jueves, 31 de enero de 2013

Jueces para salvar la democracia


José Joaquín Rodríguez lara


El problema no es la corrupción, sino sus daños colaterales; la tragedia no es que alguien nos robe, nos exprima y encima se dé la vida padre, sino que arruine la democracia con nosotros dentro y al hacerlo nos expropie un sistema político que nos costó sangre, sudor y lágrimas a casi todos.

Lo terrible no es tener a un yerno a las puertas del banquillo, ni a un asesor imputado -que no acusado- ni a una hija en el punto de mira de la sospecha, sino que conductas presuntamente delictivas de unos y nada edificantes de otros pongan en serio riesgo la aceptación popular del sistema monárquico. Aunque se aproveche la conducta dolosa del esposo de una infanta para defender las bondades de la república frente a la monarquía, como si los jefes de un estado republicano no tuviesen yernos, cambiar de régimen no es cambiar de chaqueta. En plena tormenta, a pocas personas se les ocurre derribar su casa, porque no les guste la decoración o la orientación de las ventanas, para construirse otra de la que ni siquiera tiene los planos. Con el añadido de que, además de fervientes republicanos, aquí también hay muchos totalitarios, tanto de derechas como de izquierdas, que igualmente desean hacer de España una casa nueva.

A los corruptos, sean quienes sean y tengan los títulos que tengan, se les puede y se les debe procesar, juzgar y condenar, aplicándoles la pena que les corresponda porque la ley debe distinguir entre conductas, pero no entre personas. El dinero se podrá recuperar o no, pero aun siendo muy importante, sobre todo con la crisis que sufre España, no es lo más valioso. Lo que de verdad importa es el país en el que vivimos, una España que en estos momentos es zarandeada por todas las lacras habidas y por haber.

Lo que está ocurriendo es nauseabundo para todos, pero hay quien se tapa la nariz y aprovecha la peste que confunde a los demás para encaramarse sobre las miserias del contrario. La política no es ajena a la lucha de los genes por la existencia. Estamos inmersos en una guerra sin cuartel. El hedor es tan profundo y el espectáculo resulta tan dantesco que de nada sirven ya las palabras grandilocuentes ni los solemnes compromisos políticos. Ninguna persona públicamente acusada de corrupción, con pruebas verídicas, inventadas, compulsadas o sin compulsar puede ya recuperar su buen nombre con el mero desmentido la acusación y declarándose inocente: tendrá que probarlo y, seguramente, tampoco así conseguirá eliminar algún atisbo de sospecha.

Los políticos y sus aledaños ya no pueden lavar los trapos sucios con pactos, comisiones y discursos. Deben intervenir los tribunales de justicia, investigando a fondo y con celeridad. Y hacerlo al menor barrunto de delito, afecte a quien afecte. Los privilegios jurídicos que amparan el ejercicio de la política están obsoletos. El estatus de aforado tiene sentido cuando opinar o manifestarse libremente puede ser delito, pero no cuando se roba, se extorsiona, se soborna, se blanquea dinero y se cometen otras tropelías que nada, absolutamente nada, tienen que ver con el digno ejercicio de la política. Tener que recurrir al suplicatorio para juzgar a un aforado, al que habría que vigilar día y noche para cazarlo y detenerle en flagrante delito, entorpece la acción judicial y beneficia al político delincuente, pero no a los ciudadanos a los que representa ni tampoco a los políticos honrados.

Este país se ha convertido en una pocilga en la que ni andando de puntillas se está libre de mezclarse con los excrementos. Hay que limpiar de una vez la porquería. Si los jueces no entran de forma decidida y a fondo en el problema, la mierda terminará por ahogarnos.

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