lunes, 25 de noviembre de 2013

La caraba engorda al cochino


José Joaquín Rodríguez Lara


Dejaba huellas de neumático en la tierra húmeda, pero no era un vehículo, era un hombre plantado sobre dos gruesas suelas de caucho cosido a mano, con lezna, cáñamo y cerote. Sus borceguíes, de cuero inmune al paso del tiempo, se abrochaban por encima del tobillo con hebillas.

 

Tal vez en alguna ocasión usó leguis, de badana o de lona, para defenderse del barro, pero lo habitual era que sobre los borceguíes cayera el bajo del pantalón, de pana recia, que un día fue negra o marrón y había encanecido con el uso, adquiriendo un color pardo imposible de encontrar en los catálogos textiles. 

 

Un cinturón, de cuero vacuno, le ceñía el talle con tal empeño que, en vez de sostener el pantalón, parecía que pretendiese estrangularle. Y sin embargo, era la lengua del cinto y no la suya la que crecía exageradamente, el cuello de la correa el que se ahilaba y sus ojales los que se estiraban hasta darle mirada oriental. Con los años había tenido que buscarle acomodo bajo el propio cinturón a la lengüeta sobrante y hasta abrirle algún agujero más al cinto, para que no se le cayeran los calzones. 

 

Por encima del cinturón vestía faja, negra, larga, con flecos. Enrollarse la faja en la cintura era un arte que a él nunca se le dio demasiado bien, así que la mujer le ayudaba a ponérsela cada mañana sosteniendo uno de los extremos de la prenda.

 

Solía vestir camisas holgadas, de manga larga, con los puños arremangados en dos roscones de tela de colores claros, generalmente con rayas, y cuello de tirilla. 

 

Sobre la blusa iba el chaleco, de pana sobada, como los pantalones, pero más vieja, posiblemente heredado. El chaleco se ceñía en la espalda con trabillas y se cerraba por debajo del pecho con la cadena del reloj de bolsillo. 

 

El reloj era mucho más que un accesorio, era un marchamo personal de honrada hidalguía trabajadora, un signo de distinción. Nunca necesitó reloj para saber la hora, para eso estaban el sol, el comportamiento de los animales, el hormigueo de las tripas y la seguridad de que sus ojos se abrirían a la hora prevista y nunca se le pegarían las sábanas. Tampoco necesitó jamás un despertador o un gallo que le cantase al día, pero el reloj, era mucho más que todo eso: era un ser vivo, su único y verdadero animal de compañía. Todos los demás, incluidos el perro y la gata, eran ganado, animales de utilidad a los que cuidaba con esmero, pero nunca con la devoción que le profesaba al reloj. Porque los animales vienen, van, se cambian, mueren, se sacrifican o se venden... y el reloj, no. 


La compra del reloj fue un acto absolutamente volitivo, meticulosamente planeado, una operación de especial relevancia, tan trascendente como el mismísimo matrimonio. Podía dormir sin darle las buenas noches a la mujer -los besos quedaban para las grandes ocasiones-, pero no sin darle cuerda al reloj. Y se la daba con parsimonia, con una delicadeza impropia de sus manos grandes y callosas, haciendo girar la cabecilla entre el dedo pulgar y el índice de la mano derecha, como si en vez de darle cuerda al verdugo de las horas le estuviese dando la vida. Luego se lo llevaba a la oreja y, tras sentirse confortado con el tictac, que no había dejado de sonar desde que se lo entregó el relojero, lo guardaba en el bolsillo del chaleco, a buen recaudo. Podían pasar semanas sin que pulsase el resorte que abre la tapa para contemplar la esfera y a las sorprendidas y presurosas manecillas, pero no podía pasar ni un instante separado de aquel órgano vital que le latía en el bolsillo del chaleco. Nunca se preguntó el porqué se le da cuerda al reloj, pues él no le daba marcha ni lo ponía en hora, le daba cuerda. Le daba cuerda porque al reloj hay que darle cuerda, aunque su reloj de bolsillo funcionase a base de flejes y de muelles planos, y no de cuerdas y contrapesos como los relojes de las torres y de los ayuntamientos. 

 

Además del reloj, en los bolsillos de su chaleco había lugar para una petaca, de cuero labrado con sus iniciales, en la que pocas veces faltó algo de picadura de tabaco negro, así como espacio para el librillo del papel de fumar y para un mechero de verdad, de mecha de algodón, que sahumaba los aires al darle lumbre al pitillo, subrayando así el carácter ceremonial de la ocasión. 

 

Tanto en verano como en invierno vestía una chambra de color gris, con grandes bolsillos de faltriquera y cuello de tirilla. La chambra tenía una amplia botonadura que se extendía desde el cuello hasta la bastilla, pero sólo se abrochaba con el segundo botón superior que, como el primero, era más pequeño que los demás. En el bolsillo derecho de la chambra solía llevar un pañuelo, de hierbas, con el que empapaba el sudor y otras secreciones.

 

Completaba su atuendo una boina a la que llamaba bilbaína, negra, despojada del rabillo a consecuencia del largo uso, y sobreforrada interiormente con una hoja de periódico que enjugaba el sudor, protegía de la grasa capilar a la prenda y facilitaba su adaptación al cráneo, corrigiendo cualquier atisbo de holgura. La boina ocultaba, casi completamente, los filamentos de luna llena que se abrían paso a través del nubarrón de sus cabellos.


El suelo húmedo enmudecía sus pasos, pero no necesitaba hablar para que se le escuchase con atención tan pronto como descorría el cerrojo de la cancilla; aún así, una vez más voceó su cantinela y el viento desparramó la llamada por todos los rincones del encinar. Bajo las paredes, entre los riscos, tras las retamas y a los pies de las encinas prendió un chisporroteo de gruñidos que se dirigían con decisión hacia él. Los gruñidos se intensificaron cuando, además de vocear el aviso -un sonido gutural con muchas vocales- comenzó a golpear la primera encina que tocaba varear aquella mañana. A los cerdos les había entrado de repente un apetito insaciable y rodearon al vareador, que descargaba su sapiencia sobre la copa del árbol. Con la ropa inflada por el viento, a los pies de la encina copuda y rechoncha y rodeado de cerdos forrados de grasa, el vareador protagonizaba una escena que parecía un conjunto escultórico del gran artista colombiano Fernando Botero. 

 

Alimentación de los cerdos en la montanera. (Imagen bajada de Internet)

Se había despojado de la chambra y por los roscones de tela de la camisa salían dos antebrazos esculpidos en músculos y precisión. Sus manos enarbolaban una gruesa vara, de unos cuatro metros, al final de la que estaban atados dos metros de cordel, con otra vara, más fina y corta, ligeramente arqueada, de algo más de un metro, el zasquil, en el otro extremo de la cuerda. Cada vez que la vara y el cordel y, sobre todo, el zasquil golpeaban las ramas de la encina las bellotas caían en cascada y los cerdos se apretaban aún más en torno al vareador para devorarlas, porque -decía él- la bellota que más engorda es la que le repía al cochino sobre el lomo. De esta forma explicaba que al porcino le sienta mucho mejor la bellota fresca, la que acaba de caer, que aquella otra que lleva días en el suelo. Cabría la sospecha de que los cerdos también lo supiesen y por eso dormitaran tumbados entre los risco, junto al cortavientos de las paredes o bajo las encinas, esperando a que el vareador les convocase al banquete, pero no debe de ser así. A los cerdos, que son animales muy listos, al menos los ibéricos, además de gustarle la comida de calidad, les encanta que se la sirvan en buena compañía; por eso, aunque no tengan hambre, comen con ganas las bellotas frescas cuando están con alguien a quien conocen y que les da tranquilidad. Como suele decir el vareador, "al cochino lo engorda la caraba". 

 

Sobre todo si reconocen la voz con la que se almohada la humedad del aire en la dehesa y las huellas de goma gruesa, con estrías de neumático, que acostumbran a dejar los borceguíes en la tierra húmeda.

 

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