viernes, 10 de enero de 2014


Mi utópica universidad




José Joaquín Rodríguez Lara

Durante mis primeros años de Bachillerato oí hablar de un curso mítico, el Preu, pero no llegué a cursarlo. A mí me tocó el primero o uno de los primeros COU (Curso de Orientación Universitaria) que se impartió en España. Lo superé sin esfuerzo. Acostumbrado a estudiar por libre y a que profesores que no me habían dado clase ni me conocían de nada me examinaran en un mismo día de siete asignaturas completas, todas menos las 'marías', aquello de que te evaluaran por fascículos me pareció un paraíso. Saqué las mejores notas de mi vida, con varios sobresalientes, notables y hasta alguna matrícula. El COU era un curso con muy pocas asignaturas, pero variopintas: historia, filosofía, derecho, inglés, filología... Me vinieron fenomenal, pues yo quería ser periodista y el periodismo exige amplitud y variedad de conocimientos, aunque estos no sean muy profundos.

No existía entonces examen de selectividad, pero tuve que hacerlo y aprobarlo para poder iniciar los estudios de periodismo. Fue un examen sorpresivo y sorprendente que siempre me ha parecido abusivo, ilegal y nada pedagógico. En mi opinión, fue un examen indecente, a traición, y el más duro, por lo azaroso, que tuve que superar durante toda la carrera. Nos encerraron en las aulas de la facultad de Ciencias de la Información, de la Universidad Complutense, con un folio, un bolígrafo y una portada del periódico parisino L'Aurore.

En aquella encerrona cayeron muchos aspirantes a periodista. Entre ellos mi amigo José Manuel Silva que, en vez de comentar la portada y hablar de periodismo en general, empleó el tiempo del examen en traducir algunas de las noticias. Aquel examen de seudoselectividad no seleccionó objetivamente a los más capaces para ser periodistas, pero sí redujo significativamente y de un solo golpe la lista de aspirantes a iniciar los estudios de periodismo. El decano debió de respirar aliviado.

Entonces, en el inicio de la década de los 70 del siglo pasado, se podía estudiar periodismo en Madrid, Barcelona y Pamplona. De sus tres facultades salía cada año un número tan elevado de licenciados en periodismo que el sector de la información no podía ofrecerle empleo ni a la mitad de ellos. Y nadie se conformaba con trabajar en un gabinete de prensa; todos queríamos ser editorialistas, presentar el telediario o ser corresponsales de guerra, como mínimo.

Pero no había realidad para tantas ilusiones en la España del tardofranquismo. Mi amigo Paco Valenzuela se licenció en periodismo, como yo, pero siguió trabajando en la terminal de carga de Barajas. Y hubiese sido un buen periodista. José Luis Manzano, que escribía como los ángeles, metió la cabeza en el servicio exterior de Radio Nacional y aquel otro chaval cuyo nombre no recuerdo llegó a ser jefe de la policía municipal de Móstoles o de Alcorcón, no sé. Lo vi una vez en televisión, uniformado de pies a cabeza.

Lo de Ana Rosa fue distinto. A ella la llevaba a clase, en vespa, un tipo que, según decían, trabajaba en Diario 16. Creo que después entró en Radio Intercontinental, ocupó la mesa de internacional de algunos telediarios en la primera cadena de Televisión Española y aterrizó finalmente en los magacines televisivos de mayor éxito. Menos mal que no le dio por traducir la portada de L'Aurore, pues de haber sido así, Ana Rosa no sería hoy una referencia de éxito periodístico ni yo podría decir que fui a clase con Ana Rosa Quintana, que se sentaba siempre al lado de la tarima del profesor.

Ana Rosa y quienes fuimos sus compañeros de promoción hemos vivido la mejor etapa del periodismo español, aunque sólo una minoría hayamos podido vivir del periodismo, y casi ninguno tan bien como ella, porque tres facultades despachando periodistas son demasiadas facultades hasta para un país en el que, en aquellos tiempos, nacían revistas como si fuesen setas. Pues ahora que las empresas periodísticas aprovechan la crisis para descabezar y vaciar las redacciones, en una operación que tiene muy poco de actividad gerencial y mucho de genocidio profesional, cuando miles de periodistas nos hemos quedado sin empleo y otros miles nunca han tenido tal cosa, las facultades y escuelas de comunicación no son tres sino más de treinta y siguen poniendo en el mercado a profesionales con muy poco o ningún futuro profesional.

Me gustaría que esto no fuera así; deseo que de la universidad salgan profesionales que no tengan dificultades para encontrar trabajo ni para conservarlo. Creo que la universidad, además de una institución educativa, es un centro de adiestramiento para la vida laboral y, al hacer su oferta de titulaciones, debe tener muy en cuenta la realidad del empleo. La universidad tiene responsabilidades con sus alumnos, que son sus clientes. Los universitarios no son crías de tortuga que deban jugarse la vida entre el nido enterrado en el campus y el desamparo de un mar en el que cada día hay menos empresarios y más tiburones. Y no creo que, para afrontar esa responsabilidad, baste con decirles: ahí está el agua, nadad.

Lo ideal sería que de la universidad pública, financiada por el Estado a través de cualquiera de sus administraciones, se saliese con un título y un empleo. ¿Le parece imposible? Pues es lo que ocurre en las academias militares, en las de la policía y en las de guardias civiles, centros de estudio tan oficiales como las universidades públicas, financiados igualmente con fondos públicos y de los que se sale con una formación, una titulación y un empleo. Jamás he visto a un teniente del Ejército prepararse las oposiciones para dirigir una sección de infantería; si está titulado se considera que está capacitado, ¿entonces, por qué tienen que opositar un matemático, un físico, un historiador, un pedagogo o un enfermero para tener un empleo público? ¿Tiene menos derecho al empleo un filólogo que un guardia civil? ¿Ha recibido una formación de menor calidad? ¿Su adiestramiento es menos fiable?

Aspiro a conocer una universidad que no marche por detrás, ni tampoco al paso, de la sociedad que la alimenta, sino cinco años o más por delante de ella, para que pueda atender a sus necesidades tan pronto como se produzcan. ¿Parece utópico? Lo es, pero al contrario de lo que se suele creer, la utopía no es algo irrealizable, sino un plan, un proyecto, una doctrina o un sistema deseable que parece de muy difícil realización. Lo dice la Real Academia Española en el avance de la vigésima tercera edición de su diccionario.


(Artículo publicado en el número 47 de la revista Viceversa Uex & Empresa,
 diciembre del 2013)

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