jueves, 23 de febrero de 2017

El tren que nos lleva



José Joaquín Rodríguez Lara


Querida Lucía:

Llevo años deseando escribir esta carta sin conseguir ni siquiera garabatear tu nombre en el papel. Hoy, no sé bien el motivo, mis manos parecen estar libres y puedo, por fin, dibujar una tras otra las cinco letras más bonitas del abecedario: L u c í a.

Yo siempre te llamé Luci, ya lo sé. Pero, con los años, tu nombre fue creciendo dentro de mí y de aquel Luci dulzón, cariñoso, infantil y casi clandestino, he llegado a sentirte una Lucía con todas las letras, tan viva y vibrante como la luz que abre el día, aunque yo no esté ya en tus amaneceres. Bueno, en realidad nunca lo estuve.

Pero no temas, no quiero molestarte. No pretendo tontear contigo, ni es mi intención despertar en ti antiguas ilusiones, si es que aquel beso, tu primer beso, mi primer beso, fue algo más que una caricia de críos, de compañeros de clase arropados por la complicidad de una bombilla rota en la esquina de tu calle.

Ahora puedo decírtelo. La rompí yo. Fue al tercer chinotazo. Llevaba un puñado de piedras en el bolsillo y cargué con ellas la pedrera del tirador. Pero no la rompí para ocultarnos de las vecinas. No. Tampoco lo hice con la intención de aprovechar la oscuridad para acercarme a tus labios. ¡Qué va! La rompí por rabia. O por celos. Ya no lo sé bien. En aquel recodo del pueblo había una luz y vivía una Luci, mi Luci, y yo sólo tenía ojos para ti. Todo lo demás me estorbaba. La bombilla, también.

Por favor, no te rías de mí. Y si lo estás haciendo ahora, que sea sin maldad. Ríete con la risa limpia con la que entonces afrontabas los contratiempos de aquellos años.

No sé el porqué te cuento estas cosas, Lucía. No era de esto de lo que yo quería hablarte. No llevo esperando treinta y siete años con el folio en blanco para confesarte ahora que fui yo quien rompió la bombilla de tu esquina y que, por lo tanto, también soy yo el responsable de los traspiés y de los miedos que la oscuridad produjese en los vecinos de tu calle. Si te lo cuento es por volver a la antigua vereda de las confidencias. Entonces nos lo contábamos todo. ¿Te acuerdas?

Bueno, todo menos lo de la bombilla. Decírtelo me daba no sé qué. Y, además, Joaquín, el Litri, la repuso enseguida. Ni un mes estuvimos a oscuras.

A veces me pregunto qué hubiese sido de nosotros dos si mi padre no hubiera encontrado trabajo en Bilbao. ¿Seguiríamos todos en el pueblo? ¿Yo sería ahora albañil, como Miguelito, o chófer de la LEDA, como el Eusebio, o funcionario municipal como Serafín? A Maguilla siempre se le dio bien el papeleo. ¿Te acuerdas de que al principio era él quien te llevaba mis cartas? Cosillas enganchadas a lápiz en la cuadrícula de las hojas de la libreta. Pero eran mis cartas. Las primeras que escribí.

La primera la rompiste sin haber llegado a leerla. Me lo contó Serafín hinchando los carrillos. “Así puso los belfos la Luci, así. Y los ojos, como las cabras del tío Mijares. Esa niña no te quiere. Te lo digo yo”. Creo que Maguilla te cogió miedo desde entonces. Y eso que, como las cartas no tenían sello, me cobraba una perra gorda por cada una que te llevaba. Figúrate, un dineral de los de aquella época.

Pero ni entonces me escoció pagarle ni ahora me avergüenza confesar que lo hice. Le aboné a Serafín sus oficios de cartero y le pagué con gusto. En aquella época, escribirte me resultaba fácil, aunque no tuviera nada nuevo que contarte, porque nos veíamos cada día. En cambio, ahora… No acierto a decirte lo que me bulle dentro.

A veces, en casa, le he oído contar a mi madre que fulanito y citranita están “hablando”. A mí siempre me ha llamado mucho la atención eso del ‘están hablando’. “Y por qué hablan, mama”, pregunto yo. “El porqué va a ser, criatura, porque son novios.” “Y qué se dicen”, mama. “Pues qué se van a decir, ‘almadiós’, pues cosas de novios”.

Siempre me quedé con las ganas de saber qué tiene que decirle un novio a una novia cuando ‘hablan’ porque son novios. ¿Qué tenía que decirte yo a ti para que nos pusiéramos a hablar como novios? Aunque hablásemos a través de cartas escritas a lápiz en hojas de libreta.

Yo quería ser tu novio. La verdad es que sentía que ya lo era. Pero nunca supe si tú te sentías mi novia. Te lo iba a preguntar, a declararme, supongo, pero justo entonces llegó al pueblo tu primo el de Madrid y tú te pusiste tontina y yo tonto perdido y nos enfadamos y pasó la feria y todo se precipitó.

Te busqué en la plaza y en tu calle y en la iglesia… Y no te vi. Paqui, la de Elvirina, me dijo que estabas mala, y Conchi Méndez me contó que habías sido mala y estabas castigada. ¿Mala tú? ¿Qué habías hecho, Lucía, para que no te dejasen salir de casa ni para ir a misa?

Saqué la libreta, afilé el lápiz, te escribí tres cartas más y Maguilla me las devolvió una a una por ‘ausencia del destinatario’, según decía él, muy profesional en su papel de cartero. Me devolvió las tres cartas, pero se quedó con las tres perras gordas. Ni siquiera se las reclamé. Le hubiese dado hasta un real, o una peseta, incluso diez reales o un duro de mi abuela con tal de que Maguilla te hubiese entregado mi carta. Mi última carta. Aquella en la que te contaba que mi padre había encontrado trabajo en Bilbao y que nos íbamos, pero que no me olvidases porque volveríamos para la feria o para los tosantos o algún día, y yo jamás iba a olvidarme de ti.

¿Cómo iba a imaginar que ya no volveríamos a vernos nunca más? ¿Cómo iba a suponer yo que mi padre cambiaría definitivamente las mulas por los ascensores? ¿Quién iba a decirme a mí que yo iría a la escuela de Barakaldo –entonces se escribía con ‘ce’- sin el tirador y sin un buen puñado de chinotes en el bolsillo del pantalón?

En Barakaldo, mi padre se revisaba y se recortaba las uñas cada día. A mi madre se le blanqueó el cutis, porque lavaba la ropa dentro del piso, con polvo de saquito que venía en cajas de cartón, lo mismo que las galletas, en vez de junto al pozo, con jabón y caústica, como se había hecho toda la vida. Hasta nos compró un cepillo de dientes para cada hermano y, todos, todos los domingos comíamos arroz con pollo. Pero no pollo del pueblo, no; pollo de Barakaldo, sin plumas, ni aleteos en el suelo, ni sangre cuajada en el cuchillo, ni molleja, ni patas, ni cabeza. Un pollo de comprar y comer, porque la vida nos había dado tantas vueltas en Bilbao que iba por delante de nosotros, marcándonos el paso.

Fue como subir a un tren y no poder bajarse de él ni siquiera después de haber muerto. Mi pobre padre está enterrado aquí. Mi madre vive conmigo, pero ya no podemos alejarnos de su lápida. Durante estos años hemos ido de estación en estación. Conocí a mucha gente. Me casé. Tengo hijos. Cualquier día me harán abuelo. He sido feliz, todavía lo soy, en la medida en la que se puede ser feliz encerrado en un tren que tú no diriges. Me hubiera gustado encontrarte en algún vagón de ese mercancías. Hubiera sido muy bonito.

Pero no te escribo para declararme ahora, casi cuarenta años después y por una carta cerrada, con sello. Mentiría si te digo que aún te amo. Aunque la mentira hubiera sido mayor si, a oscuras bajo el casquillo de aquella bombilla rota, te hubiese dicho entonces que te amaba. Yo solamente estaba enamorado. Loquito por ti. Sólo eso. Lo cierto y verdad es que siempre te he querido mucho, Lucía, muchísimo, y que, durante todos estos años, nunca te he olvidado.

A quien pude preguntar, le pregunté y algo sé de cómo te ha ido en la vida. Estoy convencido de que Serafín se habrá esforzado en hacerte feliz. Maguilla siempre fue servicial. No he querido indagar más, porque no tengo derecho a hacerlo y porque, para mí, tú sigues siendo, Lucía, la Luci que siempre iluminó mis penumbras.

Si te escribo esta carta, después de tantos años, es sólo para darte las gracias por haber llenado de luz un rincón de mi vida, un recodo de mi existencia que siempre hubiese estado vacío sin ti.

Gracias, Lucía. Gracias por seguir presente en mi memoria.

Con todo mi corazón, recibe un gran abrazo.

Paquino


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