viernes, 14 de diciembre de 2012

Otra paletada de tierra 


José Joaquín Rodríguez Lara


Enunciadas por el orden de su importancia periodística, al periodismo se le han asignado tradicionalmente tres nobles misiones: la función de informar, la de formar y la de entretener. Parece el cóctel perfecto, pero la mezcla puede resultar explosiva si no se cuida la proporción de cada ingrediente.

Un periodismo que solo informe puede desinformar a quien no disponga de la suficiente formación para digerir la información que recibe. El poder de la información no está en los datos, sino en saber interpretarlos.

Cuando el periodismo pone el acento en la formación, dejando en segundo plano la primera de sus misiones, entra en el terreno del adoctrinamiento. Ha pasado muchas veces y continúa pasando. El periodismo se ha utilizado y se utiliza para adoctrinar a la ciudadanía sobre cuestiones ideológicas, religiosas, económicas, deportivas, medioambientales, familiares, etcétera.

Y aquel periodismo que antepone el entretenimiento a la información y a la formación deja de ser periodismo para convertirse en un simple espectáculo.

De unos medios de información –especialmente los impresos- que se jugaban el tipo para informar, aunque fuese entre líneas, que adoctrinaban a toda plana –de forma obligada o voluntaria- y que entretenían lo justo, se ha pasado a otros –prensa, radio, televisión y medios digitales- en los que el entretenimiento, la vida y la muerte vistas como un espectáculo de variedades, prácticamente lo acapara todo o, al menos, tiene un peso más que considerable.

¿La prensa del corazón (bodas, bautizos y comuniones) hacía periodismo? Sí, lo hacía al revés –entretener, formar e informar- pero lo hacía. ¿La televisión de la entrepierna (infidelidades, cornadas y adulterios) hace periodismo? No. Hace cabaret, pero del malo. Lo suyo es un espectáculo en el que prima la obscenidad, la impudicia y la chabacanería.

El enorme éxito de público no convierte en periodismo a los cotilleos de alcoba, ni en periodista a Belén Esteban y compañeras mártires por más que se harten de informar en exclusiva, aprovechándose de que, en muchas ocasiones, son organizadores, protagonistas y testigos de los hechos que con enorme estruendo relatan.

Sin embargo, lo que yo considero un mal cabaret es, para millones de personas, periodismo y del mejor, así que seguramente quien esté confundido sea yo. Aun así me atrevo a afirmar que una parte del descrédito que actualmente sufre la profesión periodística proviene de ese lamentable –insisto, para mí- espectáculo televisivo. Se nos mide con una vara que ni es periodística ni lo será nunca. La televisión, la radio, en menor medida, y hasta los medios impresos y digitales le sirven al público, en la misma bandeja, por el mismo canal y en el mismo o parecido formato, información, opinión y espectáculo. Es un plato combinado en el que a veces resulta difícil distinguir al huevo frito de la croqueta y al filete del tenedor o del arroz blanco.

Michael Christian y Mel Greig en su programa de radio
Si algo caracteriza a la mezcla es su inestabilidad, por eso no debe extrañarnos que a veces haya explosiones. Acaba de ocurrir con la broma que Mel Greig y Michael Christian, locutores de una emisora de radio australiana, le gastaron a una enfermera británica haciéndose pasar por la reina Isabel II y su hijo el príncipe Carlos. Era una simple broma, no estaba muy bien hecha, pensaban que no pasaría los filtros hospitalarios y que nadie se la creería. Pues pasó los controles, alguien se la creyó y la víctima del engaño ha muerto.

¿Son los bromistas Mel y Michael responsables del fallecimiento de esa mujer? No lo creo. ¿Han echado esos bromistas una paletada de tierra más sobre el féretro de la credibilidad de la radio, en particular, y de los medios de información en general? Sin duda. Y la credibilidad es la virtud y el patrimonio más importante que tiene un medio de información; los lectores, oyentes, espectadores y usuarios pueden volver, aunque se vayan durante algún tiempo; la publicidad puede recuperarse, a pesar de que se retire en época de crisis, pero la credibilidad, el prestigio, el buen nombre de una marca se pierde y no vuelve más.

La trágica burla de los locutores australianos es una simple broma al lado de la que organizó Orson Welles, en 1938, con la emisión radiofónica de ‘La guerra de los mundos’; pero Welles hacía espectáculo porque no era un periodista ni un locutor sino un actor y director, una gran estrella del espectáculo, aunque su obra –en teatro, radio y cine- rezume más periodismo que muchos medios de información.

Es posible que ahora que estamos a las puertas del fin del mundo, por la crisis, por el calendario maya y por el continuo avistamiento de asteroides, alguien tenga la tentación de repetir lo que hizo Orson Welles en una cadena de radio norteamericana. Esperemos que, por su bien y por el bien del periodismo, no le salga mal.

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