viernes, 17 de noviembre de 2017

El asilo de los libros

José Joaquín Rodríguez Lara


El primer libro que tuve en mis manos fue 'El manuscrito'. Tía Felisa lo había comprado, en La Alianza u otra librería de Badajoz, y nos lo dejó para que leyésemos, como antes que nosotros habían hecho sus hijos, a la luz de la lumbre que iluminaba el chozo.


Los textos de 'El manuscrito' tenían una caligrafía primorosa. Había letras de muchos tipos. Las cursivas resultaban especialmente elegantes. Más que el gusto por la lectura, 'El manuscrito' despertaba el interés por escribir bonito.


Pero mi abuelo materno -gracias abuelo José- lo utilizaba para que mis hermanos y yo leyésemos. Como ni la vista ni la práctica le daban para asegurarse de que verdaderamente leíamos lo que estaba escrito en las páginas del libro, abuelo José nos ponía una mano en el hombro o en el cogote y, por el tacto, sabía si leíamos al pie de la letra o le dábamos un puntapié a las letras y nos inventábamos lo que salía por nuestras bocas. Teníamos siete años, el que más, y muchas ganas de jugar.


Siete años después llegó a mi casa otro libro. 'La noria', de Luis Romero, un recorrido novelado, cangilón a cangilón, por la Barcelona de la posguerra. Lo llevé yo y lo leí con mucho gusto. Creo que con esa lectura nacieron mis aficiones literarias y periodísticas.


Desde entonces vendrían mucho más. Hubo un tiempo, cuando estudiaba periodismo en Madrid, que compraba un libro casi cada domingo. Nada más saltar de la cama, en la calle Santiago, número once, me dirigía a La Cuesta de Moyano, a pie. Iba de caseta en caseta, curioseando entre libros, libreros y clientela. Si encontraba algo que me interesaba, lo ojeaba y decidía sobre la marcha: o compraba el libro y no comía o comía y no compraba el libro. Si bajaba La Cuesta de Moyano con el reflejo de un libro en las pupilas, el menú de ese domingo era plato único: sopa de letras. Deshacía el camino hasta Santiago once, me metía en el catre y me comía el libro con los ojos.


He leído muchísimo en la cama. Incluso cuando hacía el servicio militar. Se apagaban las luces de la compañía y yo seguía leyendo bajo la manta. Con una linterna. El soldado que hacía la primera imaginaria siempre se acercaba a mi litera para aconsejarme que dejara de leer o me quedaría ciego.


La gran mayoría de esos libros viven conmigo. En mi vivienda hay una habitación que llamamos 'la habitación de los libros'. Nunca los he contado y no sé cuantos tenemos, pero las estanterías están llenas y con muchos volúmenes en doble fila o tumbados sobre los demás.


Como ocurre en las calles cuando se intenta aparcar, prácticamente no hay un sitio libre, así que un libro no es la mejor tarjeta de visita para presentarse en mi casa. A pesar de ello, no dejan de llegar nuevos ejemplares. Los que compramos, los que nos regalan, alguno que escribo yo...


Aún lloro por aquella joya impresa sobre el puente de Alcántara, dibujado piedra a piedra. La dejé olvidada sobre una bobina de papel y desapareció. Pregunté, pregunté y pregunté, pero nadie había visto el libro, a pesar de su gran tamaño. Espero que quien se lo llevó lo tenga en un sitio digno. Incluso sueño con que me lo devuelva. Todos los libros son importantes para mí, pero ese más, pues me quedé sin él sin ni siquiera haber empezado a leerlo.


Vivo con mi libros, sin querer desprenderme de ellos, porque entre sus hojas hay retazos de mi vida. Algunos están casi desencuadernados, de tanto abrirlos. Otros, los menos, nunca los he leído. Los hay que incluso siguen embolsados en el plástico del retractilado. Me da igual. Son tan parte de mí como los que me sé de memoria.


Aunque en mi casa no quepa un libro más, nunca he pensado deshacerme de mis compañeros de viaje. Lo que anhelo es disponer del espacio necesario para que no estén apretujados unos sobre otros.

 

Mucha gente soluciona el problema tirando a la basura sus volúmenes o legando sus libros a una biblioteca o a cualquier otra entidad. Comprendo a esas personas, pero me resultaría muy difícil hacer algo así. Entregar mis libros, los libros que me alimentan, a una institución sería como llevarlos a un asilo, a un asilo de libros.


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