martes, 6 de octubre de 2015

La cama y la novia, monólogo doméstico


José Joaquín Rodríguez Lara


Las tareas domésticas se dividen en dos grupos: las agradables y las desagradables.


Las agradables se parecen a las ranas del Amazonas: son pequeñas, son hermosas y están en serio peligro de extinción. De hecho, hay días, incluso semanas y hasta meses en los que te adentras en la selva de tu vivienda, abriéndote paso a machetazos entre el ficus y los potos, te cargas de valor y exploras el pasillo, llegas como puedes al salón y acampas en el sofá, miras en tu rededor y no consigues ver ni una sola tarea doméstica que parezca agradable.


Mirar al televisor no es una tarea doméstica. Y, mucho menos, es una tarea doméstica agradable. El televisor es un tótem, un ídolo pagano que te mantiene encerrado en la disciplina de la tribu escudriñándote con su gran ojo maléfico.


Sin embargo, a las tareas domésticas desagradables te las encuentras sin querer, en cualquier sitio y a cualquier hora. No hace falta ir a verlas. Ellas mismas salen a tu encuentro. Como indígenas selváticos. Se conocen que se aburren en la espesura y buscan tu compañía.


Lo he intentado muchas veces, pero no consigo entender el porqué las tareas domésticas desagradables se aburren. Son tantas que hasta podrían irse de romería al dormitorio o montar una verbena en la cocina o hacer telebasura, con confesionario incluido, en el cuarto de baño. Pero, no. En vez de irse de juerga, se ponen todas de acuerdo para ir a buscarte al sofá. Como si no hubiese más sitios en la casa para que den rienda suelta a sus bajos instintos. Salen de excursión para ir a buscarte a ti. Al sofá. Desde luego, hay tareas domésticas que son unas desagradables compulsivas.


A su vez, las tareas domésticas desagradables se dividen en eléctricas y en manuales. Las eléctricas suelen venir acompañadas de manual, pero son caras. Las tareas domésticas manuales carecen de manual y pueden ser de tradición oral o sobrevenidas. Tanto las tradicionales como las de nuevo cuño se subdividen en imprescindibles, obligatorias, necesarias, convenientes, aconsejables e inútiles.


Me niego rotundamente a hablar de las cinco primeras. No deseo hacerle publicidad gratuita a ninguna de ellas. No admito que el desorden se empeñe en ordenarme la vida. Que cada plato se duche por su cuenta. Yo estoy muy a gusto acampado en el sofá.


Sí hablaré de las tareas domésticas desagradables inútiles. Hay varias, pero la más tarea, la más doméstica, la más desagradable y la más inútil de todas es hacer la cama.


¿Por qué hay que hacer la cama? Si ya está hecha. Aunque sea de Ikea y entrase en el dormitorio en fascículos, una vez que descifré el mapa del tesoro y atornillé las tablas, la cama quedó hecha. Para los restos. Mira, sólo se tambalea un poco. No hay que volverla a hacer.


Hacer la cama es una tarea tan desagradable que ni siquiera dice como se llama. Porque no se trata de hacer la cama. Ese no es su verdadero nombre. Se trata de arroparla, de vestirla con su sabanita y su canesú. Sabanita a la que, a mediados del otoño, le llega la pubertad y le salen pelos. De felpa. Y canesú que, ya cerca del invierno, engorda y se convierte en un edredón nórdico relleno de huevos de ganso, pues sus plumas no pueden pesar tanto.


Hacer la cama es la tarea doméstica más desagradable, inútil y urgente que se conoce. Aún no has acabado de despertarte y ya hay que hacer la cama. Todavía no has desayunado ni te has lavado la cara ni has tirado aún de la cadena y, ¡hala!, a hacer la cama.


¿Para qué? ¿Se constipará la cama si no la tapas con la colcha? ¿Acaso espera visita la cama? ¿En el dormitorio? ¿Está enferma y vendrá a verla el carpintero? ¿Se ha liado la cama con algún catre de la vecindad? ¿Es ninfómana, la cama, y ha puesto sus ojos en la litera de tres catres siameses que vimos aquella noche en un folleto publicitario poco antes de dormir?


¿Por qué hay que vestir la cama con tanta urgencia si la única visita que debería recibir es la tuya, y cuando ya casi te hayas olvidado de su apariencia, al menos quince horas después de haberte levantado?


Pues, no. La cama hay que hacerla porque una cama desecha da mala imagen. ¿Mala imagen? ¡Ya te digo! También da mala imagen un coche con el capó rayado y yo no lo repinto cada mañana. Y no es por falta de ganas.


¿Y a quién le da mala imagen una cama sin hacer, si la única persona que va a acercarse a ella en las siguientes quince horas soy yo? Y me acercaré con la firme intención de deshacerla. Tendré los ojos casi cerrados, por el sueño, y el cuerpo tan molido que ni en mitad de una borrachera le pondría yo reparos ni discutiría con una cama deshecha. Si la cama estuviese abierta, mucho mejor, pues a la hora en la que yo me suelo ir a la cama ya no me quedan fuerzas ni para abrirla.


Así que hacer la cama nada más levantarse, para que se pase el día vestida, y verse obligado a desnudarla por la noche, es una tarea muy doméstica, muy desagradable y muy inútil.


Mucho más inútil que vestir de novia a una novia que habitualmente suele vestir simplemente de mujer, aunque sea novia.


¿Para qué tanta organza, para qué tanto tul, tanto organdí, tanto tafetán? ¿A qué viene tanto velo, tanta cola, tanta lencería nupcial y tantas flores? ¿Cual es el objetivo?


¿Que a la novia más guapa del mundo se la vea como a una novia muy guapa, muy bien vestida, muy hecha un primor de novia?


¿Es eso lo que se pretende? ¿Que, quince horas después, más o menos, cuando los párpados estén a punto de echar el cierre y el cuerpo esté molido de tanto bailar 'Paquito el chocolatero' -que no es un baile, es día y medio de gimnasio-, justo entonces, cuando ya no puedes ni con tu alma, tengas que ponerte a deshacer la novia?


No, no, no. Perdón, quise decir ¿para que tengas que ponerte a desenvolver la cama...? A desenvolver la novia. Tampoco. A desnudar la cama. Eso es. A desnudar la cama.


Bueno a lo que sea que tengas que ponerte a esas horas.


Y ahora, si me disculpan... Se me ha hecho muy tarde y aún tengo tareas domésticas que eludir. Buenas noches. Que descansen. Hasta mañana.


Decididamente, lo mejor del sofá es que no hay que hacerlo.


Y no gasta edredón.


Y encima eso, sin un nórdico huevón acostado toda la noche sobre ti.





3 comentarios:

  1. Si es que hay que economizar esfuerzos y dosificar energías. Además, las camas tienen que ventilarse, por aquello de los ácaros. Si por la mañana no estiras las sábanas y las cubres con la colcha, más horas de ventilación disfruta... Y te ahorras el engorro de desnudarla a la hora de acostarte. Bien mirado, todo son ventajas. Un monólogo sin desperdicio, fino humor el tuyo.

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  2. Gracias, Maribel. Que una persona te lea, al menos una, justifica la osadía de ponerse a escribir. Un abrazo.

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  3. Pues no dejes de escribir, porque yo leo todo, todo y todo, maestro. Besos.

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