sábado, 20 de julio de 2013

Obra, fulgor y muerte de El Brujo


José Joaquín Rodríguez Lara


Encarnó y encandiló a media España con Búfalo, el entrañable limpiabotas que le daba réplica a Paco Rabal en la serie de televisión 'Juncal', una de las mejores obras de ficción emitidas en España; incluso mejor que muchas tertulias y telediarios.

Búfalo y Juncal en plena faena. (Imagen arrancada a la memoria histórica de este país)

Asombró a la otra media, a la España que no cree en asombros, dándole vida a Rogelio el Rojo, en 'La taberna fantástica' de Alfonso Sastre, obra que se mantuvo en cartel como si fuese una lúcida e interminable borrachera.

Rogelio el Rojo, con Agustín González en la versión cinematográfica
de 'La taberna fantástica', de Alfonso Sastre.
(Imagen tomada prestada de www.dailymotion.com)

Se ha metido en la piel del Lazarillo de Tormes, de el avaro, de Molière, de san Francisco, que por fin tiene un papa digno de su nombre, y ha vivido dentro de tantos y tantos personajes que el simple hecho de enunciarlos haría de este artículo un listín telefónico.

Pero, ya no. Rafael Álvarez el Brujo ya no es un actor que dé vida a personajes, ahora es un personaje que -una vez y otra y otra y otra- le da vida a un actor, a Rafaél Álvarez el Brujo. Vida nutricia, con sus garbanzos, sus habichuelas y demás caldos prosaicos, y, sobre todo, vida artística, cultural, incluso vida espiritual, vida lírica. Sabido es que la prosa puede dar de comer, especialmente si es gorda, a quien sepa manejarla, que en el teatro se hace como que se come y que la lírica es enteca, tan flaca de carnes que apenas si da para sostener el espíritu de los poetas, y no de todos.

Su actuación en el Festival de Teatro de Mérida ('El asno de oro', de Lucio Rafael Álvarez Apuleyo), viene a confirmar que el Brujo ya no es un hombre de teatro, sino un espíritu que emana de las tablas -de la arena en este caso- y flota sobre el escenario porque ha dejado de ser un actor y se ha convertido en un personaje que está por encima del bien y del mal. Él lo sabe. Y el público, su público y el público agregado a su público, lo sabe, lo asume y lo desea.

Con su melena cana y su capacidad de hacer prodigios con la ficción, Rafael Álvarez el Brujo es el Gandalf del Festival de Teatro Clásico de Mérida. A uno no le extrañaría verle, el verano menos pensado, haciendo de Medea, la gran señora del Festival, precursora, por tantas cosas, del caso José Bretón. 

Saludo al respetable. (Fotografía tomada por Jero Morales
 para el Festival de Teatro de Mérida)
Aparece en la escena del Teatro Romano de Mérida como si fuese un cruce entre Albert Einstein y Eduardo Punset, aunque ya quisieran ambos tener su pelambrera, vestido con un chaqué blanco de verano, tal que si se hubiese disfrazado de Plácido Domingo para cantar la del manojo de rosas. Pero no canta, hace como que baila, y no poco, pero tampoco baila. El público le recibe con una ovación simplemente por aparecer, por estar y por ser, y comienza el espectáculo. A ratos, Rafael Álvarez se dirige a los presentes como lo hacían los payasos de la tele en la tele de los payasos, con la familiaridad de quien conoce bien los recovecos mentales del respetable; otras veces parece un humorista que, conjugando la literatura, la historia, el presente y los imprevistos propios de cualquier representación, amasase un monólogo para cebar con él a una concurrencia hambrienta de chistes; durante buena parte del espectáculo está muy por encima de Dustin Hoffman en la película 'Lenny', muy distinguida obra sobre el humorista norteamericano Lenny Bruce, en la que ni siquiera Valerie Perrine alcanza el grado de sensualidad logrado por míster Álvarez cuando evoca a la lozana Fotis, un rollete de cuando todavía no era burro.

Sobre la escena, unas veces púlpito y otras altar, Rafael parece un sacerdote que predicase una fe en la que no cree, un evangelizador empeñado en convencernos a golpes de su propia incredulidad. Se burla del teatro clásico y de quienes hacen teatro clásico al modo de Blanca Portillo, anterior directora del certamen a la que cita varias veces, se carcajea de los antiguos dioses y de los actuales corruptos, dioses de nuevo cuño, se ríe del público y de él mismo en una función que a veces hasta parece teatro y siempre es pura reflexión, un espejo que refleja la vida. Porque el teatro, él lo afirma claramente, es reflexión y reflexionar debe servir para poner manos a la acción. "Si no es así, ¿para que venimos al teatro a reflexionar?".

Una invitación a reflexionar. (Fotografía de Jero Morales
 para el Festival de Teatro de Mérida)
'El asno de oro' invita sin duda a meditar sobre el teatro, sobre la política, sobre los dioses, sobre la corrupción y los retorcidos mecanisnos que incitan a la risa cuando deberían arrastrar al llanto, pero no da pistas sobre la acción derivada de esa reflexión, salvo, si acaso, la conveniencia de tomarse lo inevitable a pitorreo. ¿Cómo no va a haber corruptos ahora, si los antiguos dioses ya corrompían a los hombres?, es uno de los mensajes. ¿Y cómo hacer frente a esa corrupción tan desdentada, por vieja, y tan voraz, por moza? La obra no muestra el camino, aunque anuncia que será difícil recorrerlo. Bajar al infierno es fácil, sus puertas siempre están abiertas, pero salir de él, emerger es dificilísimo, advierte. 

En una entrevista con Rocío Entonado en El Periódico Extremadura, Rafael Álvarez se muestra más explícito: "Hace falta crear nuevos dioses, que es crear todo un sistema de pensamiento y de valores y un orden del mundo completamente diferente. Ahora el listo es el que roba y tenemos que crear un orden de valores donde se demuestre científicamente y de una manera irrevocable que el que roba no es solamente un ladrón sino un tonto, porque genera pobreza, desastre y calamidad.".

Detalle de la coreografía. (Foto tomada por Jero Morales
 para el Festival de Teatro de Mérida)
Hablar en España, aquí y ahora, de corruptos y de corrupción, y hacerlo ante autoridades a las que por un lado se aplaude y por el otro se zahiere, posiblemente sea tan oportuno como oportunista, pero en cualquier caso merece la pena ir al Teatro Romano de Mérida y sentarse ante 'El asno de oro'. No por el Teatro, tampoco por el teatro, ni por la reflexión que el teatro suscita en ese Teatro, ni mucho menos por la invitación a actuar contra la corrupción, por Rafael Álvarez, simplemente, por ese brujo que hipnotiza con sus sortilegios, que emboba con sus aspavientos. Si no lo ha hecho ya, vaya a verlo, hágalo antes de que a Rafael Álvarez lo arrolle el brujo que lleva dentro y salga de la escena, no ya como un espíritu taumatúrgico, sino como un pelele, como una rehilandera de trapo pinchada en los cuernos de un personaje, su personaje. No sería el primer caso, ni tampoco el último. Es una advertencia para incrédulos.

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