sábado, 7 de septiembre de 2013


Donde no hay patrón, alegría

José Joaquín Rodríguez Lara

Septiembre es el mes que une las dos orillas del año, el que zarpa del estío con las bodegas repletas de grano y atraca en el otoño para fecundar los nuevos barbechos.

Porque el año no comienza en enero; en enero empieza el almanaque. Ni tampoco termina en diciembre; en diciembre concluye la vendimia, con el recuento de las uvas.

El año comienza en septiembre, en el mes que navega la espuma de los días y se balancea festivo sobre las noches, como un galeón de feria colgado de una remota alcayata estelar. O, mejor aún, como una cuádriga gobernada por el campeón lusitano C. Apuleius Diocles, el más portentoso auriga que recuerdan los circos del Imperio Romano, un deportista que algún día tendrá una gran estatua en Mérida. Septiembre es el mes angular de los calendarios, la clave de bóveda del año, la parada y fonda de los afanes; el mes de las vírgenes, de los cristos y de las fiestas patronales.

Un mes que rompe las olas con la Feria de Mérida y anuncia lo que dará de sí el año con la Feria de Zafra. Desde San Sixto a San Miguel, todo son fiestas. Ferias de vírgenes como Nuestra Señora del Soterraño, que reina en Barcarrota sobre el bendito agua de un asombroso manantial que aflora bajo el altar mayor de su templo; o ferias de cristos, como las del Santísimo Cristo de las Misericordias, que procesiona por Salvatierra de los Barros en el río de fuego que forman sus devotos hermanos, que fluyen por las aceras enarbolando antorchas.

Pues, en un mes lleno de celebraciones en honor de vírgenes como la de Guadalupe, patrona de Extremadura, y de cristos como Nuestro Padre Jesús Nazareno, al que al mediados del mes septembrino dedica sus fiestas patronales la cercana localidad de Villagonzalo, Mérida celebra su Feria sin vincularla a una advocación religiosa concreta.

Emeritenses celebrando la feria bajo el arco de Trajano.
(Fotografía publicada por El Periódico Extremadura)
Mérida, tan devota de La Mártir, su idolatrada santa Eulalia, Mérida que a pesar de su carácter eminentemente industrial, administrativo y de servicio, no se olvida de san Isidro, humilde patrón de los campos, Mérida, en la que por romana, augusta y capitalina se rindió culto a divinidades tutelares de Roma –Proserpina, Ceres, Augusto…- y de otras deidades, como Mitra, provenientes de los rincones más lejanos del Imperio, esa Mérida, patrona de las Mérida del mundo, celebra su Feria a palo seco, sin santa ni santo ni virgen ni cristo titular del festivo patronazgo. ¿Será por una escrupulosa tolerancia con las creencias ajenas o acaso se debe al respeto insobornable que Mérida le tiene a su Mártir, la santa devoción de los emeritenses devotos?

Desde luego no debe de ser por descreimiento. No puede ser descreída una ciudad cuyo Cabildo Municipal votó y juró, en el año 1620 defender la inmaculada concepción de la Virgen María y, casi 400 años después, sigue renovando ese voto con idéntico celo. Con tener mérito la perseverancia municipal emeritense, asombra que, además, en semejante asunto se adelantase al mismísimo Vaticano, pues la Purísima Concepción, defendida desde antiguo por grandes figuras de la Iglesia, no fue declarada oficialmente dogma hasta dos siglos y pico más tarde, en el año 1854, por el papa Pío Nono (IX) en su bula ‘Ineffabilis Deus’.

Tampoco se deberá la falta de advocación religiosa de la Feria emeritense a un hartazgo eclesiástico de la Concejalía de Festejos, pues tanto las autoridades como la ciudadanía de Mérida se vuelcan con la celebración de su Semana Santa, una de las más impresionantes por sus pasos y sus escenarios. Ni menos aún puede deberse a la falta de candidaturas con suficiente peso para desempeñar el patronazgo de la Feria emeritense, pues ahí están los nombres de Nuestra Señora de la Antigua, de María Auxiliadora, del Cristo del Calvario…

Más bien hay que sospechar que, en una ciudad romana, como es Mérida, seguramente el origen de tan inusual orfandad patronal esté en el firme convencimiento que tienen los emeritenses de que hay que darle a Dios lo que es de Dios, y al cuerpo (usted puede leerlo con música si le apetece), alegría, sana alegría.

Las fiestas son precisamente eso, una invocación general a la alegría. Disfrútelas si le dejan.


(Artículo publicado en la revista de la feria de Mérida, septiembre del 2013)

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