miércoles, 26 de junio de 2013

La fiesta de los sentidos

José Joaquín Rodríguez Lara


Su extraordinaria capacidad de adaptación al entorno social, por muchos cambios que el mismo pueda experimentar, es una de las virtudes que explican la pervivencia del cristianismo y de las iglesias cristianas durante más de 20 siglos. Y la religión cristiana no solo ha sabido adaptarse a las circunstancias particulares de cada lugar y de cada época, sin perder su esencia en el trance, sino que ha ido tomando en cada momento lo que le interesaba de cada situación, transformando lo que podría ser un motivo de riesgo en fundamento de su fortaleza. Los cultos precristianos, las deidades que la Iglesia consideraba paganas y hasta los fenómenos naturales han sido cristianizados sin excepciones, desde el portal de Belén con su famosa ‘estrella de Navidad’, hasta hoy.

En ocasiones la cristianización se hizo sobre bases muy débiles y hay santos, cuyo origen se remonta a las creencias romanas, de los que se sabe su nombre y poco más. Pero otras veces, la cristianización se ha realizado sobre realidades naturales innegables. Es el caso de los solsticios, esos momentos del año en el que el día y la noche vuelven la esquina de las horas y los días empiezan a tener más o menos luz solar. En el hemisferio norte, el solsticio de invierno se registra el 21/22 de diciembre. A partir de ese momento, el día empieza a ganarle minutos a la noche, aunque la falta de luz artificial llevó a los antiguos a adelantar el cambio de ciclo al día 13 de diciembre, festividad de santa Lucía, que ya anuncia la luz con su propio nombre. ‘Por santa Lucía mengua la noche y crece el día’, asegura el refranero.

El solsticio de invierno era importante para quienes no tenían más luz que la del sol y la del fuego, pues la Luna y las estrellas sólo dan para andar a tientas, así que no puede extrañar que el nacimiento de Cristo, ‘la luz de los pueblos’, se vincule a ese paso de la noche al día y se fije en la noche del 24 al 25 de diciembre. No puede extrañar salvo porque, según los textos cristianos, el niño Jesús fue adorado por los pastores que estaban con sus rebaños por los campos, lo que no es muy usual durante los fríos días de diciembre, ni siquiera en los páramos de Judea.

El solsticio de verano, cuando el tiempo de luz solar empieza a reducirse, se produce el 21 de junio. Es un hecho importante, muy celebrado desde la más remota antigüedad, pues es cuando se registra ‘el día’ más largo y la noche más corta de todo el año. Hay muchos ritos -sobre el amor, sobre la buena suerte, sobre el fuego, el agua, etcétera-, asociados al solsticio de verano que se mantienen a pesar del paso de los siglos.

La tradición cristiana sitúa próxima al solsticio de verano la festividad de san Juan Bautista, que como es sabido se celebra el día 24 de junio. San Juan Bautista, el precursor de Cristo, es el santo de más renombre de los que se festejan por esas fechas, así que no resulta extraño que se asocien a su festividad celebraciones, como saltar sobre el fuego, mojar las varas en agua, como se hace en Zafra, recolectar plantas para propiciar el amor y otras prácticas que pudieran parecer impropias de las creencias cristianas y que se solapan entre el solsticio y la festividad de san Juan.

Para los antiguos griegos, el solsticio de verano era una de las ‘puertas’ del año, la ‘puerta de los hombres’, en contraposición al solsticio de invierno que era considerado la ‘puerta de los dioses’. Los dos resultaban confluencias claves para las comunidades rurales, pero especialmente el solsticio de verano, la festividad de san Juan, cuando todavía están a medio recoger los principales alimentos para todo el año y otros inician su proceso de maduración. ‘El agua de san Juan, quita vino y no da pan’, advierte el refranero.

En la capital pacense, que vuelca la mayor parte de sus creencias religiosas sobre su patrona, la Virgen de la Soledad, sobre la patrona de sus campos, la Virgen de Bótoa, y hasta sobre la esperanza de sus más difíciles aspiraciones, san Judas, todas o casi todos los rituales asociados al solsticio de verano han sido diluidos por la fuerza de la celebración del patrón de Badajoz, de la festividad de san Juan Bautista, al que la ciudad dedica su catedral, un templo parroquial, una calle… y su Feria; la Feria y las consiguientes Fiestas de San Juan.

Decenas de miles de personas pasan cada año por la feria pacense.
(Imagen publicada por extremadura.com)
De la Feria, entendida como mercado de frutos, productos y animales, queda poco, pues la ciudad, que un día se atalayó en el cerro de la Muela para defender el vado del Guadiana y más tarde se convirtió en muralla fronteriza para controlar el llano, es hoy una plaza abierta como pocas, una avanzadilla comercial, un escaparate desde el que se abastece de bienes y servicios al suroeste ibérico, así que ya no existiría si hubiese centrado su oferta comercial en unos pocos días del año. En Badajoz todos los días hay cosas que comprar y que vender.

Pero las Fiestas de San Juan mantienen su vigencia, no tanto como principal pretexto para la diversión, pues no hay mejor pretexto para divertirse que estar vivo, sino como motivo de reencuentro. Toda fiesta conlleva inexcusablemente la concentración de personas, y a más gente, más fiesta, pero en las Fiestas de San Juan lo importante no es estar, sino reencontrarse. La Feria de San Juan es un cruce de caminos. En sus fiestas patronales, la ciudad de Badajoz se vuelca sobre sí misma, se reencuentra con sonidos, colores, olores, sabores y personas que constituyen la esencia de su personalidad. Cada cual es cada cual y cada quien tiene sus razones, pero todos tienen alguna. Incluso quienes huyen de la Feria para no revivir algo que les molesta.

Salvo los debutantes, no se va a la Feria en busca de lo nunca visto, de lo no vivido, principalmente se va para reencontrarse con lo que se vivió, porque más que una puerta abierta a la calle, las fiestas patronales pacenses son una ventana que se abre al interior, al corazón de la ciudad, incluso cuando el corazón parece latir fuera del pecho. Hay mucho de rito iniciático en la Feria, desde los toros hasta los cacharritos, desde las tapas hasta los bailes, desde el día hasta la noche, desde las casetas hasta los bares del centro.

La Feria es una suerte de solsticio personal en el que la niñez abre los ojos y se suelta de las manos de sus mayores y la adolescencia se hace adulta y la vejez juega a ser niña. Son unas horas, unos días en los que se entremezclan las edades y hay personas mayores que disfrutan comiendo chucherías como el algodón de azúcar o disparando en las casetas de tiro, y criaturas que se sienten mayores al volante de los coches eléctricos o experimentando el vértigo de cualquiera otra atracción, sea mecánica o de carne y hueso.

Es esa exaltación nostálgica del goce de los sentidos lo que la mantiene viva y lo que justifica la existencia de la Feria de San Juan y de cualquier otra fiesta patronal. Ofertas de diversión hay todos los días en cualquier parte y nunca faltan en ciudades tan habitables como Badajoz; oportunidades para reencontrarse con lo que un día nos hizo felices, hay menos.

La Feria es el pretexto que llega todos los años a Badajoz con el solsticio de verano, la puerta abierta a la felicidad de las personas, el reencuentro con la festividad de san Juan Bautista, con las atracciones y los olores, los sabores, los colores, los sonidos y las texturas de siempre. Porque la feria no cambia, cambian las circunstancias en las que se desenvuelve y ella se adapta a esos cambios. Ese es el secreto de su pervivencia.

(Artículo escrito para la revista de la Feria y Fiestas de San Juan, 2013, 
del Ayuntamiento de Badajoz)



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