jueves, 19 de diciembre de 2013

La losa que aterriza


José Joaquín Rodríguez Lara


Hace aproximadamente 7.000 años, hacia el 5000 antes de Cristo, gentes que vivían en la fachada atlántica europea, en lo que hoy es el Alentejo portugués y la Extremadura española, empezaron a construir dólmenes con las lanchas de granito que tanto abundan en esta parte de la península Ibérica. Y los construyeron tan bien y con tanto afán que, 9.000 años después, aún perduran. El megalitismo es uno de los primeros fenómenos culturales que vertebran Europa, repitiendo materiales, técnicas, finalidades y misterios por todo el oeste y el centro del continente, además de por el norte de África, en un trasiego de mitos y de gentes que convirtió en caminos las trochas abiertas por los animales. Miles de años antes de que Bruselas se convirtiese en el hipotálamo de la unidad europea, ya había en Europa gentes que se movían por el continente interconectando sus territorios.

En Europa se conocen decenas de miles de dólmenes, aunque son muy pocos los que están perfectamente excavados, estudiados, protegidos de los agentes que puedan dañarlos, bien señalizados y explotados, en el más noble sentido del término explotar, como recurso artístico, cultural, antropológico y turístico. Suelen ser el vestigio visible más antiguo que demuestra la ocupación de una zona por sociedades humanas, pero la mayoría de las veces reciben infinitamente menos atención de las autoridades, de las instituciones y de la ciudadanía cultivada que otros monumentos menos antiguos, significativos y singulares. De la mayoría de los dólmenes, término que en la lengua bretona significa mesas de piedra, se preocupan más quienes nada o poco saben de su origen y los llaman casas de brujas, del diablo o de moros, que los organismos locales, regionales, estatales y comunitarios que deberían cuidarlos.

Dolmen de La Lapita, en Barcarrota (Badajoz).
(Imagen publicada por abc.es)
Extremadura cuenta con un número considerable de dólmenes y otros monumentos megalíticos, pues forma parte de un área luso-hispana en la que la cultura de los megalitos tuvo un enorme auge. Diversas rutas de senderismo llevan a muchos de esos monumentos prehistóricos, como ocurre en la zona de Valencia de Alcántara (Cáceres), o no es difícil acceder a ellos, aunque no existan rutas tan bien señalizadas, como sucede en Barcarrota (Badajoz). En otros casos, los dólmenes pasan desapercibidos, como si el abandono hubiese apagado el misterio de unas piedras que llevan milenios hablándole al cielo con sus bocas desdentadas.

Y los dólmenes no fueron construidos para pasar desapercibidos; todo lo contrario, quienes los construyeron los levantaron para que fueran vistos, incluso desde lejos. Además de tumbas colectivas, en los dólmenes había algo de obstentación tribal. Marcaban el territorio, indicando que allí había un grupo de personas fuertes, numerosas y lo suficientemente bien organizadas para levantar un monumento funerario colectivo que exigía un considerable esfuerzo. A los constructores de los dólmenes les interesaba que sus vecinos viesen su fortaleza como pueblo o el poder de sus caudillos, por eso los levantaron en lugares prominentes o en encrucijadas, sin importarles demasiado desde cuan lejos tendrían que arrastrar las piedras.

Arrastre de un menhir de 13,5 toneladas deslizándolo sobre troncos.
(Fotografía publicada por la información.com)
Este aspecto de la aventura megalítica, el arrastre de las piedras usadas para la construcción de los dólmenes, acapara gran parte del misterio que exhalan estos y otros monumentos ciclópeos. ¿Cómo las tallaron, aunque fuera mínimamente, cómo sacaron de la cantera y transportaron aquellas personas piedras que en muchos casos pesan varias toneladas? ¿Las cortaron a golpes, con fuego y agua? ¿Las arrastraron con sogas de fibras vegetales, de cuero, de tendones trenzados, sobre trineos, utilizaron troncos y barro para facilitar el deslizamiento? ¿Cuántas personas acarrearon cada bloque de piedra? ¿Cómo se organizaban? ¿En qué época del año lo hacían? No se sabe. En cualquier caso, la tarea debió de ser colosal.

Menhir listo para el arrastre. (Imagen publicada
en laarqueologiaesmivida.blogspot.com.es)
El acarreo de piedras es un misterio con el que no terminan los siglos; ni en el caso de los monumentos prehistóricos, ni tampoco en los históricos, como ocurre con las pirámides, la más antigua de las cuales comenzó a levantarse hacia el año 2600 antes de Cristo, en Saqqara, Egipto. Los dólmenes, que originalmente estaban cubiertos de tierra, parecen pequeñas pirámides o protopirámides, que recuerdan tanto a las mastabas, palabra que significa bancos, como a las pirámides escalonadas, a las apuntadas y a las pirámides clásicas de caras planas. Sin adentrarse en los terrenos del célebre misteriólogo Íker Jiménez, hay que reconocer la existencia de ciertos paralelismos entre las gentes que levantaron megalitos en Europa y los antiguos egipcios. No sólo por la construcción de enterramientos piramidales, o con apariencia piramidal, y por el hecho de que los levantasen con enormes bloques de piedra que aún no se sabe con exactitud cómo pudieron manejar, sino porque tanto al borde del Mediterráneo como en la orilla del Atlántico los europeos y los egipcios, seguramente para resaltar hechos que consideraban memorables, hincaron en la tierra grandes agujas pétreas: los menhires y los obeliscos. 

Menhir da Meada. (Imagen obtenida
en dolmentierraviva.blogspot.com)
El mayor menhir de la peninsula Ibérica, el Menhir da Meada, está en Castelo de Vide (Portugal), muy cerca de Extremadura; medía casi 8 metros y pesa unas 18 toneladas. El menhir más grande de Europa es el Grand Menhir Brisé (roto) que está en la Bretaña francesa. Aunque estuvo en pie, ahora yace en el suelo donde fue dividido, intencionadamnente, en cuatro trozos; medía más de 18 metros, pesaba unas 300 toneladas y formó parte de un alineamiento junto con otros 18 menhires igualmente gigantescos. Si no se ve ni se toca es difícil creer que exista; es absolutamente impresionante.

Los cuatro fragmentos de Le Grand Menhir Brisé, en la Bretaña francesa.
(Imagen bajada de Internet)





















Dejando al margen los increíbles alineamientos de Carnac (Francia), que son monumentos con características distintas al menhir, más parecidas al cromlech, a los círculos de piedra, hay muchos menhires aislados, pero parece haber más dólmenes, seguramente porque estos, aunque exigían muchísimo más esfuerzo colectivo para construirlos, tenían también más utilidad. Se supone que, una vez que se había decidido levantar un dolmen, lo primero era elegir el lugar más adecuado para su construcción, cavar una zanja circular y llevar hasta ella las piedras, llamadas ortostatos, que al hincarlas en la zanja y ponerlas en pie formarían las paredes de la cámara sepulcral. Pero la base de cualquier dolmen está en el techo -de ahí que los antiguos bretones le llamaran mesa-, en la piedra que lo cierra por arriba, sin la cual no podría cubrirse con tierra, pues la invención de la falsa cúpula por aproximación de hiladas de piedra, un antecedente de la bóveda de rosca, es muy posterior. En estas circunstancias no es aventurado suponer que al seleccionar las piedras del dolmen se comenzase eligiendo una buena losa para el techo.

Una de las características de los dólmenes es que su acceso está orientado al Este, por lo que es posible que el líder de los constructores marcase el punto exacto de la entrada tan pronto como el sol se abría paso en el horizonte. En el lado contrario al acceso se colocaba la piedra de cabecera, generalmente mayor que las otras piedras verticales, y a partir de ella comenzaba a cerrarse el círculo con tres o cuatro ortostatos más.

La orientación de las tumbas hacia el naciente puede ser interpretada de muchas formas. Desde un punto de vista religioso o espiritual, como una forma de culto solar, o de hacerle llegar la luz, y con ella la vida de ultratumba, a los fallecidos. Bajo un enfoque práctico, como la mejor forma de que los rayos solares iluminasen el interior sombrío de la sepultura, para poder acceder a ella con más facilidad durante las inhumaciones, pues los dólmenes eran enterramientos colectivos utilizados y reutilizados durante generaciones. La orientación podría ser igualmente un modo de eludir el azote directo de la lluvia y del viento sobre el acceso. Cuando los corsés urbanístico no lo impiden, actualmente también se prefiere orientar los edificios hacia oriente, hacia la salida del sol. La estrella que nos calienta desde el amanecer tiene tanta importancia para la vida humana, que incluso al hecho de buscar el Norte, el Sur o el Oeste se le denomina orientarse, como si se estuviese buscando el Oriente, el Este.

Dolmen de Crucuno, en Francia, con la cámara y el
acceso, a la derecha, cubiertos por dos enormes losas.
(Imagen obtenida en dolmenes.blogspot.com)
Con todos los ortostatos bien hincados en el suelo y la abertura de acceso a la cámara perfectamente delimitada, los constructores de los dólmenes amontonaban en torno al recinto tierra y piedras menudas, construyendo una especie de rampa que llevaba desde la base del terreno hasta la parte superior del recinto sepulcral. Se considera que por esta rampa, seguramente humedecida con agua, arrastrándola mediante sogas y deslizándola sobre troncos, se subía la piedra que iba a servir como techo para cerrar la cámara funeraria por su parte superior.

Habitualmente se representa esta acción con dibujos en los que el interior de la cámara está vacío, lo que me parece un error. Si la cámara estuviese vacía en el momento de colocar la losa horizontal, el esfuerzo necesario para deslizarla sobre las piedras verticales sería mucho mayor, ya que el granito es muy abrasivo y no facilita, sino todo lo contrario, el desplazamiento de dos piedras que se rozan; sobre todo cuando pesan tanto. Además, ese roce dejaría inevitablemente cicatrices, rasguños, señales muy patentes en las piedras, fundamentalmente en la losa horizontal. Sin embargo, no he hallado hasta ahora estudios que muestren la existencia de esas marcas, lo cual es bastante raro conociendo la minuciosidad y la precisión con la que suelen realizarse las investigaciones arqueológicas.

Es de suponer, por otra parte, que al deslizar la losa sobre los ortostatos verticales del dolmen se corriese el riesgo de que la piedra horizontal cayese dentro de la cámara vacía, lo que obligaría a retirarla no sin gran esfuerzo. O lo que aún sería más grave, que al deslizar la losa sobre el canto de las piedras verticales, la fricción tumbase hacia el interior de la cámara alguno de los bloques hincados en la zanja que, aunque estaban reforzados por fuera con la tierra de la rampa, por dentro no disponían de sujeción adicional.

Acceso por el corredor al dolmen del Milano, en Barcarrota
(Badajoz). (Imagen publicada por JuanRa Díaz)
Por todo ello creo que la colocación de la losa se hacía con un sistema ligeramente distinto a lo que generalmente se cree y se dice. En mi humilde opinión, sería así. Una vez colocados los ortostatos en la zanja y convenientemente asegurados con piedras pequeñas y otros materiales, se cubrían completamente los bloques pétreos con tierra, por fuera y por dentro, llenando la cámara, para que no se vieran, formando un montón cónico, como si el túmulo ya estuviese terminado. Entonces se arrastraba la losa por la rampa y, sin rozar los ortostatos, se colocaba sobre la tierra que llenaba y cubría la cámara, cuyo perímetro exacto podría señalizarse con estacas de madera u otros materiales ligeros. Una vez que la losa estaba en su sitio, sobre el recinto sepulcral, sin haber rozado las piedras verticales, se extraía poco a poco la tierra que llenaba la cámara, con lo que la capa que separaba a la losa horizontal de las piedras verticales iría perdiendo consistencia y la tapa del techo aterrizaría sobre los bloques verticales suavemente, sin sufrir ningún tipo de fricción ni abrasión.

La tierra extraída del interior de la cámara sepulcral se reutilizaría para cubrir la losa horizontal, que habría quedado al aire, y la entrada a la cámara, tanto si el acceso se hacía a través de un corredor o directamente al corazón del monumento, con lo que el túmulo dolménico adquiriría su aspecto definitivo. Este sistema de colocación de la losa me parece absolutamente imprescindible en los dólmenes de mayor diámetro y en aquellos en los que la piedra horizontal es extraordinariamente pesada.

Dolmen de la granja de Torriñuelo, en Jerez de los Caballeros, Badajoz. Se trata de un enterramiento con la cámara cubierta por aproximación de hiladas, sin losa, que fue abierto y saqueado escarbando en la tierra del túmulo y retirando las piedras superiores de la falsa cúpula. La galería de acceso está reconstruida y protegida por una reja. Este aspecto de cerrillo tenían todos los dólmenes una vez terminados y antes de que se destruyese la cubierta y los ortostatos quedasen al aire. (Imagen publicada por redextremadura.com)

Miles de años después de que el túmulo dejase de acoger restos mortuorios, el abandono, la erosión, los buscadores de supuestos tesoros y los constructores de cercas, corrales, casas y hasta ermitas se encargarían de retirar la tierra que le servía de protección a los enterramientos, fragmentarían y derribarían los ortostatos arruinando así los más singulares monumentos funerarios europeos, que a pesar de todo resisten el atropello y la desidia, como demostración de que la vida es breve, pero la muerte es eterna.



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