lunes, 15 de abril de 2019

Y de merendilla, golondrinas



José Joaquín Rodríguez Lara



La tercera cosa más rara que he comido a lo largo de mi vida, después de unos garbanzos con bacalao que nos hizo para cenar Diego Bardón, y de carne de vaca argentina envasada durante 25 años en latas, que nos daban durante las maniobras en la mili, ha sido la golondrina.


Tendría yo 7 u 8 años, las golondrinas se empeñaban en anidar en la cocheara de la cosechadora, en el cortijo de la finca La Cocosa, entre Badajoz y Valverde de Leganés.


Me entretenía entonces ayudando, en lo que podía, al carpintero de la finca, Enrique, por mal nombre Mentirola. Él me enseñó a cazar codornices con reclamo y golondrinas con soga. En las tardes de primavera íbamos a la cochera, cerrábamos bien todas las puertas y ventanas y empezábamos a girar en el aire, como si las golondrinas jugasen a la comba, las dos sogas que colgaban de techo para facilitar el montaje y desmontaje de las piezas de la cosechadora.


Pero a las golondrinas no les gustaba jugar a la comba. Todo lo contrario: se asustaban muchísimo y volaban con pavor hasta que una de las sogas las alcanzaban y caían al suelo muertas o heridas.


Cuando ya teníamos cuatro o cinco en los bolsillos, regresábamos a la carpintería y, valiéndonos del carbón y de unas virutas, prendíamos la fragua portátil en las que se ponían al rojo las hojas rotas de la sierra para soldarlas, y asábamos las golondrinas sobre las ascuas.


A mí me correspondía pelar los pájaros y avivar el fuego haciendo girar la manivela de aventador, que es el mejor soplillo que se ha inventado. El maestro, Enrique, abría los cuerpecillos de las golondrinas, les sacaba las entrañas y nos las comíamos a medias. 


Sin pan y con algún trago de vino, en el caso del maestro, pues a mí nunca me dejó probarlo. Al menos no recuerdo que lo hiciese, pero como todo ocurrió durante la década de los años 60 del siglo pasado, puede que se me escape algún detalle.


Sabía yo por entonces que las golondrinas son pájaros sagrados porque le quitaron la corona de espinas a Cristo, pero mi devoción hacia ellas aumentó cuando descubrí que, además, podían paliar la ausencia de chocolate y de otros manjares propios de las merendillas, así que jamas sentí escrúpulos ni cargos de conciencia por cazarlas, asarlas y comérmelas.


¿A qué saben las sagradas golondrinas cocinadas sobre carbones y virutas de carpintería?


A carne fresca recién asada. Están muy buenas.


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