. Son mini centrales eléctricas movidas por criaturas que están gordas o se lo creen y encima pagan. A los hámsters, al menos, la gimnasia les sale gratis.

Pero nada es poco para sentir que te ven mejor. «Aprieta, aprieta», le ordena la 'señorita Escarlaaata' -protagonista de 'Lo que el viento se llevó'- a su esclava Mammy, que le ciñe el corsé hasta dejarla sin respiración poco antes de que la joven se encuentre con Rhett Butler. Es tan asfixiante la presión social que se valora a las personas por su imagen y no por su honradez y su capacidad profesional. «Las cajeras de este supermercado son más guapas que las de aquel otro», comentaba un amigo, tan bueno entre los mejores que no ejerce de santo por falta de peana, pero se ha sacado la oposición y está a la espera de plaza. Ni amables, ni eficientes, ni listas, ni altas, ni bajas, ni rubias de camomila ni morenas del bote: «guapas», como las recogepelotas de Madrid, que el deporte ya no es salud, sino belleza.

Florentino, que como Dorian Gray -el personaje de Óscar Wilde- se desinfló tras apuñalar a su propio retrato, porque le mostraba calvo, mofletudo, barrigón y con bigote como si fuera Del Bosque, busca de nuevo a alguien que le haga sentirse un ser superior. Chandaleros, abstenerse.

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