sábado, 24 de abril de 2010

No son de aquí


José Joaquín Rodríguez Lara


España no es un país. Seguramente no lo ha sido nunca, pues hasta en las cavernas de Atapuerca hay señales evidentes de cainismo; y no son de ayer, sino de hace más de un millón de años. Tampoco es que ahora haya 17 españas, más un par de españitas amuralladas en el norte de África. La tela no da para tanta casaca. Pero por lo menos hay dos; las dos españas de siempre. La España seca y la España húmeda, la micófila y la micófoba, la de Góngora y la de Quevedo, la de Goya y la de Velázquez, la de Joselito y la de Belmonte, la roja y la fascista, la de Lorenzo y la de Pedrosa, la de Alonso y la de Hamilton, la de la Esteban y la de la Campanario, la de José Luis y la de Mariano, la del Barça y la del Madrid, la merengue y la colchonera, la de ciencias y la de letras, la del Badajoz y la del Mérida, la que dicen del pueblo de Cáceres y la de la ciudad de Plasencia. Españas ajenas que se pueden saludar y hasta abrazarse, pero difícilmente se tragarán, pues en el ring hispano, la vida -especialmente la política y el fútbol- tan sólo es la continuación de la guerra por otros medios. El día que se vote con esperanza y no con resentimiento, o que, como pasa en Estados Unidos, se pueda ir a los partidos sin temor a la agresión -cosa que no suele ocurrir en las corridas de toros, en las que se reserva la ferocidad y la sangre para el altar del albero- habrá que pensar que estamos malos o que nos pasa algo. Porque este país nació estereofónico, con Isabel y Fernando gobernando desde la misma cama, y estereofónico sigue. No hay más que verlo.

Un país de siameses, divididos por la raya infranqueable que separa al sol de la sombra y unidos por las fauces, por la bilis, por la envidia, por el rencor y la ceguera. Esa es la España de ayer y la de hoy. O, al menos, esa es la que parece ser. Creíamos que la transición política la había desactivado, pero ha bastado con regar un poco de ira sobre la tierra patria para que rebrote la patata hedionda de las trincheras. «Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios, / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón», dejó dicho don Antonio Machado, congelado por partida doble.

Una de esas dos españas se afana estos días en sentar al magistrado Baltasar Garzón en el banquillo de los imputados, mientras la otra condena al sistema judicial sin apelación posible. Jueces, fiscales, abogados, víctimas, actores, verdugos... Aún no comenzó la vista oral y ya hay muchos fanáticos que han perdido el juicio. Entre juzgar a un juez y poner en tela de juicio a todo el sistema judicial, pudiera parecer que no hay color, pero hay todo un arco iris. Al menos una cosa está clara: las costas de este proceso las vamos a pagar todos.

Y ¿cómo es posible, entonces, que en esta marmita en permanentemente ajuste de cuentas puedan surgir, en ocasiones, personas como Juan Antonio Samaranch, un español universal que siempre ejerció de muy catalán, despedido como un demócrata que gobernó en la dictadura, la estrella olímpica que surgió del hockey sobre patines, un deporte no olímpico y minoritario, un ex presidente con más poder que la inmensa mayoría de los presidentes, reyes y emperadores? ¿Cómo?

O Guillermo Fernández Vara, santo varón en un partido alérgico a la religión católica, al que acabamos de ver cargando con las andas de la Virgen de la Montaña, patrona de Cáceres y alcaldesa honorífica de una ciudad que cada primavera pone en sus benditas manos el bastón de mando de la Alcaldía cacereña. Todo un documento para los anales: la Virgen con la vara y él, Vara, con la Virgen. El presidente Vara sabe cuánto hay de fe en su gesto y el Vara creyente, cuánto hay de política.

Vara y Samaranch no valen para españoles, y si lo son, no han nacido aquí, y si aquí nacieron, sería en tierra de nadie, justo en el medio de la raya que separa a España de España.


No hay comentarios:

Publicar un comentario