sábado, 8 de diciembre de 2018


La marca que saltó la empalizada del poblado para vender pizzas fuera de su tribu


José Joaquín Rodríguez Lara



Cada día disfruto más con sus productos, a pesar de que estoy convencido de que jamás me he llevado a la boca algo elaborado por esta firma. Y si probé alguno fue sin darme cuenta, pues no reparé en la marca. Ni pizzas, ni hojaldres, ni patés a las finas hierbas, ni salchichón, ni pastelitos de clase alguna. Nada fabricado por esta firma ha nutrido mis días hasta hoy. Que yo sepa.


Y no porque no me guste lo que vende. Carece de sentido suponer que no te gusta lo que no has probado. Tampoco porque rechace ese tipo de comida tan industrializada, pues consumo otros alimentos que tampoco son precisamente muy caseros. Simplemente, no se me ha presentado la oportunidad, ese revuelto de necesidad, posibilidad y antojo, de darle un bocado al catálogo de esta empresa familiar, asentada en la localidad de Gurb, y disfrutar, si merece la pena, con los sabores y texturas de su producción.


Sin embargo, cada día me convenzo más de que Casa Tarradellas, y sus productos, están menos lejos de mi casa, aunque se elaboren en Barcelona y yo viva en Extremadura. Y la causa es muy simple: la publicidad.


Las campañas publicitarias de esta marca han pasado de aquellos anuncios, tan catalanes, de la abuela horneando pizzas en una masía, enormemente alejados de la realidad de la gran mayoría de los consumidores españoles, tanto por la escenografá como por la mecánica, a unos señuelos comerciales que me parecen tan madrileños, tan canarios, tan gallegos, manchegos, vascos y extremeños como catalanes.


Se mantiene la estrategia de hacer marca contando pequeñas historias, pero ha cambiado el escenario: La empresa está empezando a salir de la masía y a entrar en la casa de la gente que no es catalana. Y lo ha hecho contando historias que no sólo pueden considerase propias de cualquier región española, sino que rezuman tanta o más autenticidad que la del grupo familiar que, en la masía, en mitad del campo, rodeado de gallinas, cerdos, corderos, frutas, legumbres y hortalizas se alimenta de pizzas. Creo que lo primero que se le debe exigir a la fición publicitaria es que sea creíble, y la gran mayoría de estos nuevos anuncios lo son. Los anteriores no me lo parecían tanto.


Este cambio de la estrategia publicitaria se ha producido en una época, la actual, en la que el mercado español está ahíto de mensajes y consignas del catalanismo identitario; cuando existe en la sociedad tal hartazgo de todo lo catalán que hay personas que cambian de canal de televisión tan pronto como el programa empieza a hablar de Cataluña. Ignoro cómo son los anuncios con los que esta firma se dirige al mercado catalán, si son multiregionales, catalanistas, nacionalistas o independetistas, pero lo cierto es que los que se emiten por los televisores sin banderas independentistas no suscitan rechazo general simplemente por mostrar a una empresa de Cataluña. Y que esto ocurra mientras otras empresas catalanas se enrocan en el independentismo xenófobo y en el desprecio a todo lo español es digno de tener en cuenta.


Pero es que, además, muchos de los anuncios que está ofreciendo últimamente esta marca tienen, en mi modesta opinión, una calidad dramática incuestionable. Son pequeñas películas, con planteamiento, nudo y desenlace, que permanecen en la memoria de quienes las vemos. Desde la familia, un poco estirada, que espera la llegada de Pedro, el noviete de la hija mayor, mientras el padre se recrea en la preparación de un pastel, hasta la que cambia de vivienda en contra del criterio de las hijas –estoy muy ‘i love’, mucho, de este anuncio- pasando por el padre separado, viudo o lo que sea que descubre que a su hija adolescente le ha dejado el gran amor de su vida, con el que mantenía una relación desde hacía nada menos que tres semanas y él no se había enterado, porque nunca se entera de nada, o la madre que intenta conseguir la aprobación de su crío para llevar a casa a un amigo, bueno, a un compañero de trabajo, y el niño la sorprende con un “¡brutal!” que nada tiene que ver con las necesidades sentimentales de su progenitora y sí con el aspecto de los pastelillos que acaban de hornear mientras hablan cada uno perdido en su propio planeta.


Son historias comprensibles para casi todo el mundo, que no suscitan un rechazo tribal generalizado.


Me llama mucho la atención la gran verosimilitud del trabajo que realizan las personas que ponen en escena estos anuncios, que no me parecen, aunque seguramente me equivoco, experimentados profesionales de la interpretación, pues no los he visto en otros mensajes comerciales o películas. Y me asombra el acierto de quienes las han seleccionado para que representasen las historias que cuenta cada anuncio.


Pero por encima de todo me gusta que, en un tiempo de tanta animadversión hacia el vecino, una empresa tan identificada con Cataluña como esta haya decidido saltar la empalizada del poblado y hablarle con un lenguaje perfectamente asumible a quienes no forman parte de su tribu.


Son catalanes, saben vender y, para ellos, la pela es la pela, se dirá. Pero este análisis se queda, a mi parecer, muy cojo al ver que otras empresas, instituciones y personas igualmente catalanas, para las que la pela también es la pela y que por ser de Cataluña llevan el gen del comercio en las venas, espantan a la mayor parte de su clientela potencial cada vez que abren la boca o aprietan el puño.


Ignoro si Casa Tarradellas vende más desde que salió de su masía, pero bienvenida sea la publicidad que tiende puentes y abre puertas en vez de cerrar caminos y mercados.


Y cualquier otro día hablamos del cava que nos separa.



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